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Un decreto de Berlusconi soltó a 164 presos de las 'Manos limpias', y puso en peligro la supervivencia de su gobierno.

22 de agosto de 1994

Exceso de buena fe jurídica o motivaciones oscuras fue la disyuntiva que se les presentó a los italianos cuando supieron que su flamante primer ministro, el magnate Silvio Berlusconi, había dictado, con el pretexto de reglamentar la lucha anticorrupción, un decreto-ley que suprimió la prisión preventiva para los acusados de corrupción que están a la espera de juicio. Eso no habría sido tan grave si en pocos días no hubieran salido de la cárcel 164 implicados, algo que la opinión pública no podía creer.
El hecho creó una tormenta político-jurídica que puede haber echado por el suelo la credibilidad del millonario convertido en político. Para entender la dimensión del escándalo hay que tener en cuenta que desde que comenzó el destape de la corrupción, en 1991, se inició un remezón histórico en la clase política italiana, afectada en todos los niveles. Políticos como Giulio Andreotti o Bettino Craxi vieron terminar sus carreras, acusados de tener mayor o menor grado de conexión con el mal uso de los fondos públicos, y sus partidos tradicionales, el Demócrata Cristiano y el Socialista, que dominaron durante toda la posguerra la escena política, perdieron toda opción de volver a ser alternativas de poder.
Desde que comenzó la llamada operación 'Mani Pulite' o 'Manos Limpias', en febrero de 1992, un grupo de jueces investigó a más de 6.000 dirigentes políticos, empresarios y responsables de organismos públicos. De ahí que fueran esos magistrados los más indignados con la medida. De hecho, inmediatamente después de firmado el decreto, los cuatro jueces renunciaron en pleno, encabezados por el que se ha convertido en símbolo de la lucha contra la corrupción, Antonio Di Pietro.
La crisis adquirió forma cuando el ministro del Interior, Roberto Maroni, quien pertenece a la Liga Norte, uno de los partidos de la coalición gobernante, salió a decir que había firmado el decreto por engaño, porque según él, el gobierno le había asegurado que "no sería para poner en libertad a De Lorenzo y compañía".
Maroni se refería a uno de los personajes más odiados por los italianos, el ex ministro de Salud, Francesco de Lorenzo, quien cobró sumas millonarias a los laboratorios farmacéuticos a cambio de permitirles subir el precio de las drogas. La salida de De Lorenzo se había convertido en el hecho que rebosó la copa de los italianos, que enviaron miles de telegramas y fax para protestar.
Al promediar la semana, la medida era claramente insostenible. Maroni puso en duda la autoridad de Berlusconi al negarse a retractarse o renunciar, como se lo exigía el primer ministro. La Forza Italia de Berlusconi se quedó sin apoyo en el gobierno, porque la otra fuerza importante de la coalición, la neofascista Alianza Nacional, también rechazó la medida. Lo que se avecinaba era una crísis que podría llevar a la reuncia del primer ministro, que asumio en mayo.
Berlusconi no tuvo más remedio que retirar el decreto, y, muy a su estilo de supercomunicador, se declaró "un héroe en el buen sentido de la tolerancia y de la paciencia". Pero su figura había quedado seriamente dañada.
Hoy muchos italianos recuerdan que el primer ministro se trenzó en una verdadera guerra de palabras con la operación 'Manos Limpias' desde antes de las elecciones parlamentarias de marzo. En esa época, Berlusconi se quejaba de persecución, porque los jueces pedían la detención de seis ejecutivos de Fininvest, la casa matriz de su imperio, y habían allanado la sede de Publitalia, la empresa que dirige la publicidad de sus tres cadenas de televisión.
Por eso hay quienes piensan en una retaliación contra la magistratura que, por otra parte, tiene en su seno a muchos jueces declaradamente de izquierda. Pero al primer ministro le salió, por lo visto, el tiro por la culata, porque esta fue una batalla perdida. Lo malo es que en una guerra entre dos ramas del poder público, la sociedad es la única que sufre.