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¿Abatidos o suicidados?

Casi nadie cree la versión de que Escobar se suicidó. Lo que no es imposible es que "El Mexicano" lo haya hecho. "El Navegante", el narcotraficante que lo delató, publicó esta versión sobre la muerte del capo.

10 de enero de 1994

RODRIGUEZ GACHA CAYO porque lo delataron. "El Navegante", un hombre infiltrado del cartel de Cali, se ganó su confianza hasta pasar con él, en la misma casa, la última noche de su vida. En la mañana del 15 de diciembre, esta semana hace cuatro años, les entregó la informacion a las autoridades colombianas sobre la ubicación de "El Mexicano", y las acompañó en la persecucion que desembocó en la muerte del narcotraficante. "EI Navegante" posteriormente se entregó, colaboró con la Fiscalía y se acogió al programa de protección de testigos en el exterior. Publicó un libro titulado "Cómo me infiltré y engañé al cartel". En este, con la autoridad de haber sido el principal protagonista del operativo, asegura que antes de que le dispararan, Rodríguez Gacha se voló la tapa de los sesos con una granada. Esta es su version textual:
Mi misión en el helicóptero era la de ubicar desde el aire exactamente el lugar de la cabaña donde El Mexicano y los demás estaban esperando el arribo de la lancha. Lindo, por su parte, tenía la misión de llevar la lancha hasta la orilla, por la parte trasera de la cabaña, el mismo sitio donde habiamos llegado en la manana. El, acompañado del mayor con pinta de gringo, debía esperar a que desembarcaran los hombres que llevaba tendidos en el suelo de la lancha. Todos muy bien armados y listos para la acción. Eramos conscientes de la posibilidad de bajas en nuestras filas, pero contábamos con el factor sorpresa y el apoyo desde el aire... Hacia las 11 de la mañana estábamos sobrevolando las playas de Coveñas. Ya había salido el sol, y me llamó poderosamente la atención el que hubiera tanta gente tomando el sol. Llegamos a la cabaña, apartándonos lo suficiente para que no nos divisaran desde abajo. Pero no vimos mi lancha, que a esa hora ya debería estar en el lugar. Sin embargo, alcanzamos a ver gente en la cabaña, pero no salía nadie hacia la carretera o la playa. En parte di gracias a Dios porque el operativo no se hubiera registrado ahí mismo, debido a que ya era mucha la gente y los turistas que se paseaban por el lugar, y las bajas habrían sido muchas, esencialmente de inocentes que nada tenían que ver. Con el mayor que me acompañaba, decidimos sobrevolar otro rato la cabaña, durante unos 15 minutos. Desde la compuerta derecha del helicóptero, al lado de artillero, pude apreciar a El Mexicano, a La Yuca, y a Freddy Gonzalo, que desesperados corrían de un lado para otro en la habitación. Era evidente que habían confiado en mi hasta el último minuto, y que aún esperaban mi llegada en la en la lancha para sacarlos de ahí.
Mientras el desespero cundía en el salón donde se encontraba Rodríguez Gacha, los dos helicopteros sobrevolaban la casa y la playa, uno para mantener a los hombres encerrados en la cabaña, y otro para buscar la lancha con Lindo, que aún no llegaba a desembarcar. Desde el aparato en el que viajaba, y después de un rastreo a baja altura sobre la línea de la costa y el mar, divisamos la lancha que ya entraba frente a las primeras casas de Coveñas. Venía lenta pero seguramente.
Aparentemente, Lindo se había perdido nuevamente y no encontraba la entrada a la cabaña. Parece que los nervios obstaculizaron su inteligencia. Según supe más tarde, los oficiales tuvieron que asustarlo para que diera con el lugar. Además, al ver desde abajo los helicópteros, se animó más en desarrollo de unos cinco minutos que tardaron en ubicar del todo la lancha con Lindo y los demás uniformados a bordo: el heli- cóptero número dos avisó que desde la cabaña, por su entrada principal hacia la carretera, un grupo de hombres comenzaba a abordar el pequeño camión rojo Dodge en el que habían traído el combustible. Les dimos instrucciones de que permanecieran sobre ellos y no los perdieran de vista, mientras llegábamos nosotros a reforzar. Cuando llegamos, ya el camión había avanzado un buen trayecto sobre la carretera, al parecer con destino a Tolú. Los alcanzamos y a muy baja altura tuvimos que acercarnos para mirarlos bien, pues hasta ese momento yo tenía ciertas dudas sobre la posibilidad que en el carro viajaran El Mexicano y los demás. Pero gracias a que en su carroceria cargaban aún los bidones de la gasolina que yo mismo había mandado a cargar, logré identificar plenamente el pequeño Dodge rojo que estaba cuadrado en la cabaña cuando llegamos con el patrón. Sabía que ese era el carro pero no podía aún reconocer las personas que iban en él. En esos momentos el mayor que venía con Lindo en la lancha ordenó que el helicóptero número dos fuera a recogerlos allá a él y a otros uniformados, ya que en la cabaña, al momento de llegar, no encontraron a nadie, y ya todos habían huído. Proseguimos al frente del operativo detrás del camión, al mando del otro mayor y en compañía de cuatro hombres más. Ya todos estábamos bien listos para el lance final. De atrás hacia adelante, lo primero que hicimos fue adelantar al camión pasando a bajo nivel. En ese rápido rastreo, alcance a ver a varias personas tiradas en el piso de la carrocería del camión. Unos 60 metros más adelante, sobre la carretera, el piloto del helicóptero hizo una estacionaria para el camión. "Detengan la marcha, paren, es la Policía; vamos a hacer una requisa" - dijo el mayor, quien llegó al final, al mando del grupo de refuerzo.
Ante el primer aviso, los ocupantes del camión hicieron caso omiso y por el contrario aceleraron la marcha. Así las cosas, el mayor ordenó adelantarnos nuevamente y le pidió a la gente que manejaba la .50, que hiciera un primer aviso con disparos sobre la carretera frente al camión para obligarlos a parar. Pero tampoco hicieron caso, se vieron con la necesidad de reducir la velocidad. Vi cuando de la parte trasera del camión saltaron los primeros hombres de El Mexicano. Se tiraron en el piso sobre la carretera y con sus fusiles y otros rifles de mucha potencia comenzaron a disparar contra el helicóptero que seguía a baja altura frente a la marcha del camión. Nos devolvimos unos metros hasta donde los hombres nos disparaban contínuas ráfagas de rifle y metralleta, y que ya habían logrado llegar hasta los árboles para esconderse detrás de los troncos y continuar su ataque sobre el aparato oficial.

"Fuego contra ellos, disparen" - ordenó el mayor que comandaba el grupo-.
Aún no había llegado al sitio el helicóptero número dos, el que ya comenzábamos a necesitar ante la huida del camión en el que presentíamos iba El Mexicano. No teníamos certeza de ello, pero eso pensé debido a que conocía un poco el modus operandi de Rodríguez Gacha, y estaba seguro de que no se iba a arriesgar a abandonar el camión y exponerse al intercambio de disparos. Para confirmar mis sospechas, El Mexicano no se encontraba en ese grupo, pero tampoco los podíamos dejar. Fue entonces cuando vimos que llegaba el segundo helicóptero, dejando unos hombres en tierra por la parte de atrás, con la intención de quc reforzaran por la retaguardia los ataques contra los hombres de El Mexicano que no paraban de disparar. El helicóptero número dos se quedó en la zona apoyando los ataques, mientras en el otro, en el que iba yo, partió en busca del camión de El Mexicano que ya había ganado algunos kilómetros de ventaja rumbo a Tolú. Unos minutos más tarde nos encontramos con el camión, pero para sorpresa nuestra estaba tratando de virar para retomar la carre- tera y devolverse hacia Coveñas, en una acción que nosotros consideramos como su intento desesperado por huir. En verdad, lo que había sucedido era que ya unos kilómetros más adelante, al pasar frente a una finca allanada, El Mexicano se vio sorprendido por un grupo de la Infantería de Marina que realizaba su relevo diario y antes de enfrentarlos y previendo que lo fueran a parar, decidió devolverse. El iba al volante, manejaba de una manera nerviosa y alocada, pero muy consciente sabiendo de que de lo que hiciera en esos momentos dependía su futuro. Sabía que ya se encontraba encerrado y prácticamente sin salida. Era como un ratón de laboratorio ence- rrado en una gran jaula redonda de la cual despues de dar vueltas no puede salir. La Yuca iba a su lado, apuntando al helicóptero con una metralleta. El Mexicano no miraba a ningún lado. Sus ojos se salían del rectángulo del parabrisas, y su idea era ganar terreno hasta un punto donde pudiera bajarse y correr. A su lado, en medio de él y La Yuca iba una mujer, a la que alcancé a identificar como la esposa del administrador de la cabaña a la que habíamos llegado a descansar. Miré el reloj marcando ya la una y 15 minutos de un mediodía caluroso y quemado por el sol inclemente que se convertía en principal testigo del cinematográfico operativo que pretendía acabar con el mito de El Mexicano. Sorpresivamente, desde la parte trasera del camión saltó otro hombre del que no teníamos información, y que se había mantenido escondido todo el tiempo para saltar en cualquier minuto y huir. Simultáneamente llegó al sitio la misma patrulla de la Marina, por la que El Mexicano ingeniosamente se devolvía, y fue entonces cuando el mayor al mando le pidió colaborar, pues les explicó que estaba tras la captura de Rodríguez Gacha. Del camión militar se bajaron unos 20 marinos armados con fusiles, y se desplegaron en redondo por todo el lugar. Ya El Mexicano había detenido la marcha del camión rojo, y junto a La Yuca había comenzado a correr. Se metieron por la entrada de una finca llamada Tolugas, donde se almacenaba y embotellaba el gas para la región. Unos metros más adelante se les unió el otro hombre que había salido dc la parte trasera del camión, quien llevaba en su mano el maletín color violeta en el que hijo de El Mexicano guardaba los miles de dólares y pesos en efectivo que nunca antes había soltado de su mano.
Nadie los seguía. Corrían desesperamente, llevándose por delante lo que encontraban a su paso: matorrales, troncos de árboles caídos y hasta alambrados que evitaban el paso de las vacas de una finca a otra. El mayor ordenó levantar de nuevo el vuelo y seguir la persecución. Cinco minutos más tarde los volvimos a localizar, mientras abajo en tierra los infantes de la marina apenas empezaban a montar cerco sin saber exactamente hacia qué lugar dirigirlo. El camion estaba siendo inspeccionado por un suboficial de la marina que lo había encontrado abandonado a un lado de la carretera.
Hicimos un rastreo rápido sobre las cabezas de los tres. Luego, el mayor determinó un nuevo movimiento estacionario del helicóptero, para ordenarles rendirse. En vez de hacerlo, se abrieron en fuga. La Yuca corrió hacia un costado, el muchacho del maletín por otra y El Mexicano siguió solo corriendo como un león enfurecido y loco. Llevaba en su mano derecha una negra y brillante metralleta MP5, y en el pecho, aseguradas de los bolsillos de su overol de guerra, varias granadas de fragmentación. En su funda, en la parte derecha del pantalón, cargaba una pistola automática nueve milímetros y en la parte izquierda un portaproveedor. Redujo la marcha de su carrera, los tenis americanos que le había visto poner en la cabaña lucían ahora sucios, empantanados y llenos de estiércol. Más cerca, alcancé a observar su rostro, y ver que de su cuero cabelludo fluía bastante sangre que le bañaba la cara y le impedía respirar. Ya cansado, derrotado y sintiéndose vencido en su última carrera, lo vi detenerse. Nos miró.
Levantó su mano izquierda a la altura de su cabeza, y en gesto de burla hizo la señal de pistola con sus dedos corazón, índice y anular. Era el gesto vulgar de hacer pistola con la que se le dice a alguien que no se le respeta y que se le subestima, y eso era lo que él, en medio de la sangre que continuaba brotando de su rostro, el sudor y el cansancio, nos quería decir. Algo gritaba desde abajo, con ira y desesperación... Debió ser un insulto que no alcanzamos a escuchar por el ruido de las aspas del helicóptero. Casi con la misma rapidez con su mano derecha tomó un pequeño artefacto que llevaba asegurado en el pecho, adherido a su overol, pienso que era una pequeña granada, de esas llamadas Guayabas, la juntó a su rostro, y aún haciéndonos pistola con su otra mano se vio que explotó y voló parte de su cara. El Mexicano se acababa de autoeliminar delante de nosotros. Se vio que el hombre comenzó lentamente a caer. Su arma quedó a un lado, y la sangre siguió saliendo, ya no solo por el cuero cabelludo, sino por las otras tantas heridas que le acababa de abrir la detonación que el mismo acababa de provocar. Las esquirlas, en su mayoría, le destrozaron el rostro y prácticamente le volaron medio cráneo. Cayó boca arriba y con la mano izquierda apoyada sobre el pecho. Su traje azul profundo, el mismo que les había hecho fabricar a los paramilitares, empezó paulatinamente a tornarse oscuro por la sangre que le seguía bajando por su estómago, sus piernas, hasta caer al suelo de pasto seco que había escogido para morir. Por un momento, mirándolo tendido y muerto, supe que su real intención fue acabar él mismo con su vida, activando una de las granadas que guardaba en los bolsillos del overol. Murió cumpliendo su último sueño de no caer bajo las balas de la Policía y por eso nos hizo el gesto vulgar y burlesco de pistola antes de caer; tambien cumplió una de sus consignas de lucha: "Prefiero tener una tumba en Colombia y no una celda en los Estados Unidos".
Nosotros proseguiamos en el aire, sostenidos. El mayor ordenó bajar a una parte plana y despejada, a unos 20 metros del cadáver. El artillero, agente John Jairo Londoño Moncada, y yo, fuimos los primeros en saltar, aún cuando el helicóptero no había terminado de aterrizar. -Venga hermano, venga para reconocerlo -me gritaba fuerte para que pudiera escucharlo debajo de las aspas del aparato que permanecía encendido-. Le di, le di hermano, diga que fui yo quien le disparó, diga que fui yo -me repetía el joven artillero emocionado por lo que acababa de cumplir. Corrimos hasta el sitio donde estaba el cadáver. Unos tres metros antes, nos encontramos con una cerca de alambre de puas, que al tratar de pasar, nos entregó una nueva sorpresa: de uno de los alambres colgaba, enredado, un trozo grande de cuero cabelludo que El Mexicano había dejado en su loco afán por huir. Ello explicaba la cantidad de sangre que desde arriba se le veía manar del rostro y el desespero y prácticamente su actitud sumisa que demostró en los últimos metros antes de terminar de correr. Me arrimé al cuerpo sin vida que yacía boca arriba, con los ojos abiertos y la boca cerrada, ligeramente poblada en su parte superior por un tímido bigote que El Mexicano no quiso rasurar en los últimos 30 días de su vida. Siempre he sido asquiento y lleno de escrúpulos por la sangre y los órganos destrozados. Pero esta vez, mirándolo, no sentía nada. Por el contrario, hubiera querido recoger algo de esa sangre que todavía se veía fresca y corriente, para untar mi cuerpo y cumplir una especie de rito que en ese momento se me ocurrió. Era como para disipar las dudas, para sentirlo bien muerto. Pero mis pensamientos rápidamente se desvanecieron cuando el artillero nuevamente me preguntó:
- Hermano: sí es o no es, contésteme.
Le dije: -Tranquilo hombre, él es.
Ese es El Mexicano -le dije, y entonces me abrazó fuerte y yo a él, y me repetía diga que fui yo.