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LOS NUEVOS REYES

Tal vez no es más que una ilusión, pero los monarquistas están listos a reverdecer sus laureles.

14 de octubre de 1991

EN LOS AÑOS 60, DESPUES de la caída de Constantino de Grecia, solía decirse que hacia el final del siglo sólo quedarían en el mundo cinco reyes: los cuatro de la baraja y el de Inglaterra. Pero los años posteriores han probado que no hay nada imposible, lo que se confirma con la existencia de varios aspirantes a tronos largamente vacíos.
Algunos de ellos son simples orates, como el rey Ludwig de Baviera, o soñadores impenitentes como Henri D'Orleans, que disputa el trono francés con su sobrino segundo, el hijo sobreviviente del difunto Alfonso de Borbón. Sin embargo, hay dos de ellos a los que la historia parece darles su oportunidad: uno es el gran duque Vladimir de Rusia. Y al otro lado del mundo, don Pedro de Orleans y Braganza tiene ciertas posibilidades de acceder al trono olvidado del Brasil.
El gran Duque Vladimir de Rusia vive en una pequena villa en Francia, donde recibe la correspondencia de sus simpatizantes, que según él, le escriben desde los cuatro confines de Rusia.
Su vida ha transcurrido en el exilio, pues nació en 1917 -el mismo año de la revolución- en Finlandia.
Siete años después su padre, el duque Kyril, se autoproclamó zar de todas las Rusias en su carácter de primo segundo de Nicolás II. En esa época, cuando generales y duques zaristas se ganaban la vida en Europa manejando taxi, la proclamación no pasó de ser un chiste malo. Kiryl murió en 1938, dejando a Vladimir como herencia muchos títulos y poco dinero.
A partir de la caída del comunismo, los sueños de Vladimir se volvieron casi tangibles. En su refugio de Bretaña, junto con su esposa, la gran duquesa Leonida, su hija la gran duquesa María y su nieto el gran duque George, de 10 años, espera la oportunidad de viajar a la madre patria, que no conoce. Pero, a no ser por la invitación del presidente Boris Yeltsin, nada indica que sus posibilidades de obtener el trono hayan mejorado en realidad.
El caso de Pedro de Orleans y Braganza, como el de la monarquía brasileña, es único. Desde que el emperador Pedro I, en el exilio huyendo de Napoleón, decretó la independencia de Portugal en 1822, Brasil fue el país más estable de América del Sur. Pero en 1888, la liberación de los esclavos decretada por la hija de Pedro, la regente Isabel, produjo la reacción de los terratenientes y los militares, quienes con el pretexto de salvar al país de un caos inexistente, exiliaron a la familia real.
El nuevo gobierno prometió un plebiscito para determinar si el país sería una república o una monarquía.
Pero 37 presidentes, 19 revueltas y nueve dictaduras, en un siglo convulsionado, impidieron que la promesa se cumpliera.
En 1988, en medio de la democratización del país, el parlamento brasileño resolvió revivir el asunto.
Por iniciativa de un diputado monarquista, se decidió que el plebiscito se llevara a cabo en 1993. Y para sorpresa de los estudiosos, las encuestas recientes afirman que la monarquía tiene el favor del 25 por ciento de los electores.
Las razones podrían residir en la profunda desconfianza del electorado hacia la clase política, que no parece reaccionar ante el caos social en el que se sume el país. El jefe de la casa real es el nieto de Pedro II, don Pedro de Orleans y Braganza, de 78 años, quien parece haber heredado todas las virtudes de sus mayores. Nacido en Francia pero residente en Brasil desde 1922, don Pedro tiene un rival, su primo Luis, de 52 años, quien al decir de los conocedores no le llega ni a los tobillos. Por su edad, don Pedro afirma que no querría convertirse en Pedro III en 1993, pero favorece a su sobrino Joao, de 37.
Nadie sabe si la monarquía regresará a Brasil en el plebiscito, pero con el tiempo que falta, no podría descartarse. Los analistas piensan que tal como está el país, nada impide que los brasileños se jueguen la carta del regreso al pasado.