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ORIENTE MEDIO

¿Se acaba Irak?

El caos que vive Oriente Medio tiene a Irak al borde de la desaparición. Mientras las elites se pelean por el poder, Estado Islámico avanza hacia formar un califato que borraría las fronteras heredadas de la Primera Guerra Mundial.

16 de agosto de 2014

Durante las últimas semanas, decenas de miles de iraquíes llegaron como pudieron a los áridos montes Sinjar, una larga serranía situada a 20 kilómetros de la frontera con Siria. Días atrás, habían dejado no solo sus hogares y trabajos, sino también a centenares de familiares y amigos asesinados o secuestrados por los terroristas sunitas del grupo Estado Islámico (antiguo Isis). Su ‘delito’ era pertenecer a la minoría religiosa de los yazidi, que no es ni musulmana ni cristiana, por lo que, a los ojos de sus perseguidores, son apóstatas y por lo tanto dignos de la muerte. Solo los aviones estadounidenses impidieron, con su bombardeo del domingo pasado, que los terroristas alcanzaran el objetivo de eliminarlos.

Se trata de uno de los pocos reveses que Estado Islámico ha encajado hasta la fecha, pues desde que tomaron la ciudad de Faluya a principios de enero, ese grupo ha conquistado una enorme porción del territorio iraquí, incluyendo varias de sus principales ciudades. Además, se ha apropiado de instalaciones clave de la infraestructura nacional, como la refinería de Baiji y la presa de Mosul, de la que depende el suministro de agua de una gran parte del país.

Ese avance representa un éxito territorial y político sin precedentes en la historia del yihadismo, en cuyo aspecto internacional han insistido los terroristas de Estado Islámico al borrar algunos tramos del talud que marca la línea fronteriza entre Irak y Siria, construido por las potencias coloniales europeas hace casi 100 años. “No reconocemos ni reconoceremos esa frontera. Si Dios quiere, esta no será la última que rompamos: vamos a acabar con todas”, dice un yihadista en el documental El final de Sykes-Picot.

Esa película, producida por los terroristas, se refiere a que al terminar la Primera Guerra Mundial, las potencias vencedoras repartieron a su antojo el derrotado imperio otomano, lo que dio lugar al nacimiento de Irak, Siria, Jordania y Líbano. Esos países serían el objetivo inicial del líder de Estado Islámico, Abu Bakr al Baghdadi para construir su califato, una forma de gobierno radical que no reconoce Estado alguno, ni siquiera los musulmanes que aplican la sharia (la Ley islámica), como Irán, Arabia Saudita o Mauritania, considerados creaciones de Occidente. En concreto, el autodenominado califa no reconoce fronteras nacionales ni ningún documento civil, sino solo aquellos que emanen del Corán o de los dichos del profeta Mahoma. Además, el régimen que Al Baghdadi y sus secuaces quieren formar pretende gobernar a todos los musulmanes sunitas del mundo, estén donde estén, y no acepta a los creyentes de otras religiones o a los musulmanes de otras sectas. A estos solo les queda convertirse, huir o morir.


Desgobierno en Bagdad

Y si la semana pasada la situación militar era crítica en el norte de Irak, en Bagdad amenazaba el caos político. En efecto, en medio de la debacle, las miradas se centraron en el primer ministro Nuri al Maliki, a quienes tanto Estados Unidos como Irán (en una curiosa unanimidad) consideran el causante inmediato de los problemas, pues lejos de crear un gobierno de unidad nacional, excluyó del mismo y arrinconó a los sunitas. Eso habría provocado el crecimiento de los movimientos extremistas, alimentados tanto por efectivos ultrarradicales de Al Qaeda, como por antiguos militantes del Partido Baath, del derrocado Saddam Hussein.

Por eso el presidente, el kurdo Fuad Masum, nombró el lunes jefe de gobierno al hasta entonces vicepresidente del Parlamento, el chiita Haider al Abadi, y le encargó formar un gobierno multiconfesional. Inicialmente Maliki intentó mantenerse en el poder a como diera lugar, lo que hizo temer por el estallido de un nuevo foco de violencia, pero el jueves aceptó dimitir, ante la presión conjunta de Washington y Teherán.



Más allá de un Estado fallido

Sin embargo, la salida de Maliki podría ser un remedio tardío e insuficiente, pues el daño ya está hecho. El Irak actual no solo corresponde punto por punto a la definición de un Estado fallido, sino que parece incluso haber llegado a un punto de no retorno. Aunque el régimen de Saddam Hussein se caracterizó por sus persecuciones políticas y por sus excesos militares, su gobierno secular luce hoy como una etapa de estabilidad, durante la cual por lo menos se garantizaban los servicios, la violencia homicida no era la norma, las mujeres tenían derechos y se educaban libremente y la explosiva situación interna del país no constituía una amenaza para la región y el resto del mundo.

Hoy, a pesar de lo que afirman con cinismo algunos congresistas republicanos, cada vez es más claro que George W. Bush desató este caos en 2003 al invadir Irak con pretextos mentirosos en medio de su ‘guerra contra el terrorismo’. Según la Casa Blanca de entonces, Hussein protegía a los miembros de Al Qaeda y era cómplice del ataque del 9-11 y contaba con armas de destrucción masiva, con las que supuestamente podría atacar Europa o Estados Unidos. Aunque se comprobó que todo era falso, ni la ONU ni la comunidad internacional pudieron impedir que Bush lanzara sus tropas en una guerra preventiva (explícitamente prohibida por el derecho internacional) y abriera semejante caja de Pandora.

Además, aparte de invadir el país y de derrocar a Hussein, Bush no tenía una estrategia clara de reconstrucción y tomó decisiones equivocadas, que hoy han hecho colapsar a Irak. El más grave de sus errores fue creer, con simplismo increíble, que derrocados Hussein y sus seguidores baathistas, mayoritariamente sunitas, Irak se convertiría en el faro de la democracia en la región. Y la solución pasó por desmantelar al Estado y, lo que es peor, liquidar al Ejército, la Policía, por lo que, de la noche a la mañana, quedaron en la calle los 400.000 efectivos de los organismos de seguridad iraquíes. Todos ellos miembros potenciales de la rebelión actual.

En los años de la reestructuración del país, Bush favoreció exclusivamente el ascenso de líderes chiitas, como el mismo Maliki, quien desde que asumió en 2006 como primer ministro impidió la participación de los sunitas en ese periodo de transición. Además, neutralizó a todos los políticos sunitas moderados que hoy podrían ser interlocutores válidos, como el vicepresidente de Irak, Tarek al Ashimi, condenado a muerte en 2012, o el diputado Ahmed al Alwani, encarcelado a finales del año pasado. Como le dijo a SEMANA Yezid Sayigh, investigador sénior del programa para Oriente Medio del Fondo Carnegie, “tras la invasión, Estados Unidos desarrolló las nuevas instituciones gubernamentales basándose en una lógica sectaria, que solo favoreció a aquellos que la usaron para ganar poder a expensas de sus rivales políticos”.

Hoy, la administración de Barack Obama se encuentra ante una compleja disyuntiva, pues implicarse más en Irak significaría traicionar la política de no intervención que desde hace meses ha preconizado Barack Obama, pero quedarse de brazos cruzados podría ser lo que Estado Islámico necesita para consolidar su proyecto. Como le dijo a SEMANA Stephen J. Farnsworth, especialista en Gobierno Estadounidense de la Universidad de Mary Washington de Virginia, “Obama tiene que escoger entre perder mucho y perder más, pues evitar intervenir no va a aumentar su popularidad, pero enviar tropas podría ser fatal en las encuestas”. Lo grave es que, como están las cosas (ver mapa), las posibilidades de que Irak vuelva a ser el mismo son remotas, a no ser por una operación militar de gran envergadura que nadie en el mundo parece dispuesto a lanzar. De ese modo, mientras decenas de miles de yazidis, cristianos y miembros de otras sectas minoritarias corren para salvar sus vidas, las banderas negras del Estado Islámico ondean con su amenaza de muerte y destrucción.