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ENTREVISTA

"Me fascinan las revoluciones institucionalizadas"

Jon Lee Anderson habló con SEMANA con ocasión de su nuevo libro, 'El dictador, los demonios y otras crónicas', que recoge sus reportajes sobre Latinoamérica.

28 de noviembre de 2009

Jon lee Anderson, el cronista estrella de The New Yorker, tiene un vínculo especial con América Latina. En los últimos años la agenda política de Estados Unidos lo ha llevado con frecuencia a otros rincones del planeta, como Afganistán e Irak, pero hizo su escuela en esta región que le apasiona. Inició su carrera en Perú, se fogueó en la Centroamérica de los 80, una región plagada por conflictos armados, y vivió varios años en Cuba, a principio de los 90, para escribir la biografía Che Guevara, una vida revolucionaria. En la última década, ha publicado perfiles de largo aliento de personajes como Augusto Pinochet, Fidel Castro, Hugo Chávez o Gabriel García Márquez. Son precisamente estos textos, junto a otros reportajes que abarcan la vida en las favelas de Río de Janeiro o la disputa en España por los restos del poeta Federico García Lorca, el material que reúne El dictador, los demonios y otras crónicas, una colección de sus trabajos sobre el mundo iberoamericano que se lanza los próximos días.

SEMANA: Usted es conocido como corresponsal de guerra, pero esta compilación reúne perfiles políticos. ¿El eje del libro es el poder?

Jon Lee Anderson: Nadie me cree, pero no me veo como corresponsal de guerra. Yo pasé un largo trecho sin ir a la guerra porque mi investigación sobre el Che Guevara me apartó unos cinco años de todo eso. Cuando volví al periodismo con The New Yorker acababa de terminar la biografía y seguía pensando y mirando el mundo como un biógrafo, interesado en aspectos del poder. Es decir, yo he pasado toda una carrera entre personas, o bien peleando para tomar el poder, o bien en el poder arrebatado por las armas. Me fascinan las sociedades que se han vuelto legítimas a pesar de haberse iniciado violentamente, con sangre. O las revoluciones institucionalizadas, como Cuba o Irán. Me interesa ver cómo es esa alquimia que hacen los hombres, las sociedades, para pulir lo que ha sido en un principio un hecho de sangre.

Por ejemplo, el Chile de Pinochet. Cuando yo llegué a Chile, se hablaba del milagro económico y muchos se lo atribuían. Y sin embargo, Pinochet era un asesino. Todo comenzó con esa carnicería en el estadio de Santiago, pero a través de los años había podido -para muchos- legitimarse. El subtexto de mi perfil es una exploración de la violencia dentro de la sociedad. Y es mi lupa personal en el periodismo.

Intento no olvidar los orígenes. Mi pieza sobre la tumba de Lorca me inspira más pasión que cualquier otra en el libro, porque he vivido en España, la quiero mucho, he criado a mis hijos ahí, pero tengo problemas con la forma en que los españoles han enterrado su historia. Y estoy convencido de que la negación del pasado tiene para la sociedad un resultado parecido a absorber un ADN tóxico. Lorca fue la víctima ejemplar del franquismo y la prueba máxima de que Franco fue un asesino, puro y simple. Mató al mejor intelectual que produjo su país en todo un siglo. Y es increíble que hasta hoy en día los españoles están impugnados por no desenterrarlo, por no reconocerlo.

SEMANA: Pero muchas veces se ve a España como ejemplo de un país que pudo superar una larga dictadura.

J.L.A.: Cierto, ¿pero a qué costo? Cuando termina el derramamiento de sangre, nadie lo quiere volver a mirar, queremos mirar al futuro, es un instinto humano. Y en España ese instinto de enterrar el pasado fue formalizado en la transición política, a través de su 'pacto de olvido'. Una vez restablecida la democracia española, por afinidad cultural y política, es el modelo de transición exportado a América Latina. ¿Qué tan bien ha funcionado? ¿Qué tal funcionó el 'punto finalismo' en Argentina? A mi juicio, para nada bien. Yo creo, al contrario, que hay que mirar las cosas de frente. Como en Sudáfrica, con su Comisión de Verdad y Reconciliación. A lo mejor tienes que perdonar asesinos para poder solventar e invertir en la paz futura, pero hay que saber lo que pasó. Los asesinos se tienen que confesar. Las víctimas tienen que tener el derecho de mirar a la cara de los asesinos y a veces escupirlos. Hay que ver un exorcismo o si no lo arrastras todo hacia el futuro. Para mí es obvio a estas alturas que el modelo español es un modelo viciado. La sociedad que no repara sus heridas está condenada a desangrarse y repetirlas.

SEMANA: Usted compara a Pinochet con Franco
 
J.L.A.: Son muy parecidos. El orden de figuras totalitarias de derecha del siglo XX comienza con Hitler, sigue Mussolini, Franco y Pinochet, el enano del grupo. Fue el único jefe de Estado en el funeral de Franco. Y básicamente emuló lo que había hecho. El primer golpe es de terror indiscriminado, que atomiza al enemigo. Luego son los campos de concentración secretos donde torturas y matas a la oposición de forma más selectiva. Al cabo de un tiempo tienes a la población neutralizada, empiezas a restablecer tus relaciones políticas y diplomáticas y los otros países comienzan a reabrir sus embajadas y eventualmente te califican como un jefe de Estado que fue un poco "radical" al principio, pero ya es más moderado. Por último, comienzas a reescribir la historia y los desaparecidos se convierten en traidores que pelean contra la patria, con la bandera del enemigo. Franco tenía varios enemigos que podía señalar: los masones, los comunistas, la Unión Soviética. Pinochet también. Y al final, Pinochet logró que los guerrilleros fueran considerados "terroristas" porque con su milagro económico, avalado por jefes de Estado como Margaret Thatcher, ya se presentaba como líder legitimo. Pinochet y Franco hicieron algo muy parecido, avalándose en una ideología que tenía su lógica en la Guerra Fría, en donde la Unión Soviética era el eje del mal. Pinochet mismo me dijo que -con su golpe contra Allende- se consideraba el hombre que había derribado el Muro de Berlín. Me dijo: "Yo removí el primer ladrillo".

SEMANA: Cuba termina siendo un tema recurrente en sus reportajes. ¿En qué han quedado las expectativas de cambio?

J.L.A.: No entro en el juego de las adivinanzas. Después de vivir en Cuba me di cuenta de que ese pueblo es capaz de cualquier cosa. Lo que sí queda claro es que la generación de Raúl y Fidel, los barbudos, los que pelearon la guerra revolucionaria, no está dispuesto todavía a confiar el destino del país y la negociación con Estados Unidos a la siguiente. En eso y lo demás, ellos quieren ser los que establecen las reglas para el futuro visible.

SEMANA: Chávez es otro personaje recurrente. ¿Cuál es su impresión después de haberlo seguido tan de cerca?

J.L.A.: Uno no puede ignorar que el ascenso de Chávez coincide con la entrada de George W. Bush a la Casa Blanca, y el inicio de una belicosidad por parte de Estados Unidos muy palpable por todo el mundo. Yo le pregunté sobre esto la última vez que lo vi y Chávez me dijo que su radicalización es a partir del golpe de 2002, el que Bush aparentemente avaló. Yo lo vi antes del golpe y más o menos adiviné que él iba a ser más radical de lo que la gente creía, pero sí, también creo que eso lo exacerbó. Las cosas pudieron haber sido diferentes.