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Con la muerte de Jorge Enrique Pulido, la prensa colombiana sigue poniendo su cuota de sangre en la guerra.

11 de diciembre de 1989

Durante los diez días que duró su agonía todos, hasta el propio Jorge Enrique Pulido, confiaban en que le iba a ganar la pelea a la muerte. Los mismos médicos que lo atendían, desafiando su saber, alcanzaron a dar partes de victoria. La esperanza reinó sobre el dolor.Sobraban razones para ese optimismo. Un movimiento de Pulido, en el momento en que el sicario le disparó, había desviado la bala que iba directamente hacia el cerebro. Luego, en minutos que parecieron eternos, un espontáneo llegó hasta el lugar de los hechos y en un gesto de arrojo y solidaridad cogió el volante del carro y llegó hasta la Clínica San Pedro Claver. En la sala de urgencias un paro cardíaco que duró 20 minutos angustió a los médicos que, aun cuando nunca lo expresaron verbalmente, pensaron que al no llegarle oxígeno al cerebro, a este nivel se podía producir una grave lesión. Sin embargo, Pulido respondió. Un movimiento de sus brazos fue suficiente para que los médicos tuvieran esperanzas.
Por si todo esto fuera poco, la fuerza de Pulido para estrechar las manos de sus amigos, para levantar el dedo pulgar en signo de triunfo o para escribir papelitos no sólo a los médicos, sino a sus compañeros de trabajo y hasta al redactor de El Tiempo que fue a hacer una nota sobre su estado de salud, parecían símbolos suficientes de que esta vez los sicarios no habían logrado su cometido.
A medida que pasaban las horas y a pesar de que todos los recursos médicos disponibles en el país se pusieron al servicio del periodista de 43 años, el milagro no se realizó. A las 2:15 del 8 de noviembre, 241 horas después del atentado del domingo 29 de octubre, Jorge Enrique Pulido fallecía. Dos minutos antes, en lo que muchos llaman los momentos premonitorios de la muerte, Pulido había estrechado la mano de su médico y lo había mirado fijamente en señal de agradecimiento."Insuficiencia respiratoria severa", fue el dictamen médico.
Pulido habia perdido la batalla más irnportante de su vida. En su actividad profesional, social, en el amor, el periodista siempre fue hombre que venció retos y que todo lo había con seguido a punta de mucho trabajo. Del mensajero de los años sesenta se había convertido en dueño de una programadora y en director de tres programas informativos, entre ellos el noticiero de los fines de semana Mundovisión.
Después de tres matrimonios y dos hijos, Pulido estaba otra vez enamorado. Su novia, Sandra, una joven de no más de 22 años, lo alentaba para que no desfalleciera porque un eminente médico de Estados Unidos iba a llegar en cuestión de horas con un equipo que permitiria drenar el pulmón y sentar las bases de una eventual recuperación. Sandra y Pulido ya habían fijado la fecha de su matrimonio para el próximo 2 de diciembre. Nada, ni siquiera la bomba del 19 de mayo, lo habia perturbado. En esa ocasión Pulido dijo a sus amigos que él pensaba que se habían equivocado y que la bomba no era contra él ni contra su programadora. Se sentía a salvo. Nunca había tenido amenazas expresas o directas en contra de su vida y por eso jamás se le había cruzado por la cabeza pedir protección con escoltas.
Este crimen parece ser, como si todavía faltaran pruebas, la notificación al periodismo colombiano de que los verdugos de la mafia, por más cercados que estén, tienen aún la suficiente capacidad como para enviar nensajeros de la muerte y cobrar cuentas a quienes les deben algo. Por que, al parecer, la única explicación obvia, dentro de la lógica macabra que manda en esta guerra, es que a Pulido le estaban cobrando sus programas con la DEA, con la madre le Rodrigo Lara y los últimos que realizó en memoria de Galán.