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Cumpleaños no tan feliz

El acuerdo con las Farc, en su primer año, demostró su eficacia para detener la guerra y los muertos, pero no ha entusiasmado a los colombianos en su búsqueda de construir una paz sólida y creíble.

25 de noviembre de 2017

El primer aniversario de la firma del acuerdo final entre el gobierno y las Farc no se celebró con una fiesta. La opinión pública, por el contrario, pasa por un momento de pesimismo que supera los niveles de muchos años. Para la comunidad internacional no es fácil entender que la mayoría de los colombianos vea el fin de una confrontación tan larga y violenta con más miedo que esperanza. “Algo esquizofrénico”, alcanzó a decir el expresidente uruguayo Pepe Mujica. El complejo andamiaje de acuerdos y programas de implementación tiene, a la vez, importantes logros, grandes oportunidades y graves problemas, pero la mirada predominante de la coyuntura tiende a resaltar más lo negativo a lo positivo.

El clima político explica en buena medida este hecho. El triunfo del No en el plebiscito, el arranque de una campaña electoral particularmente competitiva y la pugnacidad entre el gobierno y la oposición no componen un escenario para crear consensos ni para facilitar la convergencia necesaria para implementar los acuerdos de paz.

Antes del plebiscito se sabía que el significado de un triunfo eventual del Sí era más claro que el del No. Lo dijo la propia Corte Constitucional. Entre otras cosas, porque se daba por sentado que la mayoría de los votantes apoyaría el fin de la guerra. Ante la incertidumbre, el gobierno echó mano de una afirmación de la corte según la cual el presidente no perdería sus facultades para buscar la paz si ganaba el No. La rápida negociación con la oposición, los cambios a los textos acordados con las Farc y la ratificación por el Congreso con visto bueno de la corte le permitieron al gobierno seguir adelante con el proceso. Pero la idea de la paz perdió fuerza y encanto. Cayó en un déficit de legitimidad, como afirmó en su momento el constitucionalista Rodrigo Uprimny.

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La realidad política se ha convertido en un obstáculo para pasar de la firma de los acuerdos a la construcción de la paz, tareas distintas como se sabía desde siempre. La firma era necesaria, pero de ninguna manera suficiente. Parar la guerra es un objetivo de dimensión histórica, pero asegurar la reconciliación y acabar las condiciones que propiciaron el conflicto sangriento es una tarea de muchos años. Y esa tarea ha resultado más difícil en un ambiente político en el que no hay consenso y en vísperas de una campaña en la que los candidatos perciben que es más fácil ganar adeptos criticando el proceso que defendiéndolo. Tanto los aspirantes al Congreso como los que le apuestan a la Presidencia en su mayoría están en contra. Y quienes lo respaldan prefieren buscar otros temas y propuestas para eludir el desgaste que significa pararse en una tribuna a defender el proceso.

La paz con las Farc quedó huérfana. El gobierno ha recibido críticas por no haber explicado en forma didáctica lo que pactó ni lo que se puede alcanzar al implementar lo acordado. Para el ciudadano promedio, de La Habana llegaron compromisos costosos que empeñan el futuro, más que realidades positivas palpables e inmediatas. Así lo demuestran todas las encuestas. Y ante esa realidad, la oposición ha radicalizado sus críticas al proceso, la Unidad Nacional se resquebrajó con el retiro de Cambio Radical, y el propio presidente Santos, en busca de un difícil equilibrio entre defender la paz y no darles ventajas a las fuerzas opositoras, ha asumido un discurso matizado en vez de una defensa entusiasta.

Diversas entidades del Estado han asumido sus funciones con criterios alineados con la opinión mayoritaria. El fiscal Néstor Humberto Martínez ha mirado con lupa los acuerdos y los proyectos de ley, y ha introducido cambios para cerrar espacios a la impunidad. La Corte Constitucional declaró exequible la participación en política de las Farc, pero dejó sin piso la comparecencia obligatoria de los llamados terceros. El Congreso ha modificado la JEP –justicia especial para la paz– reduciendo los beneficios que habían acordado los excombatientes de la guerrilla. Nada de esto es cuestionable. De hecho, esas actuaciones le quitan piso a quienes señalan, en discursos apocalípticos, que los acuerdos de paz con las Farc constituyen una amenaza contra el funcionamiento pleno de las instituciones. Pero, desde la otra orilla, para las Farc y los defensores del acuerdo del Teatro Colón es un hecho que la firma que hace un año estamparon el presidente Juan Manuel Santos y Rodrigo Londoño, Timochenko, no fue el punto final que se esperaba. De alguna manera, el acuerdo final aún está en desarrollo.

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Que las fronteras se han corrido es un hecho innegable, y la gran mayoría de los cambios introducidos por la Fiscalía, la corte y el Congreso van en la dirección de lo que pedían las fuerzas triunfantes del No en el plebiscito. Otra cosa es que, bajo la polarización y la campaña electoral, las modificaciones introducidas no hayan servido para aliviar las tensiones políticas ni para facilitar mayores niveles de consenso.

La exguerrilla de las Farc tampoco ha ayudado a mejorar el clima adverso de la opinión pública contra los acuerdos. Aunque su voluntad de parar la guerra e ingresar a la política –la esencia de los acuerdos– parece clara, no han dado muestras de sintonía con la opinión. Las candidaturas de Rodrigo Londoño a la Presidencia y de los principales exmiembros del secretariado al Congreso son legítimas desde el punto de vista de lo pactado, pero no inteligentes en el aspecto estratégico.

Al mantener el nombre de la Farc, así sea con otro significado, perdieron la oportunidad de consolidar el mensaje de que la etapa de la guerra definitivamente quedó atrás. La cúpula del nuevo partido actúa como si todo lo que está en juego ya se hubiera definido en la negociación de La Habana. Pero en el campo político al que están ingresando, la otra batalla, la de la opinión, se pelea día a día en pequeños triunfos y pequeñas derrotas. En el primer año desde que terminó el conflicto, las Farc no han demostrado estar preparadas para el juego político.

La desilusión con el proceso de paz no solo resulta de las tensiones políticas, pues la implementación ha sido muy lenta. Aunque el gobierno había creado una Alta Consejería para el Posconflicto, ha dejado la sensación de que ejecutar los acuerdos le ha quedado grande a pesar de que hace todos sus esfuerzos. Que el Estado es paquidérmico e ineficaz no sorprende a nadie. Pero había la esperanza de que mostrara una mejor capacidad de ejecución en los programas del proceso de paz, por la magnitud de lo que está en juego y por la prioridad que le ha dado el presidente Santos a este tema en su agenda oficial.

Algunas de las demoras son tan exasperantes como preocupantes, sobre todo las que tienen que ver con la coordinación entre el nivel nacional y las entidades regionales para poner en marcha los proyectos productivos. La paz territorial –concepto clave de los acuerdos– necesita de una llegada pronta y eficaz de las distintas instituciones del Estado. Las Farc necesitan alguna seguridad de que el gobierno va a cumplir los acuerdos en cuanto a crear las condiciones para que los excombatientes lleven una vida normal y tengan acceso a educación y lugares de trabajo. Lo mismo sucede en materia de seguridad: los asesinatos de 25 exmiembros de la guerrilla y de más de 90 líderes sociales no tienen la dimensión del exterminio de la UP en los años ochenta, pero le da vida a ese fantasma. Por algo, según Jean Arnault, jefe de la Misión de Verificación de la ONU, 4.300 miembros de las Farc se han ido de los centros de reincorporación. El último, el emblemático Romaña, quien salió la semana pasada por amenazas. Esto en ninguna medida quiere decir que se hayan ido a las disidencias, pues la mayoría regresó con sus familias. Pero envía un mal mensaje a la opinión pública.

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Y esto, sin mencionar la lentitud del Congreso, la manipulación filibustera en proyectos claves y la falta de aprobación de leyes fundamentales, genera interrogantes sobre la capacidad del Estado para concluir tareas fundamentales para el desarrollo rural –punto uno del acuerdo– y sobre la participación en política de las Farc.

En la ceremonia de conmemoración de la firma del acuerdo del Colón, el presidente Santos dijo que mientras su gobierno ve el vaso medio lleno, la derecha y la Farc, en curiosa coincidencia, lo consideran semivacío. No le falta razón al primer mandatario, sobre todo cuando el acuerdo del Teatro Colón, en su primer año, ha demostrado su eficacia para alcanzar el punto más importante del proceso: parar la guerra. El conflicto de 52 años con las Farc terminó, con efectos concretos, en la reducción de todos los índices de violencia. Es un logro de proporciones históricas.

La Colombia del futuro, sin conflicto interno con las Farc, tendrá nuevas oportunidades inexistentes durante cinco décadas. Más aún si el gobierno consolida el cese al fuego con el ELN y concreta un acuerdo final para terminar la confrontación con ese grupo. La mirada de la comunidad internacional, mucho más optimista sobre el país que la interna, es un motivo de reflexión. Colombia está avanzando hacia la paz y hacia la normalidad, en un mundo en el que solo crece la incertidumbre.

Consolidar la paz y aprovechar las oportunidades, y cómo se haga, dependerá de lo que suceda en las próximas elecciones. Vienen muchos desafíos. Si algo queda claro en el primer año sin guerra con las Farc es que su resultado final no quedó definido con el acuerdo mismo, pues depende de lo que varios gobiernos hagan durante años. Ya se puede decir que los fusiles se silenciaron y que la confrontación cesó. Lo que aún no se sabe es qué tipo de paz dejará el proceso. ¿Un cese de la violencia definitivo, sostenible y duradero? ¿Una reducción solo parcial, o momentánea, de la confrontación? ¿Otra guerra reciclada?

El escenario más pesimista sería el de una violencia transformada en la que grupos criminales de todo tipo copen los espacios que dejaron las Farc. El más optimista es el de una recomposición de la convergencia política en el primer semestre de 2018, que haga viable implementar los acuerdos y saque provecho de todo su potencial.

También habría un punto intermedio: el de una ejecución limitada. El fin del enfrentamiento bélico entre el Estado y las Farc, pero sin las reformas acordadas en el agro y en la estructura política. Una versión reducida, que no corregiría las fallas estructurales que prolongaron la guerra.

En el corto plazo predomina la visión del miedo. En una orilla, los defensores del acuerdo sienten pánico por un eventual triunfo de la derecha que haga trizas los acuerdos. En otra, la de la oposición, temen que si no hay cambios en lo pactado se le abra paso al castrochavismo. Y a las Farc las preocupa que, una vez desmovilizados y con las armas en manos de la ONU, les pongan conejo para restringir su participación en política y, eventualmente, extraditarlos. Vencer tantos miedos y visiones extremas es una condición necesaria para que la paz tenga éxito. Pero no va a ser fácil lograrlo. Por lo menos, mientras pasa la campaña electoral del próximo semestre.