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UNA SUERTE DE HIROSHIMA

Testimonio del corresponsal de SEMANA sobre el mayor accidente urbano de la capital azteca

24 de diciembre de 1984

Eran las 5:40 del lunes 19 de noviembre; el avión iba perdiendo altura para aterrizar en el aeropuerto de la ciudad de México, cuando lo vieron y pese a verlo no lo pudieron creer: allí, frente a sus ojos, en el borde norte de la enorme metrópoli, se alzaba un hongo de fuego de un kilómetro de altura. "Pensamos en una explosión atómica", confesaría luego el azorado piloto. No fue el único que asoció ese "lunes negro" con el temido "Day after" del horror atómico. En realidad, había estallado un tanque que almacenaba 5 mil barriles de gas butano, creando una serie de explosiones en cadena dentro de la planta de almacenamiento de la empresa para estatal Petróleos Mexicanos (PEMEX). La tremenda deflagración hizo cimbrar una vasta zona de 50 kilómetros en torno al epicentro y fue registrada por el Instituto Nacional de Sismografía como si fuera un temblor.
Al primer estallido le sucedieron otros diez en los 59 minutos subsiguientes, sembrando la muerte y el pánico en una vasta colonia popular que alberga a unas doscientas mil personas. Junto a la planta de PEMEX, que recibe el fluido a través de cuatro gasoductos procedentes del interior del país, se encuentran siete empresas privadas que lo distribuyen para uso industrial y doméstico. Según el presidente de PEMEX, Mario Ramon Betteta, el siniestro se originó en las más importante de ellas, Unigas. Sin embargo, hasta el momento de escribir estas lineas, no se ha realizado el correspondiente peritaje y, además, un simple vistazo al lugar permite constatar que la planta de Unigas presenta escasos daños, en tanto la de PEMEX ha sufrido los mayores destrozos.
El saldo oficial provisorio resulta escalofriante: 324 muertos, 5 mil heridos, 200 viviendas pulverizadas, 700 familias sin hogar y 17 mil personas evacuadas de emergencia. Hay fuentes más pesimistas, como la Cruz Roja, que estima los muertos en 500. Pero las cifras no alcanzan a reproducir el sentimiento que nos anega a todos los que vivimos aquí. Nadie olvidará en México ese 19 de noviembre (víspera del 74 aniversario de la Revolución). Especialmente los que habitan (o habitaban)-en esa sucursal del Apocalipsis, que es el pueblo suburbano de San Juan Ixhuatepec, no olvidarán ese gigantesco resplandor anaranjado, ni el viento expansivo que los aplastó contra sus viviendas humildes. Tampoco los cientos de cadáveres calcinados, mutilados, indescriptibles e imposibles de identificar, como el de esa familia detenida por las llamaradas cuando estaban por abordar el auto de la fuga. Olos perros ciegos que aullan en las calles de lodo, ceniza y veneno.
Los sobrevivientes también asociaron con Hiroshima las imágenes alucinantes de esta población prehispánica que linda jurídicamente con la ciudad pero ha sido devorada físicamente por el desborde urbano. ¿Cómo no asociar, en efecto, cuando uno ve sobre una acera a una familia semidesnuda, con horribles quemaduras, mirando sin ver nuestras cámaras y grabadoras? Algunos heridos se acercan, entre soldados y bomberos, a contar su anécdota personal, a endosarnos desde el asombro, su cuota de horror intransferible. El padre que trabajaba cerca, como sereno de una fábrica, y al oír las explosiones corrió al barrio incendiado, bombardeado por la metralla de los tanques de almacenamiento, para encontrar a sus dos hijas convertidas en carbón. O ese fotógrafo aficionado, que sacó su cámara a tiempo--desafiando a la muerte-y alcanzó a registrar el vuelo inverosímil de un depósito de acero, de doce metros de largo que ascendió a ochocientos metros de altura y cayó luego a casi dos kilómetros de su emplazamiento.
Todo es desmesurado en esta tragedia, como la megalópolis que engendró la catástrofe. Es desmesurado el funeral de 296 muertos, en su gran mayoría no identificados. Esas hileras de ataúdes aguardando el entierro en dos zanjas de 500 metros de largo cada una. Y el cura ciego (que desgraciadamente no es invención de Buñuel) diciendo el responso. Como desmesurada ha sido (y en este caso reconfortante) la solidaridad de la población con las víctimas. Por eso, en horas, hubo ríos de sangre almacenada que superó todos los requerimientos de las autoridades sanitarias.
Y esas montañas de ropas, alimentos y medicinas, que agobiaron el atrio de iglesias, escuelas, hospitales y puestos improvisados de asistencia. También fue rápida y eficáz la acción mancomunada de las autoridades civiles y militares que, en cumplimiento de una orden presidencial emitida a los pocos minutos de la primera explosión, pusieron en marcha el Plan DN3, previsto para casos de desastre. Tal vez por eso el pillaje y otras consecuencias previsibles en un conglomerado urbano que reúne a 18 millones de habitantes, se redujo a casi nada; apenas dos decenas de raterillos que cayeron rápidamente en manos de policías y soldados.
Sin embargo, estos datos alentadores, estos paliativos, no deben inducir a error y a olvidos negligentes. Hay responsabilidades públicas y privadas. Y muchos exigen respuestas. Los pobladores de San Juan aseguran que en vísperas de la hecatombe había un fuerte olor a gas. Algunos aseguran que antes del primer estallido se oyó un fragor similar al que produce la turbina de un jet a punto de despegar.
Hubo fuga sin duda. Y, sin duda, hubo negligencia. Pero la mayor negligencia antecede y a la vez trasciende a la falla técnica que provocó el holocausto. No es justificable que PEMEX y siete concesionarias privadas mantuvieran plantas de almacenamiento de gas en una zona densamente poblada. Esas instalaciones--algunas de las cuales fueron erigidas hacía tres décadas, cuando la ciudad era diez veces más pequeña-debieron retirarse a zonas despobladas cuando se extendió la "mancha urbana". El lucro, el interés particular, no pueden desalojar siempre los intereses del conjunto de la sociedad. Así lo han consignado los principales diarios del país y los cuatro partidos políticos que han exigido una investigación hasta las últimas consecuencias. Así lo sintetizó con precisión el articulista Armando Cisneros en el matutino La Jornada: "Ninguna dependencia, local o nacional, quiso obligar a las compañías gaseras a establecer estrictas medidas de seguridad.(...).No hay víctimas del infierno.
Hay víctimas de la inexistencia de un control gubernamental en los sistemas de manejos de explosivos. Hay víctimas de la lógica del desastre".
Y esas víctimas, como lo comentó un vecino de San Juan Ixhuatepec, eran "ya se sabe: los de siempre... los pobres". -
Miguel Bonasso, corresponsal de SEMANA en México -