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¿UNA DIASPORA RUSA?

El espectro del hambre y de la disolución de la URSS hacen temer una migración masiva de soviéticos hacia Europa occidental.

21 de enero de 1991

Desde algunas semanas atrás era un secreto a voces. Pero cuando el embajador de la URSS ante la Comunidad Europea lo planteó sin rodeos en Bruselas, la posibilidad adquirió de un momento a otro dimensiones concretas. Vladimir Shemiatenkov anunció en una entrevista de prensa que el parlamento de su país estaba a punto de dictar una ley que garantizará a los soviéticos la libertad para viajar. Una disposición que rompería de un tajo los diques y podría significar la migración masiva de millones de soviéticos hacia Europa occidental.

Según el diplomático, millones de sus compatriotas, desde barrenderos hasta profesionales universitarios, estarían dispuestos a emigrar en busca de oportunidades laborales y un mejor nivel de vida. El anuncio cayó como un baldado de agua fría para la mayoría de los países miembros de la CE, que temen la llegada de un flujo migratorio superior a su capacidad de asimilación de refugiados. Pero algunos comentaron que las afirmaciones de Shemiatenkov estaban dirigidas a presionar a los gobiernos occidentales para que inviertan en la URSS.
En efecto, el embajador habra dicho que un tratamiento de inyecciones de capital podría ser la única esperanza para evitar semejante desenlace.

Sea como fuere, la versión sobre el éxodo inminente de soviéticos, comenzó a crecer como una bola de nieve. Los medios europeos pintaron un panorama apocaliptico, en el que cientos, miles, millones de soviéticos abandonarían en masa el país por todos los conductos imaginables, incluso a pie. Diversas variantes de esa visión aparecieron en periódicos de Gran Bretaña, Francia y Alemania, ambientados con el resumen de los preparativos que los diferentes gobiernos estarían haciendo para acomodar a los recién llegados. Los informes hablaban desde dos hasta 25 millones de inmigrantes, y todos coincidían en que el fenómeno podría producirse antes de lo esperado.

Esas previsiones se justificaban, sobre todo, a la luz de los eventos sucedidos a partir del año pasado, que ilustran hasta qué punto el ansia migratoria puede apoderarse de la conciencia colectiva de los pueblos. La caída del Muro de Berlín, por ejemplo, fue el resultado, entre otras cosas, de un flujo incontenible de alemanes orientales que llegó a contabilizar dos millones de personas y que inundó, en unas cuantas semanas, todas las instalaciones disponibles en la República federal.

Lo cierto es que la sola perspectiva de una inundación humana procedente del este ya ha producido toda clase de efectos. En Berlín Occidental, donde son apreciables los grupos de inmigrantes estealemanes, rumanos y judios rusos, han aparecido unas populares camisetas con letreros que dicen: "Devuélvanme mi muro". Y algunos países ya tienen algunas medidas preparadas.
Polonia, cuya propia población ha sido una de las más propensas a emigrar a occidente, ha restringido la admisión de soviéticos y rumanos. Suiza estableció el requisito de visado para los soviéticos, Suecia ha instalado un centro de recepción en la isla de Gottland, Checoslovaquia y Hungría tienen listos campos de refugiados (construidos en las antiguas barracas del ejército ruso) y Austria ha enviado tropas a su frontera oriental. La misma que, para mayor paradoja, cruzaron el año pasado los más de 400 mil emigrantes que iniciaron la revolución de 1989.

El éxodo de soviéticos en particular, y de europeos orientales en general tiene connotaciones ideológicas interesantes. Durante la Guerra Fría, Moscú y los gobiernos comunistas de Europa consideraban la emigración casi una traición a la patria, y no permitían los viajes al exterior sino en casos muy especiales. Por eso, tanto Estados Unidos como sus aliados de Europa occidental pasaron 40 años sin dejar de criticar a sus adversarios por esa restricción, que consideraban una violación de los derechos humanos. Eso supone una situación ciertamente vergonzosa para los gobiernos aliados, que ahora se ven obligados a aceptar casi a regañadientes que sus alegatos se vean por fin atendidos. Y, sobre todo, a enfrentar las consecuencias.

Para algunos expertos, la expedición de la ley migratoria no cambia mucho las cosas. Según ellos, el fantasma de la hambruna, combinada con el recrudecimiento de los enfrentamientos raciales y culturales, y la pérdida de autoridad en las fronteras de los organismos centrales, podrían por sí solos estimular la estampida hacia occidente.

Pero esas previsiones tan pesimistas no son compartidas universalmente.
Para el especialista francés en migraciones Claude Chesnais, por ejemplo, un exodo de esas características no se podría desencadenar "a menos que estalle la guerra civil en áreas occidentales de la URSS". El gobierno norteamericano tampoco está muy convencido, y se inclina más bien a pensar que podrían presentarse movimientos migratorios de menor cuantía, limitados al territorio de la URSS. Y muchos mencionan dificultades prácticas que, aun en las peores condiciones, limitarían el fenómeno.

Esas limitaciones son muy variadas.
Se dice, por ejemplo, que en la Unión Soviética el amor por el terruño es muy intenso, y que una gran mayoría de los emigrantes potenciales sólo abandonarían su tierra en caso extremo, como una guerra civil declarada.

Otros afirman que la ausencia de instrucción calificada y de conocimiento de idiomas extranjeros es una barrera infranqueable para muchos, sobre todo ahora que los medios de comunicación permiten saber que la occidental es una sociedad altamente competitiva. Ello parece contradecir las cifras, según las cuales 400 mil soviéticos dejaron el país en el último año. Pero se afirma que ese número corresponde en su gran mayoría a minorías soviéticas con nexos en occidente: judíos, armenios, alemanes étnicos.

La enormidad del territorio soviético es otro factor que podría detener la avalancha humana. Eso haría el transporte virtualmente imposible para muchos emigrantes, que tendrían que disputarse los escasos cupos terrestres y aéreos disponibles.

Pero en lo que coincide la mayoría de los expertos es que la ayuda económica sería la mejor talanquera para esa avalancha humana. Esa es una de las razones, por ejemplo, para que Alemania haya comprometido 23 mil millones de marcos, unos 25 mil millones de dólares (en los que no está incluido el envío de alimentos, producto de campañas privadas), para programas de asistencia económica a la URSS. Eso no resulta extraño si se tiene en cuenta que, de presentarse el éxodo, ese país sería el receptor de la mayor parte de solicitudes de asilo.

Si el proceso migratorio se produjerá, y en caso afirmativo, cuáles serían sus características, es algo que ningún analista se atreve a predecir. Por lo pronto, los observadores del mundo entero esperan el resultado de las últimas medidas de Gorbachov, que se consideran un viraje autoritario destinado a salvar la autoridad central y evitar que la Unión se disuelva. Tras superar una moción de censura, Gorbachov intenta obtener del Congreso de los diputados del pueblo que los gobiernos de las repúblicas dependan directamente del Kremlin, y ha reorganizado tanto el KGB como el papel de las Fuerzas Armadas en la defensa del poder central y en el control de los abastecimientos.
Pero el nuevo Tratado de Unión ha sido ya rechazado por las repúblicas independentistas, en especial las bálticas.
Por eso, a estas alturas la previsión más aceptada es una que ha hecho carrera entre los corresponsales extranjeros en Moscú: "En la URSS puede pasar cualquier cosa".