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Rusia ha emprendido un ambicioso programa de actualización militar, que incluye el diseño y la construcción de nuevos tanques, como el Armata (foto), y la compra de aviones y artillería pesada de punta para sus tropas terrestres y su Armada. Por su parte, la Otan ha incrementado dramáticamente el número de sus efectivos y de sus operaciones militares en la región. | Foto: A.F.P. / A.P.

CONFLICTO

Máxima tensión en el este de Europa

Desde la Guerra Fría no se veía una escalada militar como la que están llevando a cabo Estados Unidos, la Otan y Rusia. ¿Hasta dónde podrá llegar?

4 de julio de 2015

En los últimos tres me- ses, varios países de la región del Báltico han tomado decisiones que hace dos años habrían sido inimaginables. A mediados de marzo, Lituania restableció el servicio militar obligatorio. A principios de mayo, el Ejército de Finlandia les mandó una carta a sus reservistas con instrucciones sobre qué hacer en una “situación de crisis” bélica. Un mes más tarde, Polonia nombró al general que asumiría las funciones de jefe militar en “tiempos de guerra”. Pocas semanas después, ese país realizó junto con Lituania, Estonia y Letonia (las tres repúblicas bálticas) un simulacro de un ataque nuclear a menos de 300 kilómetros de la frontera rusa.

Y a finales de junio, el secretario de Defensa de Estados Unidos, Ashton Carter, dijo frente a los ministros de Defensa de los países bálticos que la Otan piensa reforzar su presencia en Europa oriental con una brigada de despliegue ultrarrápido. Nada menos que 5.000 hombres, 250 tanques de guerra y otras piezas de artillería pesada se sumarán a las tropas de una de las regiones más militarizadas del planeta. “Ustedes perdieron su independencia una vez. Con la Otan eso nunca volverá a ocurrir”, dijo Carter, citando una frase que el presidente estadounidense, Barack Obama, pronunció a finales de 2014 durante una visita a una base militar estonia.

Al anuncio de Carter, se sumó el del secretario de esa organización transatlántica, el noruego Jens Stoltenberg, de triplicar los efectivos de su Fuerza de Reacción (NRF por su sigla en inglés), que pasará de tener 13.000 a 40.000 efectivos. El escandinavo fue enfático al advertir que la entidad se está tomando en serio las amenazas que por diversos canales ha formulado Moscú en el último año. “Estamos evaluando cuidadosamente la actitud nuclear de Rusia, incluida la retórica. Son cuestiones muy serias y es muy importante para la Otan abordarlas con cuidado y transparencia”, dijo. Además de las tres repúblicas bálticas, se ha previsto desplegar armamento en Polonia, Hungría, Bulgaria y Rumania.

Moscú reaccionó de inmediato. El jueves, en una ceremonia de graduación de una escuela militar, el presidente ruso, Vladimir Putin, dijo que “un Ejército equipado con armas modernas es el garante de la soberanía y de la integridad territorial de Rusia”. También prometió que su país continuará con un profundo programa de modernización de su armamento militar –incluido el de tipo nuclear–, que consiste en construir o comprar decenas de buques para su Armada, centenares de aviones y misiles, así como miles de tanques de guerra. Entre ellos, el sofisticado Armata, que cuenta con un blindaje capaz de resistir la mayoría de las armas antitanque de los ejércitos de Occidente, cámaras de alta definición y radares de última generación. En total, hasta 2020, el Kremlin invertirá 22 billones de rublos (unos 400.000 millones de dólares).

Ese gasto no deja de ser llamativo en una economía duramente castigada por la doble tenaza de las sanciones económicas –que desde mediados de 2014 le impusieron Estados Unidos y la Unión Europea– y de la caída en los precios del petróleo en el mercado internacional, que han mermado seriamente los recursos del Estado. La explicación consiste en que al tener el monopolio de los medios de comunicación, que sistemáticamente lo presentan como el garante de los valores rusos ante la amenaza fascista occidental y al haber acallado a sus opositores políticos, Putin ha capitalizado en popularidad esas costosas inversiones militares.

Según reveló el miércoles pasado el Levada Center de Moscú, la única encuestadora independiente de ese país, el 89 por ciento de los rusos tiene una opinión favorable de Putin. Un máximo histórico que consolida una tendencia ascendente que no se ha detenido desde que anexó la península de Crimea.

El efecto dominó

Los temores de las tres repúblicas bálticas nacen de la creciente retórica belicista de Moscú, que tras la primavera de 2014 ha intervenido en el este de Ucrania mediante fuerzas paramilitares presentadas como grupos de voluntarios. La excusa del Kremlin para justificar su apoyo a esos insurgentes ha sido la supuesta amenaza que se cierne sobre las poblaciones rusas en ese país, mayoritarias en las regiones de Donetsk y de Lugansk, que desde esa fecha se encuentran envueltas en una guerra civil que ya ha dejado más 6.500 muertos.

Debido a que los tres países bálticos comparten casi 800 kilómetros de frontera con Rusia y cuentan en su territorio con grandes minorías rusas –en Estonia y en Letonia son casi un tercio de la población–, una buena parte de sus habitantes y de sus gobernantes se ha sentido en la mira de Moscú. En particular, por las semejanzas que existen con Ucrania y el temor de que también en su territorio el Kremlin adelante otra “guerra híbrida”, es decir, una incursión bélica no convencional. Como le dijo a SEMANA Martin Walker, quien fue corresponsal de The Guardian durante varios años en Moscú, “Rusia puede ejercer en la región del Báltico una enorme presión sin tener que emprender una invasión. Políticamente, a través de las minorías. Económicamente, por medio de ciberataques. Y psicológicamente, con ejercicios militares y discursos belicosos”.

La diferencia entre Ucrania y las repúblicas bálticas es que estas últimas hacen parte tanto de la Unión Europea como de la Otan. Y si en términos económicos y de desarrollo social la adhesión a la primera en 2004 ha marcado la diferencia con otras regiones que cayeron bajo la órbita de la Unión Soviética, en términos militares la pertenencia a la organización transatlántica representa una diferencia de marca mayor. Por un lado, el artículo quinto de esa entidad prevé que “un ataque armado contra uno o varios de sus miembros, ocurrido en Europa o en América del Norte, será considerado como un ataque dirigido contra todos”.

Pero, por el otro, también es cierto que la presencia de tropas occidentales tan cerca de sus fronteras –y en una región que estuvo bajo su órbita durante toda la Guerra Fría– es un motivo adicional de malestar para Moscú. Como le dijo a SEMANA Eoin Micheál McNamara, investigador del Instituto Letonio de Asuntos Internacionales, “Rusia nunca aceptó la ampliación de la Otan hacia el oriente tras el colapso de la Unión Soviética. En gran medida, Moscú ve el mundo en términos de esferas de influencia y cree que esa organización quiere seguir expandiéndose hacia el este. Además de la anexión de Crimea y de su respaldo a la guerra indirecta en el este de Ucrania, Rusia ya había intervenido en 2008 para evitar que Georgia se acercara a la Unión Europea y a la Otan”.

Sin embargo, los ejércitos y el material bélico que están desplegando la Otan y el Kremlin podrían no ser el factor decisivo en el frente que se está abriendo en Europa del Este. “Los rusohablantes saben que las sociedades de los países bálticos les pueden ofrecer un nivel de vida mucho más alto que el de otras regiones rusas”, dijo McNamara. “Y eso incluye salarios más altos, mejores derechos laborales, la posibilidad de viajar dentro de la Unión Europea, mejores servicios públicos, hospitales más modernos, una educación de calidad y una menor corrupción”. De hecho, Estonia, Letonia y Lituania tienen de lejos el mayor PIB per cápita de las exrepúblicas soviéticas y son hoy modelos de democracia, respeto por los derechos humanos y transparencia.

Cuando una sociedad conoce las ventajas de la democracia es difícil que esté dispuesta a bajar la cabeza ante los cantos de sirena del autoritarismo.