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Calvario colombiano

Este ha sido el año más violento contra la Iglesia Católica. ¿Por qué la guerrilla está matando a los curas?

Andrés Grillo*
23 de diciembre de 2002

Para la Iglesia colombiana 2002 fue un año trágico. Comenzó con el arzobispo de Cali asesinado y terminó con el arzobispo de Zipaquirá secuestrado. El 16 de marzo monseñor Isaías Duarte Cancino fue abaleado por dos sicarios en el sector de Aguablanca, en Cali, luego de haber casado a 104 parejas. El 11 de noviembre monseñor Jorge Jiménez, presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano, fue secuestrado por el frente 22 de las Farc en la zona rural del municipio de Pacho, Cundinamarca, cuando se dirigía a realizar unas confirmaciones. Fue la primera vez que jerarcas eclesiásticos con rangos tan altos eran víctimas de estos delitos en el país. Ambos ataques fueron sólo una muestra del calvario por el que pasó la Iglesia en 2002.

El número de religiosos amenazados, secuestrados y asesinados en el país se duplicó en relación con el año pasado. El Observatorio de los Derechos Humanos, de la Vicepresidencia de la República, registró hasta noviembre seis secuestros, ocho amenazas y 12 muertes violentas de miembros de la Iglesia Católica. En la mayoría de los casos, incluida la muerte de monseñor Duarte, los responsables de estas acciones violentas fueron miembros de las Farc. La Fiscalía dijo a mediados de diciembre que un grupo especial conformado por guerrilleros de varios frentes (13, 30 y de la columna móvil Arturo Ruiz) organizó el asesinato del arzobispo de Cali porque se había vuelto una piedra en el zapato para sus intereses. No le perdonaron que condenara el secuestro de un sacerdote en el Huila por parte de esta organización ni que dijera, a propósito del proceso de paz del gobierno pasado, que era un "despropósito hablar con un grupo rebelde que continuaba sus acciones violentas mientras dialoga con el Estado".

Si bien es cierto que los ataques por parte de la guerrilla contra los religiosos no son nuevos en Colombia, también lo es que nunca habían sido tan sistemáticos y tan enfocados a la cabeza de la estructura eclesial. Ambos hechos tienen una razón de ser. Los sacerdotes, religiosos y misioneros se han convertido en muchas zonas en el único contrapeso de las Farc. En regiones sin presencia estatal, literalmente abandonadas a la mano de Dios, los miembros de la Iglesia son en muchos casos los únicos que, mediante su trabajo pastoral, mantienen cohesionada a la comunidad, defienden sus derechos y la protegen de los abusos de los actores armados. "Vivimos en medio de la gente, dándole esperanza y fe", le dijo el mes pasado monseñor Rigoberto Corredor Bermúdez, obispo de Buenaventura, al periódico católico italiano Avvenire. Esta labor evangélica por supuesto no es bien vista por algunos comandantes de las Farc, miembros de una organización oficialmente atea, porque le hace contrapeso a su poder, a sus intentos por someter o mantener sometidas a las poblaciones por medio del terror. Por eso amenazan o matan.

Juan Ramón Núñez, de 32 años, era el párroco de la iglesia de San Isidro, localizada en el municipio huilense de Argentina. El frente 13 de las Farc lo había amenazado por denunciar en sus homilías los excesos de este grupo en la región o por atreverse a orar por un habitante que habían secuestrado. Durante algunos días la Policía le asignó un escolta para protegerlo. Sin embargo el padre Nuñez pidió que se lo retiraran. El 6 de abril un hombre, el último en la fila de personas que iban a comulgar, le disparó a quemarropa en plena Eucaristía. El sacerdote cayó al piso junto con las hostias consagradas que tenía en la mano. El crimen fue atribuido al citado frente de las Farc. Otros sacerdotes han sido asesinados en desarrollo de tareas humanitarias. El padre Gabriel Arias Posada, de 66 años, vicario general de la diócesis de Armenia, fue asesinado cerca de Anserma, Caldas, cuando realizaba gestiones para lograr la liberación de un político quindiano.

Ante este panorama tan sangriento las autoridades civiles y eclesiásticas les han pedido a los religiosos prudencia. Estos han acatado el consejo pero igual se resisten a dejar de cumplir con su deber. En agosto el cardenal Pedro Rubiano, presidente de la Conferencia Episcopal de Colombia, dijo, durante una entrevista radial en Miami con la Voz Católica, unas palabras que reflejan muy bien el espíritu que anima a los miembros de la Iglesia: "Uno no puede silenciarse ante determinados hechos o porque hay amenazas. El Evangelio no se puede silenciar y el Evangelio es un Evangelio de vida, no de muerte". Monseñor Corredor en su entrevista con Avvenire ratificó este compromiso: "Estamos preparados para cualquier sacrificio". No obstante, las autoridades están obligadas a protegerlos de las balas y las bombas con algo más que Biblias, rosarios y rezos. Tienen que poner en práctica el dicho de "A Dios rogando y con el mazo dando".

Desde el año pasado tres sedes de la Pastoral Social, según el Observatorio de los Derechos Humanos, recibieron ayuda estatal consistente en equipos de comunicación y blindaje para una de sus sedes en el oriente del país. Algunos han tenido que salir del país por épocas o en forma permanente. Después del asesinato de monseñor Duarte, según un reciente despacho de la agencia católica Zenit, 12 obispos recibieron escoltas para su protección. Y la Policía Nacional, por su parte, creó los Frentes Parroquiales de Seguridad en 20 departamentos, para que los feligreses contribuyan a la seguridad de los párrocos y los vicarios con información oportuna de movimientos de gente sospechosa o hechos anormales que observen en la comunidad.

Sin embargo, la Iglesia es consciente de que estos son pañitos de agua tibia y sabe que la única solución real a su problema de seguridad es el fin del conflicto.

Esto explica porqué participaron este año, en desarrollo de su misión pastoral de reconciliación, como mediadores y facilitadores de los acercamientos entre las autodefensas y el gobierno. Tal vez pensaban, al igual que quienes conocen del tema en el país, que si los paramilitares se desmovilizan y se reinsertan las Farc, tal y como lo pidieron en la mesa de negociación con el gobierno pasado, tendrían allanado el camino para iniciar conversaciones de paz con el presidente Alvaro Uribe. Ojalá sus buenas intenciones hayan sido comprendidas en forma cabal por las Farc.

Por lo pronto, fue evidente con el secuestro de monseñor Jiménez que este grupo guerrillero no quiere llevarse a los altos jerarcas para rezar en los campamentos sino para presionar aún más un posible canje de sus hombres en la cárcel por algunos secuestrados en su poder. Su rescate fue un traspiés momentáneo en los planes de las Farc, pero nada indica que su desaliento llegue al punto de no volver a intentar cometer este tipo de acción. Eso sólo quiere decir que mientras el conflicto se siga deteriorando o incrementando, o lo que es peor, las dos cosas a la vez, la guerrilla seguirá siendo responsable del calvario de la Iglesia colombiana.