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La caída del Muro de Berlín desencadenó el colapso de la RDA. Uno de los signatarios del tratado de unión entre las dos Alemanias fue Wolfgang Schäuble. En la actualidad, es el ministro de Finanzas del gobierno de Angela Merkel. | Foto: A.F.P. / A.P.

ALEMANIA

Reunificación Alemana: 25 años

El aniversario de este hecho histórico encuentra a ese país como el más poderoso de Europa. Pero ese liderazgo oculta importantes diferencias entre sus regiones.

26 de septiembre de 2015

A finales de 1989 el Muro de Berlín había caído, pero partes de la Cortina de Hierro seguían en pie. Aunque muchos ya sabían que el final del siglo XX iba a ser muy diferente de la Guerra Fría, en ese momento de incertidumbre pocos se imaginaron que el Viejo Continente estaba a las puertas de una profunda, vertiginosa y pacífica transformación, que el 3 de octubre de 1990 conduciría a la muerte de la República Democrática Alemana (RDA). Nada menos que el más importante de los satélites comunistas de la Unión Soviética (URSS) en Europa oriental.

Hoy, sin embargo, es claro que con la caída del muro las cartas ya estaban echadas. Por un lado, el principal interesado en cambiar el modelo soviético era el propio presidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, quien desde su llegada al poder había renunciado explícitamente al modelo intervencionista de sus predecesores. Y en efecto, durante el periodo clave de 1989 a 1990, el padre de la perestroika cumplió su promesa de no intervenir militarmente en los países para evitar la caída del comunismo. Se trataba de la doctrina Sinatra, por el nombre del famoso cantante estadounidense, que parafraseando la canción My Way admitía que cada país debía decidir qué camino seguir. Aun cuando este consistiera en acercarse a Occidente.

Por el otro, era evidente que la ineficiencia administrativa, el descontento social, la represión política y la devastación del medioambiente habían convertido a la RDA en un Estado inviable. Y si alguien entendió desde la caída del muro la oportunidad histórica que ese colapso representaba fue el canciller de la República Federal Alemana (RFA), Helmut Kohl, quien desde el primer momento desencadenó una frenética cruzada para reunificar los dos países. Algunos de sus gestos fueron altamente simbólicos, como los 100 marcos que su gobierno le dio a cada germano oriental para que se los gastara en hamburguesas y chocolates del otro lado de la frontera. Otros, requirieron todo el músculo financiero y diplomático de la RFA, que asumió la reconstrucción de la maltrecha economía de su vecina comunista y movió cielo y tierra para convencer al mundo de que su país no era una amenaza para el Viejo Continente.

Que 25 años no es nada

Hoy, Alemania es la primera economía de la Unión Europea (UE) y la cuarta a escala mundial. Es también el país más poblado de Europa, uno de los más extensos de la región y el eje geográfico del Viejo Continente. A su vez, ante el desacelerón de Francia y las reticencias de Reino Unido a meterse en los asuntos de la UE, su peso político se ha potenciado hasta el punto que las grandes decisiones comunitarias que se toman en Bruselas solo se hacen efectivas cuando Berlín las respalda.

Y aunque ya desde los años sesenta y setenta la economía de la RFA había despegado y ese país era una potencia económica, el peso geopolítico que tiene hoy la Alemania unificada en Europa habría sido inimaginable antes de 1990. Sin embargo, la fortaleza internacional de la que ese país goza no refleja las cicatrices de la reunificación, que son visibles incluso un cuarto de siglo después de la desaparición de la frontera entre los dos países.

“Un cuarto de siglo más tarde, sigue habiendo dos Alemanias, dos sociedades alemanas”, le dijo a SEMANA Stefan Bollinger, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín. “De hecho, durante el proceso de reunificación, se privatizó la economía de la RDA, que quedó en un 90 por ciento en manos de antiguos ciudadanos de la RFA. Y el descontento que eso ha producido se ha materializado en el fuerte respaldo del que goza el partido izquierdista Die Linke en los antiguos territorios de la RDA. En la actualidad, las elites militares, comerciales, gubernamentales y científicas se encuentran en el lado occidental”. Y en efecto, según un informe preparado por el diario Die Zeit en 2014, las desigualdades entre las dos partes sigue siendo patente en cuanto a ingresos, desempleo, natalidad, número de extranjeros, producción de basura e incluso el tamaño de las propiedades agrícolas.

A su vez, las diferencias se han vuelto a hacer evidentes con un fenómeno que no se origina en Alemania, pero que ha impactado de lleno en su sociedad. Como le dijo a esta revista Volker Benkert, uno de los autores del libro The Last GDR Generation?, “la actual crisis de los refugiados parece haber traído una nueva división entre oriente y occidente. Mientras que en términos generales Alemania ha adoptado una actitud acogedora hacia los refugiados, en algunas ciudades y regiones de la RDA se han presentado manifestaciones masivas instigadas por la xenofobia del movimiento Pegida, que tienen como fin frenar el flujo de refugiados que llega al país”.

Pero los sentimientos antiinmigrantes no se limitan ni mucho menos a Alemania. De hecho, se trata de un fenómeno continental, que ha despertado fantasmas del pasado europeo, como la construcción de un muro entre Serbia y Hungría y la negativa de varios países –sobre todo en los países del Este– a aceptar refugiados de las guerras de Asia y África. Y al respecto, no cabe duda de que tanto la gran mayoría de los alemanes como el gobierno presidido por la canciller, Angela Merkel, han liderado la respuesta solidaria de la Unión Europea. “Si Europa falla en esta cuestión de los refugiados, si se rompe este estrecho vínculo con los derechos universales, no tendremos la Europa que deseamos”, dijo la líder a finales de agosto.

Y al respecto, Berlín ha predicado con el ejemplo, al anunciar que recibirá muchísimos más inmigrantes que la cuota atribuida por la Comisión Europea a cada uno de los 28 miembros de la UE. Una decisión en la que ha pesado el propio pasado de muchos alemanes, que tras la Segunda Guerra Mundial fueron expulsados de las actuales Polonia, República Checa y Hungría, y que en 1989 supieron lo que era vivir en un régimen asfixiante que no les ofrecía ningún futuro.

La otra cara de la moneda del liderazgo teutón se encuentra en el manejo que Berlín le ha dado a la crisis financiera griega, en la que muchos han visto un uso excesivo del poder político que le ha dado su supremacía económica. Como le dijo a SEMANA Jeremy Leaman, profesor de Economía Europea y Alemana de la Universidad de Loughborough, “la búsqueda de una política irracional y contraproducente de consolidación presupuestal en medio de una nueva Gran Depresión refleja una obstinación estúpida, que amenaza la supervivencia de todo el proyecto europeo”.

A diferencia de las últimas décadas, en 2015 los alemanes no solo tienen en sus manos su propio destino. También sus vecinos están pendientes de la única potencia europea cuya voz se escucha en todo el mundo. Aquella que, en los momentos clave, puede inclinar la balanza.