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El presidente de México, Felipe Calderón en 2006 decidió confrontar con fuerza y determinación las mafias

DEBATE

¿Audacia o ingenuidad?

En México algunos intelectuales sorprendieron cuando afirmaron que su gobierno no debió declararle la guerra al narcotráfico. Por qué unos argumentos de peso llegan a una conclusión equivocada.

30 de enero de 2010

El ex canciller mexicano Jorge Castañeda publicó la semana pasada una controvertida columna de opinión en el diario El País de Madrid. En ella, Castañeda critica duramente la cruzada contra el narcotráfico en la que desde hace tres años se embarcó el presidente Felipe Calderón, por cuenta de la cual se están escribiendo los capítulos más sangrientos de la historia reciente de México.

Dice Castañeda en su artículo que "Al igual que la invasión a Irak, la guerra contra las drogas en México fue optativa: no debió haber sido declarada, no se puede ganar y le está causando un daño enorme a México". Una conclusión que en Colombia ha sido considerada inmoral, errática e ingenua. Lo curioso es que tan cuestionable tesis nace de una sólida y plausible argumentación que comparten intelectuales de Latinoamérica y del mundo.

Que la batalla contra las drogas se está perdiendo, en México y en todas partes, es algo ampliamente compartido. En la propia Casa Blanca se está evaluando seriamente una guerra de 30 años que ha costado muchas vidas y miles de millones de dólares, sin que la oferta ni el consumo de drogas haya bajado. Por el contrario: las rutas se han extendido e involucran más países.

Esta realidad de a puño inspiró incluso a tres ex presidentes que lucharon contra los carteles de la droga -César Gaviria de Colombia, Henrique Cardoso de Brasil y Ernesto Zedillo de México- para publicar un documento en el que abogan por la despenalización del consumo y un cambio de estrategia global. Visión que el propio Castañeda deja claramente escrita en su reciente libro El narco: la guerra fallida.

Que la lucha contra los narcóticos sea considerada una "guerra" es a todas luces cuestionable. Carlos Medina, coordinador del área de Justicia y Seguridad de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito en Colombia, cree que "si se habla de una guerra contra el narcotráfico, la atención se centra en si ésta se gana o se pierde y de eso no se trata".

Para él, la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado no es optativa sino una obligación de los Estados. En muchos países, como Colombia y México, las mafias se han convertido en un asunto de seguridad nacional y una amenaza para las instituciones democráticas y han forzado a los gobiernos a militarizar la lucha contra las drogas. "El problema es que ya es difícil echar esa guerra para atrás porque ella misma ha generado unas mafias feroces", dice el investigador de la Universidad de los Andes Álvaro Camacho Guisao.

Un segundo argumento de peso que tiene Castañeda es que la violencia en México, en el momento de declararle la guerra al narco estaba bajando: tenía una tasa de 10 homicidios por cada 100.000 habitantes, mientras la de Colombia es de 37, la de Venezuela de 48 y la de Brasil 25. Es completamente cierto que la violencia se recrudeció con la guerra y que ha alcanzado niveles de crueldad que estremecen. Por ejemplo, cuando en diciembre pasado, después de que la Armada abatió al capo Arturo Beltrán Leyva, la mafia acribilló a la familia de Melquisedec Angulo, el único miembro de las Fuerzas Especiales de quien se conoció la identidad porque cayó durante la operación. Ese tipo de barbarie suele tener un impacto muy fuerte en la opinión pública y busca doblegar la voluntad de la sociedad para soportar los costos de esa guerra. Por eso Castañeda piensa que si se ponen en un lado de la balanza los costos humanos de esa guerra y en el otro los beneficios, el saldo está en rojo.

En realidad, Castañeda no aspira a que el Estado se quede quieto, sino a que opte por "controlar los daños colaterales como lo ha hecho Colombia", según dijo en una entrevista a La W radio. Esto es, la violencia y la corrupción. Pero ese es un juego peligroso, como lo saben por amarga experiencia los colombianos. La penetración del narcotráfico en la política y la economía es a la larga tan violenta como la guerra que se libra en las calles entre carteles.

No obstante, como señala Joaquín Villalobos, ex guerrillero salvadoreño y asesor del gobierno mexicano, en un artículo publicado en la revista Nexos, "el narcotráfico es un enemigo bien armado, muy violento, sin barreras morales y con un gran poder corruptor. Creer que el problema se puede resolver sin confrontación y sin violencia es una gran ingenuidad".

La experiencia demuestra que donde la mafia es poderosa y no se expresa con vendettas, es porque tiene control de las instituciones y su hegemonía no peligra. Algo que muchos creen pasaba en México durante el gobierno del PRI, cuyo monopolio del poder le permitía cierto nivel tácito de acuerdo con las mafias para mantenerlas, como se dice popularmente, "en sus justas proporciones".

El crimen organizado puede mantener la violencia dentro de ciertos cauces, cuando existe un poder centralizado. Como ocurrió, por ejemplo, en Medellín bajo el imperio del capo 'Don Berna', o en la Costa bajo la dictadura paramilitar de 'Jorge 40'. Pero eso implica que las instituciones están sometidas. La encrucijada consiste en que aunque la violencia desbordada no necesariamente implica éxito de la lucha antidrogas, no combatir a la mafia en aras de que bajen los homicidios es el camino expedito para convertir las frágiles democracias en narcoestados.

Pero lo realmente rebatible de Castañeda es la idea de que un gobierno puede abstenerse de declararles la guerra a los narcos. "Castañeda confunde una cosa con otra. Una sociedad puede convivir con las drogas, pero no con el crimen organizado", dice Jorge Chabat, profesor del Centro de Investigación y Docencia Económica. Chabat comparte el criterio de que el Estado está obligado a imponer la ley, aunque esta emane de una política equivocada, como lo es la penalización de la droga.

De hecho, en muchos momentos este debate se ha deslizado hacia terrenos pantanosos donde se plantea si los gobiernos pueden negociar o pactar con los narcos en aras de bajar los índices de violencia. En la mayoría de los casos los acuerdos que se hacen con la mafia bajan la violencia, pero ellos incrementan su poder. "No es un problema moral. Todo depende de lo fuerte que sea el Estado", dice el experto colombiano Gustavo Duncan. Para el caso mexicano cree que aún el Estado no tiene la fortaleza para exigir un fin de la guerra, como quizá sí la ha tenido Colombia en algunos momentos.

Aunque aquí nunca se ha dudado de la necesidad de combatir por medios militares a los narcos, también se ha pactado con ellos. Con Pablo Escobar, durante el gobierno Gaviria; y en la era Uribe, con los paramilitares, que entraron de camuflado a Ralito, como señores de la guerra, y salieron por la puerta de atrás, extraditados como simples capos del narcotráfico.

Los gringos son otro ejemplo de un gobierno que mientras adelanta una cruzada contra las drogas fuera de sus fronteras, dentro de ellas tiene un amplio programa de rebajas y perdones a los mafiosos, si estos colaboran con la justicia.

El caso es que la guerra contra las drogas de Calderón, a pesar de sus cuestionables resultados y de los crímenes brutales que se están cometiendo, tiene un respaldo del 84 por ciento de los mexicanos. Porque saben que aunque no es el mejor remedio, hasta ahora no se ha encontrado otro. Excepto, obviamente, la despenalización de las drogas. Por la que muchos sectores propugnan, pero que requiere un consenso mundial que no existe. Es decir que mientras la droga siga siendo penalizada será un gran negocio, habrá mafia y habrá violencia. Y los Estados no tienen más opción, por razones tanto morales como pragmáticas, que combatirlas. Así sea una guerra inútil.