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QUE SE VAYAN ELLOS

A pesar de que el pueblo y el Presidente argentinos rechazaron la rebelión militar quedan dudas sobre lo que se negoció.

25 de mayo de 1987

La peor crisis de la democracia argentina -que había mantenido al país entero en vilo durante cien horas- estaba llegando a su punto culminante. Trescientas mil personas agolpadas en Plaza de Mayo aguardaban a que su presidente, Raúl Alfonsín, regresara con la solución, como les había prometido.
"Dentro de unos minutos saldré personalmente a Campo de Mayo para intimar la rendición de los sediciosos", les había dicho Alfonsín desde el balcón de la Casa Rosada, en uno de los más espectaculares gestos de su carrera política. "Les pido a todos que esperen acá y si Dios quiere, dentro de un rato volveré con las soluciones".
De pronto, apareció el helicóptero militar en el cielo. Un resonante murmullo se levantó desde la plaza. Momentos después aterrizó detrás de la Casa Rosada y bajó Alfonsín. Parecía una escena sacada de la mejor película de acción. Otra vez desde el balcón el líder argentino tranquilizó a sus compatriotas: "Los amotinados depusieron su actitud. La casa está en orden ".
La gente aplaudía, saltaba, gritaba "Raúl querido el pueblo está contigo". Y luego, el Himno Nacional que terminó por hacer llorar hasta a los más compuestos.
Todo había comenzado el miércoles santo en la ciudad de Córdoba, 600 kilómetros al norte de Buenos Aires. El entonces mayor retirado del Ejército (ahora dado de baja), Ernesto Barreiro, citado por la justicia civil por crímenes cometidos durante la lucha contra la guerrilla se negó a presentarse y se acuarteló junto con más de cien oficiales y soldados que se solidarizaron con su protesta.
Los amotinados pedían amnistía para los acusados de violaciones a los derechos humanos. Lo más grave del alzamiento no era solo que intentaba ponerle una mordaza a la justicia por la fuerza, sino que representaba el sentir de la mayoría de los cuadros medios de Ejército y Marina, disconformes con sus superiores que, según ellos, "los haóían traicionado" permitiendo que se los juzgara por una lucha reivindicada por todas las FFAA.
Precisamente por el peligro que este acto representaba, es quizás por lo que se puede entender la reacción de la sociedad civil. Como jamás antes en la larga historia de asonadas militares en Argentina, los ciudadanos en masa exigieron la rendicion incondicional de los alzados en armas. Partidos políticos, organizaciones de derechos humanos, estudiantes, sindicalistas, empresarios, agricultores, religiosos y artistas se volcaron a las puertas del Congreso en defensa de la democracia.
"Se terminó el tiempo de los golpes", dijo el presidente Alfonsín en el Congreso, "pero también el de las presiones, los pronunciamientos y los planteos. La democracia de los argentinos no se negocia".
La respuesta mancomunada de gobierno y oposición, de empresa y trabajo, forzó a los amotinados a rendirse. Barreiro huyó. No obstante, demostrando que no solo era problema de unos cuantos, la rebelión se extendió a Campo de Mayo, la gran base militar en las afueras de la capital. Allí, el teniente coronel Aldo Rico y otros 50 hombres -por cierto, ninguno acusado de violar los derechos humanos, y en cambio sí, considerados héroes en la guerra de las Malvinas- se encerraron en una escuela de infantería: las caras pintadas de negro, traje de combate y fusiles en mano. Decian no estar en contra del orden institucional y pedían el relevo del jefe del Estado Mayor del Ejército, general Héctor Ríos, y alguna solución política para desterrar de una vez por todas las secuelas de la guerra sucia.
Rico y sus subordinados no lograron amedrentar a la población. La movilización continuó en todo el país durante todo el viernes, el sábado y el domingo. El Presidente, de acuerdo con los analistas, desempeñó un papel fundamental en esta crisis como garante del sistema democrático, semejante al que tuvo el rey Juan Carlos cuando "el tejerazo" amenazó con interrumpir la democracia española. Aunque la figura presidencial sirvió como aglutinante de todas las tendencias políticas, Alfonsín, como comandante en jefe de las tres armas, no pudo lograr juntar un grupo de soldados dispuestos a reprimir la rebelión. El comandante del 11 cuerpo del Ejército accedió a rodear la escuela donde se apertrecharon los amotinados pero, según varias fuentes consultadas por SEMANA, dio a entender que no daría la orden de fuego contra ellos. Tácitamente los cuadros medios de todo el Ejército argentino estaban de acuerdo con los rebeldes.
Finalmente, cuando varios legisladores habían tratado infructuosamente de convencer a los insurrectos que se dieran por vencidos, las gestiones del ministro de Defensa fracasaban y cientos de miles de personas, tanto en la Plaza de Mayo como en Campo de Mayo parecían estar dispuestos a todo -"si se atreven, si se atreven, les quemamos los cuarteles", gritaban a viva voz-. "Super Alfonsín", como lo llamó un cronista, resolvió exigir la rendición en persona. Fue una medida extrema y según los que lo rodeaban, muy peligrosa. Más de uno recordó el secuestro del Presidente ecuatoriano. De ahí, el respiro general en la plaza cuando los argentinos vieron llegar a un presidente triunfante.
Pero una vez asentados los ánimos, y dominada la insurrección, comenzó a surgir un gran interrogante: ¿había negociado el Presidente con los rebeldes? Estos últimos se jactaron públicamente de haber logrado su cometido. Comenzaron a correr rumores que aseguraban que el rápido pase a retiro de Ríos y el hecho de que Alfonsín tildara a Rico y sus hombres de "sediciosos", antes de hablar con ellos y de "amotinados y héroes de Malvinas", después, eran pruebas de que se les dio a los rebeldes lo que querían para poder superar la crisis.
También se dijo que si no se reglamentaba una amnistía, al menos se expandiría el concepto de obediencia debida para que gran parte de los mandos medios quedaran protegidos por este, y por tanto no se les podría responsabilizar de los hechos.
No obstante, Alfonsín mismo reunió a los jefes castrenses y, en transmisión a todo el país, negó haber negociado y relató lo dialogado con Rico.
"Le expresé mi fastidio", dijo el Presidente haber dicho a Rico, "porque en estos días (ya) estábamos normando la concreción de la división de la responsabilidad a través del principio de obediencia debida y que sería una enorme dificultad que consideraran que esto apareciera como producto de una presión, que no estaba, desde luego, dispuesto a tolerar".
En efecto, desde su campaña presidencial, Alfonsín había insistido en diferenciar tres niveles de responsabilidad para juzgar las aberraciones cometidas durante la represión: los que dieron las órdenes, los que obedecieron y los que agregaron barbaridades por cuenta propia. En este esquema solo se acusaría a los primeros y a los últimos, excluyendo así a gran parte de la oficialidad.
En un principio, el gobierno democrático intentó que fueran los mismos militares los que "limpiaran su casa y los juicios se enviaron primero a Consejo Supremo de las FFAA. Pero esta política fracasó y lo único que se logró fue demoras y entorpecimiento de las causas. De acuerdo con la ley promulgada por esta administración, las causas comenzaron a pasar a la justicia civil. Esta se movía con lentitud y el Congreso, intranquilo por los resquemores que estaban causando las continuas citaciones entre el grueso de los uniformados, y convencido de la necesidad de dejar el tema de la guerra sucia atrás, dictó una ley que puso el 22 de febrero pasado como fecha tope para citar a los acusados.
En lugar de apaciguar las caldeadas aguas en los cuarteles, la llamada ley de punto final desató una gran actividad por parte de una justicia que necesariamente se sintió obligada a correr contra el tiempo. Se esperaba entre los jefes militares que con el punto final solo comparecerían unos 100 oficiales a las cortes, además de los diez que ya habían sido condenados. Pero fueron más de 400 los acusados que tendrían que presentarse a la justicia. Era de esperarse entonces, que oficiales del Ejército y Marina -las armas que tienen más involucrados en los juicios- se resistieran a como diera lugar.
Aun antes de la crisis de Semana Santa, el gobierno ya estaba buscando la manera de limitar el número de acusados y la única salida parece ser la de esperar una amplia definición de la obediencia debida por parte de la Corte Suprema, que ahora estudia, por apelación de la defensa, el fallo contra el general Camps y algunos de sus subalternos.


Por otro lado, otro de los hechos que motivó la crisis militar -y que los rebeldes querían contabilizar como prueba de su triunfo- fue el pase a retiro de Ríos y de otros 14 generales más. El gobierno llevó a cabo esta profunda reestructuración del Ejército en tan solo tres días. No se puede decir sin embargo que esta fue solo producto de una supuesta negociación, ya que el nombramiento del nuevo jefe del Estado Mayor, José S. Caridi, produjo intentos de levantamiento en Salta y Tucumán a principio de la semana.
Es muy difícil saber, en definitiva, hasta qué punto los pasos que ha tomado el gobierno son producto de la negociación. Observadores coinciden en que si bien las decisiones que se tomen no van a desconocer la profunda desarticulación del Ejército, tampoco es probable que sean producto directo de un "trato" con los rebeldes. Más aún el respaldo que dieron todos los sectores al Presidente mostró a los militares que su último recurso, el golpe de Estado, era imposible. En este sentido los amotinados no han podido escoger peor momento pára chantajear al gobierno. Este atraviesa, paradójieamente, uno de los momentos más sólidos de, su corta trayectoria. Hace menos de un mes logró acordar una acción conjunta en el terreno económico y social con un poderoso sector del sindicalismo. Este pacto se materializó con el nombramiento de un dirigente peronista de la Central General de Trabajadores como ministro de Trabajo.. En otro terreno, el equipo económico acaba de suscribir un beneficioso acuerdo con los bancos acreedores por gran parte de la deuda externa. Como si esto fuera poco, la visita del Papa que terminó antes de la Semana Santa había acercado a Iglesia y democracia más que nunca.
Las presiones militares de todos modos se han hecho sentir en la sociedad. Para dar un respiro después de la grave crisis y dar tiempo a la nueva jefatura militar a poner orden en sus cuarteles, la Corte Suprema de Justicia ha pedido la causa sobre los delitos en la patética Escuela de Mecánica de la Armada que estaba por comenzar la producción de la prueba, demorándola. También ha pedido informes sobre las demás causas, de hecho, suspendiéndolas por varios días y ha decidido la prescripción de uno de los casos más graves de delitos de lesa humanidad en el campo de concentración La Perla, contra el genéral Menéndez.
Sectores de derecha se han hecho eco de las presiones militares y ya han presentado cuatro proyectos de amnistía en el Congréso.
Aunque es imposible que el gobierno llegue a apoyar una ley de amnistía irrestricta en el corto plazo, es bien posible que intente a través de algún otro recurso legal cerrar este capítulo que tanto incomada a las FFAA y por ende amenaza al propio sistema -si es que la Corte no se muestra beningna en su interpretación de obediencia debida.
Ahora lo que está por verse, es si la crisis castrense en Argentina se va a solucionar con la suspensión de los juicios. No hace mucho, un prestigioso defensor de los derechos humanos, entrevistado por SEMANA, se preguntaba si la permanente concesión de la democracia a la presión militar no terminará poniendo a los uniformados de nuevo en un lugar privilegiado, dando al traste con uno de los pilares de cualquier sociedad democrática: la subordinación de los soldados -como cualquier otro ciudadano- al poder político y a la ley. El creía que sí.

María Teresa Ronderos, corresponsal de SEMANA en Buenos Aires.