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"Si nos excluyen a los viejos del riesgo del campo abierto no es por nuestro bien, sino por el bien del precario sistema de salud privatizado que tiene Colombia:", Antonio Caballero | Foto: Foto: RICARDO PINZÓN-soHO

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"La vejez por cárcel": Antonio Caballero

Pocas decisiones han causado tanta controversia como el confinamiento alargado para los mayores de 70 años. Antonio Caballero critica esta medida y habla de la llamada 'rebelión de las canas'.

Antonio Caballero
30 de mayo de 2020

Anuncia el joven presidente Iván Duque que hay que mantener presos a los viejos hasta el 31 de agosto “porque la pandemia no se ha ido”. Ni se va a ir tampoco el 31 de agosto, de modo que el acuartelamiento seguirá igual, prolongándose de dos meses en dos meses quién sabe hasta cuándo. Hasta que se descubra y fabrique una vacuna contra el coronavirus, o hasta que el “presidente eterno” de Duque cumpla 70 años y haya que prolongar su libertad: darle a Uribe, como se le acaba de dar a Uribito, una segunda oportunidad. Momento en que la edad del confinamiento aumentará en un año. Y así sucesivamente.

Entre tanto “los abuelitos”, como nos llama Duque con desdén –o, según él, con cariño, porque dice que nosotros lo cuidamos a él cuando era niño; aunque si eso fuera cierto lo hubiéramos apartado de las malas compañías– seguiremos encerrados. Ni siquiera tendremos, como los niños, unas pocas horas de asueto por semana para salir a jugar al parque. Es por nuestro propio bien, nos asegura. Es para protegernos de la pandemia que ruge allá afuera.

Suena muy bonito, que es lo que se trata de transmitir. Pero no es verdad. Si nos excluyen a los viejos del riesgo del campo abierto no es por nuestro bien, sino por el bien del precario sistema de salud privatizado que tiene Colombia: para que no colapse asfixiado bajo nuestro peso y pueda servir para cuidar a los jóvenes, que tienen más probabilidades de supervivencia en caso de contagio. Parece ser que solo el 5 por ciento de los viejos enfermos de covid-19 sobreviven a su paso por el respirador artificial, y en cambio al usarlo privan de esta ayuda mecánica a los jóvenes, que sí podrían aprovecharla. Y corre el rumor de que quien firme un documento renunciando a que lo lleven a una unidad de cuidados intensivos puede salir a la calle a tomar aire, si quiere, aunque tenga 100 años.

Porque los viejos que todavía mandan quieren seguir mandando. El papa no se quiere morir, y ni siquiera su antecesor Benedicto XVI, que pasa de los 90, se ha muerto todavía. 

Está muy bien, sin duda, que proteja el sistema de salud: los pocos respiradores, las insuficientes ucis, las camas de hospital, donde las hay. Pero para eso no es necesario mentir, ni tratarnos a los mayores de 70 años como a idiotas.



Algunos viejos protestan contra la condena arbitraria decretada por el Gobierno. El exministro Ruddy Hommes propone un “movimiento de autodefensa” de los mayores de 70 años; la columnista feminista Florence Thomas escribe que se siente “como si estuviera en arresto domiciliario”, y se queja de que las palabras de “abuelito” y “abuelita” son “infantilizantes”; el senador Jorge Enrique Robledo cita pertinentemente a la canciller alemana de 66 años, Angela Merkel: esa discriminación que aísla a los ancianos “es éticamente inaceptable”; el periodista Daniel Samper (el viejo) se declara ofendido e indignado por el calificativo peyorativo de “abuelito”. Yo mismo.

Protestarían también, sin duda, si estuvieran sometidos al manoteo enfático del presidente Duque, el papa Francisco, que tiene 84 años, y el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, que con diez menos sobrepasa de sobra el límite caprichosamente impuesto por nuestro presidente. Y el dalái lama, que es de la edad del papa

Porque los viejos que todavía mandan quieren seguir mandando. El papa no se quiere morir, y ni siquiera su antecesor Benedicto XVI, que pasa de los 90, se ha muerto todavía. Trump anda en plena campaña para su reelección, contra un probable candidato demócrata más viejo todavía. El presidente chino, Xi Jinping, y el ruso, Vladímir Putin, están, como el “presidente eterno” de Duque, apenas rozando el filo de los 70, pero ya ambos acaban de reorganizar las normas de sus respectivos países para que permitan su reelección indefinida, hasta que la muerte los sorprenda. El exprocurador Alfonso Gómez Méndez (71 años) acaba de traer a cuento en su columna de prensa el caso de Winston Churchill, que hoy tendría, si viviera, más de 160. Pero tal vez eso sea llevar los ejemplos demasiado lejos.

El caso es que Duque, aunque un poco maduro para posar de “millennial” (tiene 44 años), pertenece sin embargo a estas generaciones recientes cuyo ídolo es esa vaguedad pasajera que se llama “la juventud”, o “los jóvenes”. Ya pasaron los tiempos en que, por el contrario, se admiraba a la vejez, que hoy empieza a estar tan prohibida, tan ocultada como la misma muerte. En su libro La Vieillesse escribía Simone de Beauvoir hace ya 40 o 50 años: “La vejez es un secreto vergonzoso y un tema prohibido”, y un viejo ya no es un sabio, sino un viejo gagá. Hubo épocas –casi todas– en las que los ancianos eran respetados y admirados: los mayores, los sabios de la tribu. Se atribuye a Confucio, en la China del siglo VI antes de Cristo, una respuesta sobre la vejez y la sabiduría: “Los sabios gozan de avanzada edad”. Y a Epicuro, en la Grecia del siglo IV antes de Cristo: “No es el joven quien debe ser considerado afortunado, sino el viejo que ha bien vivido”. Escribía Montaigne en la Francia del siglo XVI: “Es injusto excusar a la juventud de seguir sus placeres y prohibir a la vejez el buscarlos”.

¿Nos condenan simplemente porque encerrar a la gente les parece al presidente Duque y a su ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla (61 años), más cómodo y más barato que comprar respiradores, o test para detectar el contagio del virus, o tapabocas para evitarlo?

Desde siempre, a los ancianos se les rendía homenaje. En una sociedad todavía muy tradicional, como es la japonesa, los viejos son considerados “un tesoro nacional”: y en el Japón hay nada menos que 30.000 hombres y mujeres de más de 100 años de edad. Colombia se enorgullecía hace medio siglo de tener aquí al viejo más viejo del mundo: uno que había llegado a la edad bíblica de 167 años, llamado Javier Pereira, a quien se le concedió el honor (que todavía tenía entonces algún valor) de dedicarle una estampilla de correos, cuando todavía existían los correos y la creación de estampillas no era solamente un recurso estético para disfrazar los “micos” en las leyes del Congreso.

Marco Tulio Cicerón, el gran político, orador y escritor romano del siglo primero antes de Cristo, escribió a los 62 años (cuando acababa de divorciarse para casarse con una jovencita) un tratado titulado De Senectute: Sobre la vejez. Más que una defensa: una apología de la vejez, centrada en la personalidad de Catón, llamado “el Viejo”, que a los 84 años impresionaba a los jóvenes por la lucidez de su don de consejo. “El consejo, la autoridad y la opinión” son, dice Cicerón, las virtudes de la senectud.

No es que los viejos, por viejos, sepamos, como el Diablo, más por viejos que por diablos. Tampoco es que los viejos lo hayamos hecho bien: hay que ver cómo está el país, para no hablar del mundo. O, limitándonos al tema específico de la defensa contra la pandemia actual, hay que ver cómo está el aparato de salud colombiano. Somos nosotros, los viejos, las generaciones anteriores, los gobiernos pasados, quienes lo hemos hecho tal como es, incapaz de afrontar la menor emergencia. Sí, muchos de los actuales alcaldes se están robando los dineros de la salud, y hay investigaciones al respecto sobre media docena de los actuales gobernadores, y ya veremos si eso va a llegar también al nivel de los actuales ministros. Pero todo eso viene de antes; de los viejos de hoy, cuando eran más jóvenes, o lo éramos quienes no supimos o pudimos impedirlo: desde la prensa, o desde la política, o simplemente desde el voto, que se supone que es la herramienta ciudadana para frustrar y castigar los desafueros de los políticos.

La culpa general es de los viejos, como siempre. Sin embargo, ¿es eso un motivo suficiente para condenarnos a todos a la casa por cárcel? Es decir: a los que tenemos la suerte de tener casa. Pues son millares los septuagenarios que, como acabamos de ver en la paliza de los policías a un viejo vendedor ambulante de chucherías, no tienen casa en donde refugiarse y tienen que salir a la calle a buscarse la vida en violación de las instrucciones estrictas que ha dictado, por su bien, el presidente Duque. ¿Nos condenan simplemente porque encerrar a la gente les parece al presidente Duque y a su ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla (61 años), más cómodo y más barato que comprar respiradores, o test para detectar el contagio del virus, o tapabocas para evitarlo? Pues sí, claro: así el costo lo asume el “abuelito”, y no el Estado. Pero ¿ese es motivo suficiente? Tal vez no. De ahí la indignación de los mayores: de nosotros los “abuelitos” del joven presidente Iván Duque.

Podríamos seguir así, páginas y páginas. Pero escribe Cicerón en su tratado: “Pobre de la vejez que tiene que defenderse con palabras”.