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Manuel Marulanda, ‘Tirofijo’, lució orgulloso la condecoración más importante del sandinismo, que le impuso Daniel Ortega en el Caguán en enero de 1999

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Y ahora Nicaragua

Daniel Ortega comienza a hacer el juego de Chávez. No hay que subestimar sus provocaciones.

9 de febrero de 2008

En una de sus primeras películas, el actor Peter Sellers protagoniza al rey de un pequeño país que decide declararle la guerra a Estados Unidos. En la cinta de 1959, The Mouse that roared (El ratón que rugió), el monarca explica su atrevido desafío con un razonamiento simple: que las naciones derrotadas por Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial -Alemania y Japón- habían progresado con la ayuda del gobierno victorioso de Washington. Pero se presenta un problema con la estrategia del rey: su declaración bélica no es tomada en serio por el Departamento de Estado -el cable es botado a la caneca- y cuando el gobernante desembarca en las costas estadounidenses con el objetivo de rendirse ante el enemigo, nadie lo está esperando. El pobre diablo se pasa toda la película buscando a alguien que le escuche su cuento.

Algo parecido le está sucediendo al presidente nicaragüense Daniel Ortega, quien lleva numerosas semanas gastándose sus cuerdas vocales en arremetidas contra Colombia.

No es inusual que el actual mandatario nicaragüense se venga lanza en ristre contra el país. Nunca ha sido un amigo. Fue durante su primer gobierno como presidente de la junta sandinista en 1980 que Nicaragua reclamó la soberanía sobre el archipiélago de San Andrés y Providencia y denunció el tratado Esguerra-Bárcenas. En el inicio de las negociaciones de paz en el Caguán en enero de 1999, tuvo otro gesto poco amistoso con Colombia: condecoró al cabecilla guerrillero Manuel Marulanda 'Tirofijo' con la Orden Augusto César Sandino, que les concede el Frente Sandinista a "nacionales y extranjeros en reconocimiento a servicios excepcionales prestados a la Patria o a la Humanidad". Aunque en ese momento no tuvo mayor trascendencia por la euforia de la paz en que estaba imbuido el país político, hoy ese hecho tiene una lectura mucho menos benigna. La razón: las declaraciones pro Farc que ha emitido el presidente Ortega en los últimos meses.

En diciembre, se dirigió a Marulanda como "nuestro querido hermano de la revolución colombiana de las Farc". Y remató diciendo: "para todos los combatientes de las Farc nuestro saludo, nuestro respeto". Una frase que hace recordar las mismas palabras solidarias que pronunció el ministro del Interior de Venezuela, Ramón Ramírez Chacín, a la patrulla guerrillera que entregó a las secuestradas Clara Rojas y Consuelo González.

Ortega fue el único mandatario latinoamericano en hacerle eco a la solicitud del presidente Hugo Chávez de no calificar a las Farc como organización terrorista. Según Ortega, es "un movimiento armado que tiene un espacio".

Hasta noviembre del año pasado, esa identificación de pensamiento entre Chávez y Ortega no generaba mayores inquietudes, ya que las relaciones entre Colombia y Venezuela pasaban por un momento de relativa calma. Hoy todo ha cambiado. Chávez ya no es visto como un mediador desinteresado por la paz de Colombia, sino como un Presidente que ha tomado partido por la lucha armada y que respalda el proyecto político de las Farc. Para Chávez, el gobierno colombiano ya no es hermano del bolivariano, sino el ariete para una invasión del imperio del Tío Sam.

Esa empatía ideológica entre Chávez y Ortega, su compartido espíritu revolucionario y su combativo discurso antiimperialista han encontrado un nuevo punto de encuentro: su animadversión por Colombia.

Y el presidente de Nicaragua hoy tiene una motivación muy fuerte para estar disgustado con Colombia: su intención de 28 años de apropiarse del archipiélago de San Andrés y Providencia quedó sepultada con la decisión de la Corte Internacional de Justicia al final del año pasado, donde se reconoce la validez del tratado Esguerra-Bárcenas y se ratifica la soberanía colombiana sobre las islas.

Mientras en Colombia el litigio marítimo con Nicaragua es un asunto reservado a ex cancilleres y especialistas, en el país centroamericano es un tema de las primera páginas de los diarios, de textos escolares y de dignidad nacional. Durante décadas, los dirigentes políticos y sucesivos gobiernos nicaragüenses le prometieron a su pueblo que un día próximo en el archipiélago ondearía la bandera azul y blanco 'nica'. Como Ortega ha sido el más vociferante, el fallo de la Corte fue un trago muy amargo y que aún parece no ha podido aceptar del todo. La semana pasada volvió a insistir en que las islas son nicaragüenses.

Históricamente, los gobiernos colombianos siempre han manejado con mucha discreción y cautela la belicosidad verbal y diplomática nicaragüense. Ha sido una política eficaz que ha contado con amplio respaldo y se basa en tres pilares fundamentales: que las pretensiones de Nicaragua no tienen ningún piso, que Colombia debe seguir ejerciendo la soberanía en las aguas aledañas a San Andrés, como siempre lo ha hecho, y que se deben defender los derechos del país en los escenarios internacionales apropiados (ver entrevista).

Pero este nuevo envalentonamiento del actual Presidente de Nicaragua no parece ser fortuito. Ortega se siente respaldado por la iniciativa de Chávez para que los países de la Alternativa Bolivariana para las Américas (Alba) conformen una estrategia de defensa conjunta para articular las fuerzas armadas contra "el imperio de los Estados Unidos", ya que, para todos, "el enemigo es el mismo". Según Ortega, "tocar a Venezuela es tocar a Nicaragua, y tocar a Nicaragua es tocar a Venezuela. Ellos saben que unidos en el Alba, Nicaragua con Venezuela somos fuertes, y nos tienen que respetar". Curiosamente, las otras naciones del Alba -Cuba, Bolivia y la pequeña isla caribeña de Dominica- no se entusiasmaron con la idea. Tal vez prefieren no rugir como ratones. Ni tampoco se acogió en la mayoría de los partidos opositores de la Asamblea Nacional nicaragüense, donde los sandinistas son minoría.

Pero esa falta de consenso no ha frenado la retórica de Ortega. Dijo en la cumbre del Alba, que Colombia realiza "con sus actos de guerra, con sus fragatas, acciones de provocación". Según fuentes diplomáticas, con declaraciones de ese tipo Ortega buscaría crear las condiciones para un incidente militar, culpando a Colombia. No es la primera vez que Nicaragua juegue a tenderle una trampa al gobierno sobre el terreno con el fin de ganar puntos ante la Corte Internacional de la Justicia. Y no es por casualidad que la exaltada voz de Ortega coincida con la audiencia que realizará la Corte Internacional de Justicia este lunes 11 de febrero. En esa reunión se fijará la fecha para que Colombia presente su posición oficial y de fondo sobre la demanda de Nicaragua. En repetidas ocasiones, el gobierno ha manifestado su confianza de que la Corte acogerá plenamente todos los argumentos colombianos.

El ingrediente impredecible, sin embargo, es Chávez. La deuda de Ortega con el Presidente venezolano es inmensa y va in crescendo. El mandatario bolivariano jugó un papel importante en su elección como Presidente. En abril de 2006, seis meses antes de los comicios, Petróleos de Venezuela (Pdvsa) acordó vender crudo a precios preferenciales a 53 alcaldes nicaragüenses, en un acto presidido por Chávez y Ortega. La generosidad venezolana se ha mantenido desde entonces: según Ortega, la ayuda de Venezuela para su país en 2007 y parte de 2008 asciende a 385 millones de dólares. Y espera recibir otros 300 millones de dólares para pavimentar calles antes de que termine el año.

Dado todo lo anterior, no sorprende que Ortega hubiera aceptado ser el áulico de su benefactor. Es un rol que han tenido que asumir otros dirigentes latinoamericanos -como Evo Morales, Rafael Correa y los dos Kirchner- como pago de favores por ser receptores de la petrodiplomacia chavista. Un quid pro quo por la expansión de la revolución bolivariana y con intereses en el mediano plazo. Porque aún hoy, cada uno de esos mandatarios sigue al debe. Sin el apoyo de Pdvsa, la política energética de Morales estaría en problemas y (no menos significante) los bolivianos se hubieran quedado sin ver el Mundial de Fútbol de 2006. Venezuela compró 300 millones de dólares de bonos ecuatorianos y 5.500 millones argentinos en los últimos años, lo que otorga una influencia innegable sobre esos gobiernos.

Para Chávez, el respaldo de Ortega es fundamental tanto para sus objetivos estratégicos -extender su revolución- como para los personales: obligar a Uribe a que se disculpe y lo invite de nuevo a ser el mediador oficial para el intercambio humanitario y de ñapa, para un proceso de paz con las Farc. Por su posición de gobernante elegido democráticamente, Ortega ayuda a darles legitimidad y algo de credibilidad a las propuestas chavistas -el estatus de beligerancia para las Farc- y ayuda a alimentar la paranoia del gobernante venezolano de que Estados Unidos y Colombia están conspirando en su contra.

Allí radica el riesgo para Colombia: Nicaragua y Venezuela ganan si el gobierno se deja provocar. Hasta ahora la administración del presidente Uribe ha optado -con algunas notables excepciones- por la discreción, en especial en sus relaciones con el país centroamericano. Hay una amplia experiencia de cómo se debe tratar a los nicaragüenses y se ha aplicado a la medida y utilizando todas las herramientas que provee la diplomacia. No hay que generar alarmas en caso de que un barco pesquero nicaragüense cruce el meridiano 82 -la frontera histórica entre Colombia y Nicaragua-. Hay procedimientos establecidos que han funcionado decenas de veces y están enmarcados en el derecho internacional. Sería un error dejarse intimidar por la retórica beligerante de Ortega.

Con Chávez, infortunadamente, el manejo ha sido menos consistente. Un día se le contesta -cantándole las verdades como lo hizo el Presidente desde Calamar, Bolívar-, el otro se opta por el silencio. Se pide prudencia, mucha prudencia, para no enojar al vecino. Pero sale un video del alcalde de Maracaibo con unos presuntos guerrilleros y a las pocas horas el mismo vicepresidente habla de extraditarlo a Colombia para juzgarlo. No se le refuta a Chávez su denuncia de que Estados Unidos y Colombia quieren invadir a Venezuela, para no alborotar el avispero. Pero los gringos sí lo hacen, negando la conspiración. Lo que para Chávez y su gente confirma todo lo contrario. Y mientras se aboga por bajarles la temperatura a las relaciones con Chávez, el Ministro de Defensa viaja a Israel y anuncia la compra de varios cazabombarderos.

El presidente Uribe tiene razón en bajarles el tono a las declaraciones, la llamada diplomacia del micrófono. Esa sola le echa leña al fuego. Pero tampoco es recomendarle aplicar, como lo dijo la semana pasada un editorial de El Nuevo Siglo, el silencio administrativo como concepto rector de la política exterior. En la diplomacia, hay miles maneras de contestar y sentar posiciones que no incluyen convocar una rueda de prensa o emitir un comunicado. Es hora de utilizarlas con más ímpetu, como se ha hecho con Nicaragua en el pasado, y habrá que hacerlo con aun más cuidado en el futuro. Porque lo que hoy puede parecer una payasada, mañana puede representar una amenaza real. Como el final de la película de Peter Sellers: el rey descubre una imaginaria todopoderosa bomba Z y Estados Unidos se rinde.