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Las tres explosiones sacudieron los cimientos del aeropuerto. | Foto: A.P.

TURQUÍA

La noche oscura de Estambul

La bomba de Estambul agravó la situación de un país con una economía en crisis, un presidente autoritario y una avalancha de refugiados. Todo indica que Estado Islámico habría atacado también en Bangladesh.

2 de julio de 2016

"Hubo una enorme explosión. El techo se desplomó. El daño es terrible”. Con esas palabras describió entre lágrimas Ali Tekin el impacto de las bombas que el martes en la noche dejaron 44 muertos y 238 heridos en el aeropuerto internacional Atatürk de Estambul. Como decenas de personas, Tekin estaba en la zona de llegadas para recoger a un invitado. Pero se vio en medio de una escena dantesca. “Todo el mundo comenzó a correr. El sitio estaba cubierto de sangre y de restos humanos. Vi agujeros de bala en las paredes”, dijo a su vez una joven llamada Duygu, que acababa de regresar de Alemania para veranear en esa ciudad turca.

Pocos minutos antes, tres hombres armados hasta los dientes habían llegado al edificio en un taxi. Según el conductor, durante el viaje estuvieron callados y aparentemente tranquilos. De hecho, dos de ellos trataron de acceder al lugar por una de las puertas principales haciéndose pasar por viajeros, y solo cuando los detectores de metales se activaron sacaron de su equipaje dos fusiles Kalashnikov y abrieron fuego contra todo lo que se moviera.

Luego, dos de ellos hicieron estallar su carga en el edificio y uno en el parqueadero, cerca del muelle de salidas. En un abrir y cerrar de ojos, el lugar recordó un campo de batalla, muy similar al que dejaron los ataques de Estado Islámico (EI) contra el aeropuerto de Bruselas en marzo o contra el teatro Bataclan en París en noviembre de 2015. Poco después del ataque, el primer ministro, Binali Yildirim, dijo que “los indicios apuntan a EI”.

Por su parte, el presidente, Recep Tayyip Erdogan, afirmó: “Estas bombas pudieron explotar en cualquier aeropuerto del mundo. No se equivoquen: para los terroristas, no hay diferencias entre Estambul y Londres, Ankara y Berlín, Izmir y Chicago, o Antalya y Roma”. En ese sentido, al cierre de esta edición EI revindicó la toma de rehenes en la zona diplomática de Daca, la capital de Bangladesh, en la que ocho hombres retuvieron a 20 personas en un restaurante internacional, confirmando así la estrategia de ese grupo de atacar en el exterior para responder a los ataques sufridos en su propio califato.

La tormenta perfecta

Aunque es cierto que en el último año varias ciudades han sufrido atentados de gran calado, es claro que Turquía se encuentra en una compleja encrucijada estimulada por una crisis política, económica y social que tiene al país al borde del abismo. De hecho, solo en 2016, en ese país 17 atentados han dejado un saldo de más de 300 víctimas. De ellos, dos han sucedido en zonas turísticas de Estambul y otro, en el segundo aeropuerto de esa ciudad.

Pero a diferencia de Siria e Irak, que llevan años en llamas, el caos solo se apoderó recientemente de Turquía, hasta hace poco ejemplo de estabilidad y desarrollo. En primer lugar, es claro que el cambio de estrategia de Ankara en esos países le está pasando factura a su gobierno. Aunque a regañadientes, Turquía se sumó a mediados de 2015 a la coalición internacional para derrotar a EI, por lo que reforzó su frontera sur, comenzó a perseguir a los miembros de esa organización, y sobre todo le permitió a Washington utilizar la base de Incirlik para lanzar incursiones aéreas en su contra. Desde entonces, Isis tiene en la mira a los turcos y le declaró la guerra a su gobierno.

Sin embargo, hasta hace poco Ankara se había hecho la de la vista gorda con el flujo de yihadistas que cruzaba la frontera para engrosar las filas de EI, con el contrabando de petróleo con el que alimentaba sus finanzas y con el uso de sus estructuras bancarias y de telecomunicaciones para conectar a su red de milicianos. En buena medida, esa situación se debe a que Erdogan le estaba poniendo velas a dios y al diablo, pues con esa estrategia pretendía debilitar a los kurdos, una minoría étnica enemiga de EI, presente en Turquía, Siria e Irak, que desde finales de la Primera Guerra Mundial busca crear un Estado en los territorios que ocupan en esos tres países.

Esa estrategia no deja de sorprender, pues hasta mediados de 2015 Ankara y el Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK) habían adelantado unos diálogos de paz con los que esperaban poner fin a cuatro décadas de guerra. Pero el proceso se fue a pique y desde agosto se reanudaron los combates entre las fuerzas oficiales y esa organización.

Desde entonces, una espiral de violencia y de incertidumbre se apoderó de un país cuyo gobierno ha recortado las libertades civiles, ha perseguido a sus opositores políticos y ha emprendido una campaña de represión contra los medios. En efecto, muchos periódicos han tenido que suspender investigaciones sobre temas sensibles como la presencia de redes islamistas en el territorio nacional, y varios periodistas han denunciado que las autoridades están más pendientes de sus movimientos que de los de los yihadistas.

En busca de apoyos

La incapacidad del gobierno de Erdogan para contener la violencia no solo tiene convulsionado el día a día de los turcos, sino que está afectando sus bolsillos. La sensación de inseguridad en Estambul, la undécima ciudad que recibe más turistas en el mundo, echó a pique los ingresos del sector turístico y lo dejó en sus peores niveles desde 1999. Turquía era el sexto país que recibía más turistas, con 40 millones al año, y el rubro representaba el 6 por ciento del PIB nacional.

El golpe también afectó a la aviación. Turkish Airlines, que antes de 2014 crecía más del 25 por ciento al año, ahora registra sus peores ingresos en 17 años. En un país vulnerable económicamente, en el cual el turismo representa una renta prácticamente fija, un ataque contra el tercer aeropuerto con mayor número de pasajeros anuales de Europa es una herida casi mortal.

Tal vez por este motivo Erdogan decidió hacer las paces con el presidente de Rusia, Vladimir Putin. En noviembre, Ankara derribó un avión de guerra de ese país, lo que no solo disparó las tensiones con el Kremlin, sino que cortó de tajo el flujo de turistas rusos, el segundo mercado de Turquía. La Agencia Federal de Turismo rusa hizo que las agencias de viajes pararan de vender tours por el antiguo Imperio otomano, lo que llevó a una caída del 95 por ciento en el número de visitantes.

Pero la semana pasada, Putin anunció haber recibido una carta de Erdogan en la que le pedía disculpas por haber derribado el caza SU-24 y presentaba sus condolencias: “Comparto su dolor con todo mi corazón. Vemos a la familia del piloto ruso como si fuese turca y estamos listos para hacer lo que sea necesario para aliviar su dolor y el daño causado”. Con este gesto histórico, Erdogan logró eliminar las sanciones económicas impuestas por Rusia, finalmente dejó su ambigüedad frente a la lucha contra Isis, y le dio implícitamente la bendición a la guerra del presidente de Siria, Bashar al Asad, a quien el Kremlin ha respaldado en lo militar.

En la misma línea de redefinir su política exterior, Ankara anunció un acuerdo para normalizar las relaciones con Israel, tras seis años de tensiones después de que ese país asaltó en altamar un barco con ayuda humanitaria a los palestinos, en el que murieron diez turcos en 2010. Además de ser aliados de Estados Unidos desde la Guerra Fría, la reconciliación restauró los lazos comerciales entre ambos países. Quizás estas acciones responden a una estrategia para mejorar su posición internacional, mientras en lo doméstico el país lidia con la amenaza terrorista.

Precisamente, a Turquía le conviene mejorar su imagen frente a los vecinos del Mediterráneo, sobre todo en la actual coyuntura de la crisis migratoria y del brexit. El país está solicitando ser miembro de la Unión Europea desde 1963, y aunque esta opción es distante, Ankara podría beneficiarse con el caos político que ha dejado el referendo británico, y lograr concesiones de visado a cambio de encargarse de los refugiados que quieren llegar al Viejo Continente. Para el gobierno turco la presencia de más de 2 millones de ellos se ha convertido en un problema que parece superar cualquier posibilidad de arreglo.

En los últimos meses, las relaciones con los europeos están de cortar con cuchillo pues, a pesar de que Bruselas quiere que Turquía funcione como un tapón para frenar la ola de inmigrantes, no quieren aceptar la falta de garantías democráticas que caracteriza al gobierno de Erdogan.

Aunque la inestabilidad de la región comenzó mucho antes de que Erdogan llegara al poder, lo cierto es que sus tendencias autoritarias, su voluntad de perpetuarse en el poder y su creciente intolerancia (ver recuadro) han ahondado las grietas de la frágil sociedad turca. Al tratar de que sus enemigos se combatieran mutuamente, el presidente solo logró que el tiro le saliera por la culata y hoy su gobierno debe enfrentar tanto en el exterior como dentro de sus propias fronteras a dos adversarios de marca mayor. 

La bestia herida

Mientras los Ejércitos de Siria e Irak le arrebatan territorio, Estado Islámico responde con terror fuera de sus fronteras. Daca y Estambul habrían sido sus más recientes víctimas.

El 28 de junio se cumplieron dos años desde que a Abu Bakr al-Baghdadi autoproclamó el califato en Mosul (Irak) con el nombre de Estado Islámico. Y celebró como es usual: con atentados terroristas. Con 44 muertos el martes en Estambul y, al cierre de esta edición, dos en Daca, el grupo yihadista demostró que no será fácil acabar con él, a pesar de que lo esté presionando la avanzada de las fuerzas de Bashar al Asad en Siria, donde perdió a Palmira, y de Irak, que recientemente le arrebató Faluya, su mayor bastión en Irak después de Mosul.

El golpe fue duro, pues para considerarse un califato, Estado Islámico debe tener su propio territorio. Pero el contragolpe fue peor: las explosiones en la zona de llegadas del aeropuerto Ataturk y la toma de rehenes y el tiroteo en Bangladesh (que otros atribuyen a Al Qaeda) demuestran una vez más que, históricamente, cuando el grupo pierde poder territorial, se dedica a atacar en otras latitudes. Esto, pues utiliza a los lobos solitarios, personajes radicalizados que –a veces hasta sin órdenes directas– actúan en nombre suyo en Occidente. Como una bestia herida, Estado Islámico es aún más peligroso ahora que está siendo presionado en sus fronteras.

El sultán en su laberinto

Erdogan pasó de ser un líder demócrata y reformista a convertirse en un déspota.

Mustafa Kemal Atatürk fundó la Turquía moderna poco después de la Primera Guerra Mundial. El pilar de la nueva nación era un programa nacionalista que incluía  desislamizar el Estado heredero del Imperio otomano. Con tal fin, el país reemplazó la escritura turca por el alfabeto latino, adoptó la vestimenta y la laicidad occidentales (en particular de Francia), y promovió la emancipación de las mujeres.

Cuando Recep Tayyip Erdogan llegó al poder a principios de 2003, se presentó como un reformista que quería consolidar el legado de Atatürk y convertirse en el líder que llevó a su país a la Unión Europea. Sin embargo, con el pasar de los años, su gobierno dejó de ser incluyente, recortó los derechos de las mujeres y comenzó a tener un discurso cercano al de los islamistas. Y en una ironía del destino, promovió un culto a su personalidad similar al de los sultanes, que el propio Atatürk creía haber acabado. Con tal fin, se construyó un palacio con 1.000 habitaciones en Ankara y puso a todo el aparato estatal a perseguir hasta la más mínima crítica en su contra. Mientras tanto, su arrogancia le impidió ver que sus verdaderos enemigos eran los propios extremistas que había tolerado en Turquía para consolidar su poder.