MONCADA: NACE LA LEYENDA DE CASTRO
La semana pasada Cuba celebró los 30 años del asalto del cuartel Moncada. Los hechos de esa acción aún hoy asombran por su intrepidez
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Los santiagueros se despertaron ese 26 de julio con un ruido como de cohetes. Nadie, en realidad, le dio importancia al estrépito pues pensaron que eran los restos del carnaval del día anterior, un sábado bullicioso.
Pero cuando los ruidos continuaron, entendieron que eran tiros. Pensaron que soldados borrachos disparaban sus armas al aire. Sin embargo, los tiros continuaron y se hicieron más intensos. Hasta el tableteo regular de una ametralladora empezó a sentirse.
Un testigo, intrigado, subió entonces a la azotea de su casa para averiguar qué pasaba en realidad. Los tiros venían del Moncada.
Sólo a las ocho de la mañana, la población se enteró de lo que ocurría exactamente. Unos jóvenes revolucionarios, venidos de la provincia de Occidente asaltaban el cuartel Moncada, una fortaleza militar que simbolizaba en esa capital el temible poder de la dictadura de Batista. La balacera no cesaba. Se oían ahora explosiones de granadas. Pronto surgió el rumor de que había ya numerosos muertos de ambas partes. De pronto, a eso de las 8:30, los tiros amainaron, para luego cesar del todo. Sin embargo, la ciudad no se repuso. Al mediodía las calles de Santiago estaban desiertas.
La acción que acababa de tener lugar, aunque había terminado en un fracaso, sería para Cuba de una trascendencia enorme, que nadie pudo calcular --exceptuando quizás a sus realizadores-- en ese momento. La intención de los rebeldes había sido la de apoderarse de esa fortaleza y repartir las armas a la población, para que ésta pudiera sumarse a la lucha contra la dictadura.
SIBONEY
Todo comenzó en Siboney, un poblado veraniego a quince minutos de Santiago de Cuba, lugar que había sido escogido por los dirigentes del asalto, para preparar los últimos detalles previos a la acción. Sin embargo los trabajos íniciales habían tenido lugar varios meses atrás, y al otro extremo del país, en La Habana, donde un joven abogado, Fidel Castro, venía organizando un grupo político clandestino radicalmente opuesto a la dictadura de Fulgencio Batista, instaurada el 10 de marzo de 1952. Poco después del golpe a Batista, Castro se había hecho popular al entablar ante la Corte Suprema de Justicia una demanda --a la postre rechazada- que pedía declarar inconstitucional el golpe militar. Ante el fracaso legal, Castro decidió que no quedaba sino un camino: la revolución. Reunió un grupo con el que empezó a discutir la situación política y a juntar armas y municiones.
Poco antes del 26 de julio, el grupo alquiló una finca en Siboney, bajo la excusa de que se instalaría allí un negocio de pollos. En realidad, esa casa haría de cuartel general del asalto.
El segundo de Fidel era Abel Santamaría, quien fuera llamado por Castro días después "el más generoso, querido e intrépido de nuestros jóvenes cubanos".
En la finca, los rebeldes depositaron ropas, armas y municiones para el asalto. Las armas, adquiridas casi todas en armerías de La Habana, habían sido transportadas a Santiaga por tren, en cajas con este letrero: "Alimento para aves".
Los primeros combatientes en llegar a Siboney lo hicieron el mismo 25 de julio. La mayoría habían atravesado el país en autos, otros en tren. Nadie sabía qué acción iban a ejecutar, ni la preguntaban; sin embargo, cuando llegaron a esa granja, según contaron después, presintieron que estaban ante una acción de importancia.
En total llegaron a la granja 165. 135 atacarían el Moncada y 30 el cuartel de Bayamo. Las dos únicas mujeres que estaban allí eran Melba Hernández y Haydee Santamaría, ésta última hermana de Abel.
UN TIRO EN MEDIO DE LA NOCHE
Los asaltantes irían vestidos con uniformes del Ejército. Habían comprado las telas para dichos trajes en el mismo cuartel de San Ambrosio, a través de un miembro del grupo de Fidel adscrito al Ejército. Los uniformes fueron cosidos por la madre y amigos de Melba Hernández, en La Habana.
El 25, en la noche, los uniformes fueron sacados de un pozo de la granja, húmedos y arrugados como estaban. Haydee y Melba los plancharon.
Después todos se vistieron y Fidel les repartió las armas: viejos rifles 22, escopetas calibre 12 y pistolas. Cuando terminó esa operación sucedió algo que los llenó de terror: a uno de ellos se le escapó un tiro al aire. Pasaron unos minutos angustiosos. Pensaban que el tiro había atraído la atención de alguien. Pero no fue así. Estaban a salvo, por ahora.
Ya en la madrugada, antes de partir para el Moncada, Fidel los arengó, les pasó revista y le dio las ultimas órdenes para el asalto. A Abel Santamaría le encomendó ocupar el hospital civil Saturnino Lora, ubicado al frente de una de las entradas del cuartel. Raúl Castro, su hermano, debería tomarse el palacio de Justicia, cercano también al Moncada.
Santamaría se resistió a ir a aquel sitio y se lo dijo a Fidel, quien le respondió severamente: "Tú tienes que ir al hospital civil, Abel, porque yo te lo ordeno y tenemos que ser disciplinados. Tú irás al hospital porque yo soy el jefe y como tal debo ir alfrente de los hombres, tú eres el segundo, yo posiblemente no regrese con vida".
A Santamaría esa razón no le valió y contestó: "Precisamente, Fidel, porque eres el jefe, debes cuidarte; no vamos a hacer como hizo Martí, inmolarte cuando más falta vas a hacer a todos nosotros y a la patria".
Pero Castro insistió: puso las manos sobre los hombros de su compañero y le dijo persuasivo: "Yo voy al cuartel y tú vas al hospital, porque tú eres el alma de este movimiento, compañero inteligente, abnegado y valiente, y si yo muero tú me reemplazarás".
Y salieron. Eran las 5 y 10 de la madrugada.
Habían acordado previamente no repartir cargos ni galones a nadie. Había que ganárselos en la lucha. Partieron, pues, en varios autos. El primero entró en el cuartel sin dificultad a las 5 y 30. Renato Gitart, uno de los hombres de mayor confianza de Fidel, había sorprendido al guardia de la posta tres gritándole: "¡Abran paso al general!". En segundos los dos soldados estaban desarmados, pero un sargento, reponiéndose de la sorpresa, intentó tocar un timbre de alarma. Los asaltantes le advirtieron que no lo hiciera y él insistió. Lo ultimaron entonces de un balazo. Aún herido, el sargento logra activar el timbre y alertar a todo el cuartel. El combate había comenzado prematuramente. Por otra parte, la mitad de las fuerzas rebeldes, y las mejor armadas, por un error se extraviaron en la ciudad, que no conocían, y no pudieron entrar en combate. Sin embargo, Gitart y sus compañeros logran subir la escalera y adentrarse unos pasos, siendo interceptados cerca de la planta de radio.
Fidel, ya en la propia planta del cuartel, se bate fieramente y da órdenes de avanzar a los que habían quedado en la calle, parapetados tras sus carros. Los soldados responden al ataque rebelde con intenso fuego. Pedro Miret, uno de los del Moncada, relataría después esos momentos: "Ellos nos disparaban y nosotros les respondíamos con nuestras armas, mientras tuvimos algún parque con que hacerlo; un grupo nos encontrábamos a dos metros de la entrada dé la posta, pegadas nuestras espaldas a la pared, nos movíamos para disparar hacia adentro del campamento y para la parte alta desde donde nos atacaban con una o más ametralladoras; en esa posición luchaba Fidel; así nos mantuvimos como por espacio de dos horas o más.
Algunos de los guerrilleros, creyendo que eran instalaciones del cuartel, entraron a casas aledañas . Raúl Castro y su grupo de 10 hombres habían tomado ya el Palacio de Justicia y Abel Santamaría, junto con su hermana Haydee, Melba Hernández y 19 compañeros más habían ocupado el hospital civil.
EL REPLIEGUE
Pero el asalto no tenía futuro. La premura con que comenzaron los disparos, el revés de los extraviados, el no haber podido penetrar hasta los puntos claves del cuartel, impidió que los rebeldes conservaran la iniciativa. Además, el objetivo del asalto, tomarse el arsenal del cuartel, no pudo hacerse, pues el lugar que creían contenía las armas resultó ser sólo una barbería. Renato Gitart había sido de los primeros en caer, tras resistir todo lo que pudo en la barbería, con José Luis Tasende. Además, el parque comenzaba a agotarse dramáticamente. Fidel, dándóse cuenta de que estaban perdidos, da la orden de retirarse en orden. Indica que hay que volver a la casa de Siboney para de allí internarse en la Sierra Maestra. El mismo se repliega cuando sus compañeros pueden salir del edificio.
Ramiro Valdés, otro asaltante, que había logrado penetrar a una de las barracas del cuartel en compañía de otros rebeldes, logra escapar y llegar hasta su auto, el que tiene las ruedas desinfladas por los tiros. Sin embargo, él y otros de sus compañeros, ponen en marcha el auto y se van dando tumbos por la calle. La confusión es grande.
Por poco uno de los rebeldes le dispara a un compañero creyéndolo soldado batistiano. Severino Rusell, otro "moncadista " cuenta cómo el dramático repliegue no estuvo exento de momentos cómicos. "Cuando ya habíamos ganado la avenida Garzón, cogimos el rumbo de Siboney. En un semáforo de esta avenida y la de Céspedes, tuvimos que parar porque nos pusieron la luz roja. En esos momentos se subió al capó de la máquina un individuo que estaba borracho. Nos desmontamos y lo conminamos a que se desmontara, pero no quería. Le dijimos quiénes éramos y entonces menos quería bajar, decía que se iba con nosotros. Hubo que bajarlo, y continuamos la marcha".
Pero Abel y su grupo no corrieron con tanta suerte. El fue capturado tras luchar hasta la última bala. El mensajero que traía la orden de Fidel de replegarse fue interceptado. Pero ellos dándose cuenta que el asalto había fracasado, y ya sin poder salir, optaron por disfrazarse de enfermos y acostarse en las camas para no ser descubiertos. Un médico y las enfermeras les cooperaron. Haydee Santamaría cuenta lo que pasó luego: "Abel fue para la sala de enfermos de la vista... yo le vendé un ojo, como si estuviera operado. Cuando los soldados entraron por primera vez no se dieron cuenta, pero regresaron de nuevo y entonces los descubrieron a todos; supimos después de alguien que nos delató. Cuando pasaron con Abel detenido, cerca de mí, oí que dijeron: 'Si te faltaba el ojo de mentirita, ahora te falta de verdad '. Abel tenía el rostro manchado de sangre...
EL SUSURRO DE SARRIA
A las 9 de esa noche, Abel Santamaría era fusilado en el Moncada. Igual suerte corrieron sus demás compañeros. A Melba Hernández y a Haydee las detuvieron y fueron torturadas. El doctor Muñoz, quien había ayudado al grupo, fue asesinado por los soldados por la espalda ese mismo día.
Los que llegaron a Siboney fueron 45 hombres, incluido Fidel. Unos pocos lograron refugiarse en casas de Santiago. Batista había decretado el Estado de Sitio y sus sabuesos detenían a cientos de sospechosos, buscando desesperadamente a los rebeldes. El coronel Martín Díaz Tamayo había llegado a la ciudad con órdenes de Batista y Tabernilla de dejar sin vida a ningún prisionero del Moncada. Había la orden de no capturar con vida a Fidel.
La forma como logró salvarse Castro de esa situación fue --como mucho de lo que pasó ese día-- sorprendente. Castro se había internado con 18 de sus hombres en los montes cercanos a El Caney, al norte de Santiago. Vagando durante días, ya sin municiones, con sólo tres de sus combatientes, desfalleciendo de hambre y sed, Fidel y sus compañeros son hallados finalmente por una patrulla de soldados, al mando del teniente Pedro Sarria, el único en esa escuadra que conocía a Castro, por haber estudiado con él en la Universidad de La Habana.
"No diga su nombre", le susurró inesperadamente Sarria a Fidel, cuando lo registraba, "pues su vida está en peligro". Y dio la orden a sus hombres de conducir a los prisioneros a una cárcel civil y no al tenebroso Moncada, en medio de la sorpresa de sus subordinados. Días después Sarria fue destituido por esa acción que salvó la vida del líder rebelde.
El hermano de Fidel, Raúl, fue capturado más tarde cuando huía ya sin uniforme por la vía férrea de San Luis. Salvó su vida dando un nombre diferente al suyo. Pero después en la cárcel donde estaba su hermano, y ante periodistas y un juez civil, reveló su verdadera identidad.
La acción del Moncada, en sí misma, fue una aventura total, un revés táctico para sus autores. Años después, en 1975, Fidel Castro diría que una victoria en 1953 "habría sido tal vez demasiado temprana" para ellos, dada la situación mundial en ese momento. Sin embargo, los protagonistas de esa experiencia trágica lograron sus objetivos --extraño azar del tiempo-- cinco años, cinco meses y cinco días después del asalto del Moncada.