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¿Quién es el jefe?

Los peruanos descubren que el poder de Fujimori tiene límites.

14 de junio de 1993


DESDE FINALES DE ABRIL, el presidente peruano Alberto Fujimori camina sobre brasas calientes. Su calvario comenzó cuando el comandante del Ejército, general Nicolás de Bari Hermoza, fue citado al Congreso para responder por la muerte -en junio de 1992- de nueve estudiantes y un profesor de la Universidad de La Cantuta, atribuídas a un escuadrón de la muerte. El militar no solo se negó a responder las preguntas de los congresistas, sino que acusó a estos de ser cómplices de la subversión. Para que no quedaran dudas sobre sus advertencias, los militares pasearon varios tanques por las calles de Lima.
Ese día quedaron en evidencia los límites del poder de Fujimori. Desde cuando el presidente cerró el Congreso anterior en abril del año pasado, su independencia del estamento militar quedó cancelada. Ningún gobierno de América Latina está completamente exento de ese defecto de la democracia criolla, pero en el caso del Perú, el origen mismo del poder de Fujimori se convirtió en un factor en su contra.
Como si eso fuera poco, el tema de los derechos humanos pareció salirse de control con las acusaciones hechas por el general Rodolfo Robles, quien terminó asilado en Argentina. El asunto quedó en sainete, pues Robles -quien fue acusado de golpista- no pudo explicar la tardanza de un año para hacer sus denuncias sobre las muertes de La Cantuta, ni el haber firmado el 21 se abril pasado una declaración de apoyo a Hermoza. Todo se redujo al final a un problema de celos entre generales, pero provocó un revuelo de pésima presentación para Fujimori.
Al mismo tiempo, en Estados Unidos se publicaron denuncias sobre la violación rutinaria de mujeres por parte de soldados en las áreas guerrilleras. Según el informe de Americas Watch, "a pesar de la amplitud del problema, no se sabe que ningún militar haya sido castigado ni investigado". Ni una carta de protesta firmada por 23 senadores norteamericanos, ni la intención declarada por Fujimori de detener esa práctica, lograron acción alguna en ese sentido.
Tanto el asunto de los estudiantes como el de las violaciones tienen una cosa en común: la convicción de los militares de que la suya es una tarea mesiánica para salvar al país de la subversión y el caos, y de que cualquier interferencia es un obstáculo para sus fines. En este caso, el racionamiento militar comienza por sostener que todo el mundo acepta que los muertos de La Cantuta eran miembros de Sendero Luminoso, y que la violación es parte de la compensación por las penalidades de la campaña. El resto se limita a sostener que guerra es guerra.
Fujimori, privado por primera vez de su presencia de ánimo, parece querer complacer a todos. No se espera que despida a los militares ni que los castigue, pero debe demostrar que su compromiso con los derechos humanos es real, porque de ello depende buena parte de la ayuda económica que requiere el Perú. Pero en medio de sus malabarismos, su base de poder -su enorme popularidad- podría afectarse sin remedio. Al fin y al cabo, no hay nada más risible que un tigre al que se acaba de descubrir que tiene dientes prestados. -