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LLUVIA DE DOLARES

El escándalo por la financiación de la campaña presidencial de Estados Unidos va mucho más allá del alquiler de la alcoba de Lincoln.

14 de abril de 1997

Las campanas de alarma sonaron en noviembre de 1994 cuando la oposición republicana barrió a los demócratas del presidente Bill Clinton y recuperó el control del Congreso. Clinton sintió pasos de animal grande rondando su reelección, y decidió que había que tomar medidas extremas. Aconsejado por su asesor Dick Morris, el Presidente abrazó el concepto de 'campaña permanente', que se iniciaría con una ofensiva sin antecedentes en televisión. Una estrategia de esa naturaleza implicaba un esfuerzo sin precedentes por conseguir enormes cantidades de dinero.
Se trataba además de contrarrestar la ventaja de los republicanos, que tradicionalmente han tenido más facilidad para conseguir fondos por la sencilla razón de que entre ellos hay más ricos. A pesar de todo los demócratas no lograron superar a sus rivales, pues aunque consiguieron 242 millones, aquéllos gastaron 399 millones. Cifras exorbitantes que superan en varias veces las que se manejaron en 1992 y que hicieron pensar a muchos que el verdadero escándalo no estaba en que pudiera haber dineros ilegales sino en lo que se podía gastar sin romper la ley. El comité nacional demócrata estableció una junta financiera de 170 miembros con todo aquel que se comprometiera a recoger por lo menos 350.000 dólares. El consejo de negocios, compuesto por donantes de entre 10.000 y 15.000 dólares, fue ampliado de 240 a 1.700 miembros. Y tanto Clinton como su vicepresidente, Al Gore, fueron convertidos en atracciones principales de los eventos profinanciación, tanto comidas a 1.000 dólares el cubierto, abiertas a la prensa, como veladas privadas efectuadas en mansiones, hoteles de lujo o la propia Casa Blanca.
Actividad frenética
Clinton participó el año pasado nada menos que en 90 eventos en todo el país. La celebración de sus 50 años, en el Radio City Music Hall de Nueva York, le representó 10 millones de dólares al comité nacional demócrata. Y los donantes menores tampoco eran desatendidos. No era raro que, tarde en la noche, Clinton asistiera a fiestas tipo 'Saxophone Club', en las que seguidores más jóvenes podrían dejar hasta 150 dólares cada uno.
Pero además había que usar a la propia Casa Blanca como carnada. El mes pasado salió a la luz pública un memorando del jefe de la campaña Clinton-Gore, Peter Knight, en el cual se esbozaba un plan para atraer posibles donantes mediante invitaciones a la sede gubernamental. Clinton no sólo aprobó el plan sino que escribió de su puño y letra instrucciones para comenzar a ponerlo en práctica, a tiempo que aceptaba la posibilidad de comenzar a invitar gente a pasar la noche "de inmediato".
Quienes donaran entre 50.000 y 100.000 dólares, o anunciaran su intención de hacerlo, recibían invitaciones a la Casa Blanca a comer, tomar café, jugar bolos o simplemente correr con el Presidente, discretamente distanciados en el tiempo para evitar suspicacias. Los donantes de ligas más altas recibían invitaciones a cenas de Estado, a pasar el fin de semana (incluso algunos en la famosa alcoba de Lincoln) o a participar en la delegación oficial de algún viaje al exterior. En total 103 invitaciones de esa naturaleza engordaron las arcas demócratas en 27 millones de dólares. O sea que, haciendo cuentas, los panecillos le salieron a los donantes a 16.666 dólares cada uno.
Los extranjeros
Esa estrategia, dirigida a explotar el ego de los partidarios norteamericanos, para quienes una velada con el Presidente para hablar de temas generales era suficiente para alardear el resto de su vida, le abrió el camino a visitantes mucho menos presentables y con intenciones mucho más sospechosas. La cantidad de invitados hizo que se eliminaran las rígidas reglas por las cuales el consejo nacional de seguridad filtraba las visitas al Presidente desde las épocas de Ronald Reagan. Por esa vía Clinton y el vicepresidente Al Gore se vieron en la compañía de toda clase de personajes. Charlie Lin Trie, el dueño del restaurante chino preferido por los Clinton en sus días de Arkansas, le llevó a un personaje llamado Wang Jun, director de una fábrica china de armas. Mark Jiménez, de Florida, le presentó a Carlos Mersán, asesor del presidente de Paraguay y quien, según The New York Times, tiene negocios relacionados con el contrabando de alta tecnología. También estuvieron el mafioso ruso Grigori Loutchanski y Pauline Kanchandak, mujer de negocios tailandesa residente en Estados Unidos, quien entregó dinero a nombre de una corporación de su país. Pero el personaje más dudoso fue el chino-norteamericano John Huang, representante de la familia indonesia Riady, quien canalizó donaciones por más de un millón de dólares, supuestamente para conseguir el apoyo estadounidense a un proyecto de gran envergadura en China en el que el Lippo Bank, de propiedad de los Riady, tenía importantes intereses.

El daño está hecho
Aunque tras el escándalo el comité nacional demócrata ha devuelto más de tres millones de dólares provenientes de donantes que no pudieron o no quisieron explicar el origen de los fondos, y aunque Clinton anunció que presentará reformas para limitar el gasto electoral y que impondrá nuevas reglas internas a su propio partido, los daños ya están hechos. Las encuestas siguen dándole a Clinton una popularidad del 53 por ciento, pero eso no indica que los norteamericanos crean que sus actos no son reprobables, sino que el sistema está dañado en su base, no sólo entre los demócratas sino entre los republicanos, y ese cinismo es negativo. Por otra parte, el vicepresidente Gore, quien tenía fama de aburrido pero limpio, quedó con su imagen dañada de cara a las elecciones del año 2000, pues fue uno de los más entusiastas solicitantes al punto que se dice que hizo llamadas desde su oficina, lo cual sería ilegal. Y la primera dama, Hillary Clinton, también quedó salpicada, pues aparentemente su principal colaboradora recibió un cheque de Huang por 50.000 dólares en la Casa Blanca, y de paso configuró la primera ilegalidad probada de todo este asunto. Pero además, aunque Clinton y Gore siguen poniendo cara de tranquilidad con el argumento de que todo lo que hicieron se ajustó a la ley, lo cierto es que el Presidente quedó como un mentiroso porque desde su victoria electoral de 1992 había prometido cambiar las leyes de financiación electoral. Sólo que ni los demócratas ni los republicanos mostraron el menor interés en el tema. Los partidarios del Presidente y el gobierno sostienen que lo que hicieron Clinton y Gore no se diferencia de lo hecho por presidentes anteriores, pero es claro que desde Richard Nixon nunca un presidente había estado tan involucrado en la letra menuda de su campaña reeleccionista. Clinton podría haber cruzado la raya de la ilegalidad en tres aspectos, que deberán examinar las investigaciones congresionales y del FBI que ya se iniciaron. Primero, en cuanto a la utilización de la Casa Blanca, porque aunque siempre los presidentes han efectuado recepciones en el lugar para sus donantes, esta vez esa costumbre se salió de toda proporción. Segundo, si hubo favores explícitos a cambio de las donaciones, lo que podría hacer aplicables las leyes contra los sobornos, lo cual es especialmente delicado en el caso de los chinos. Y tercero, si el Presidente buscó deliberadamente con sus asesores burlar las leyes que limitan las donaciones políticas, que provienen de la época del affaire Watergate (ver recuadro). Pero lo cierto es que ninguna de las colaboraciones individuales obtenidas por cuenta de cafés y comidas superó el millón de dólares. Si se tiene en cuenta que la campaña de Clinton costó 260 millones, el superescándalo se armó en Estados Unidos por fracciones mínimas de los dineros electorales. Eso resulta insignificante en comparación con el caso colombiano, donde la donación ilegal de seis millones de dólares significó, según los cálculos más conservadores, las dos terceras partes del dinero gastado para el triunfo del Presidente.
Cómo funciona el sistema
Se dice que Andrew Jackson, elegido presidente en 1828, fue quien inició el sistema de retribuir con favores y privilegios a quienes habían contribuido a la campaña victoriosa. Desde entonces, la financiación privada de las campañas por grupos de interés, negocios o contribuyentes individuales ha amenazado la independencia de los presidentes. Las leyes vigentes datan de 1974, cuando se intentó limitar la influencia de los donantes sobre los candidatos. En ese momento, bajo el influjo del escándalo Watergate, las contribuciones quedaron restringidas a 1.000 dólares por contribuyente individual y se prohibió a las compañías hacer cualquier clase de aportes.Sin embargo, pronto los políticos encontraron la forma de darle la vuelta a la ley, con el concepto de 'dinero blando'. Según este sistema, que es el usual hoy en día, la plata no es entregada directamente a las campañas, sino a los partidos nacionales, los que mantienen dos cuentas: una para las donaciones ajustadas a la ley, y otra para los dineros que no están dentro de ésta. Para que sean legales, esto es, para evitar las restricciones, los dineros blandos deben ser gastados en "actividades generales del partido", un concepto suficientemente ambiguo como para abarcar la promoción de sus propios candidatos. A menos que pueda probarse que el partido y la campaña están trabajando coordinadamente, lo cual en la práctica no es posible. Por otro lado, los individuos y los grupos pueden gastar sumas ilimitadas en medios de comunicación para abogar por el candidato de sus simpatías, siempre que ello se haga sin que medie ningún tipo de consulta o coordinación con la campaña. En cuanto a la reforma de esas normas, los partidos asumen el tema como en una guerra: ninguno quiere desarmarse primero. Y eso, unido al hecho de que la gente no ha tomado el tema como crucial, lleva a pensar que las cosas se van a quedar de ese tamaño.
El verdadero paganini
Del escándalo de la financiación de la campaña reeleccionista de Bill Clinton queda sólo una víctima inmediata: la invulnerabilidad de Al Gore como seguro candidato demócrata a la presidencia en el año 2000. Gore tenía la imagen de ser un político un poco aburrido, pero que había logrado pasar limpio en todos los escándalos que han atormentado la presidencia de Bill Clinton. Por el contrario, Gore acumuló en la primera presidencia la imagen del vicepresidente perfecto: discreto, leal, listo para asumir las tareas desagradables o poco atractivas, mientras calladamente forjaba su red necesaria de alianzas, con la mira puesta en la sucesión presidencial.
Pero el escándalo de la financiación le ha dejado maltrecho, no sólo por una desafortunada aparición en una pagoda de Los Angeles, en la que monjes budistas de pobreza declarada entregaron miles de dólares para el Comité Nacional Demócrata, lo que despertó suspicacias sobre el verdadero origen de los fondos, sino por su participación 'demasiado entusiasta' en la consecución de fondos, que lo habría llevado, según se le acusa, a hacer llamadas sobre ese tema desde la misma Casa Blanca, lo cual es ilegal. Para empeorar las cosas, cuando trató de explicar su actuación en una rara aparición en solitario en la sala de ruedas de prensa de la Casa Blanca, sus respuestas resultaron acartonadas y poco convincentes.
Esa nueva situación se reflejó en la última encuesta de la CBS, que se llevó a cabo el domingo 9, en la cual su favorabilidad bajó del 49 por ciento en enero, al 29 por ciento. Y más allá, la nueva situación podría envalentonar a los posibles contendores del vicepresidente, el representante Richard Gephardt, el ex senador Bill Bradley y el senador Bob Kerrey.