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CARA Y SELLO DE LAS FARC

El ostensible distanciamiento entre las FARC y la Unión Patriótica no es una locura sino una estrategia

9 de marzo de 1987

El final del mes de enero estuvo marcado por una tímida resurrección del empantanado proceso de paz, que paradójicamente fue provocada por el resurgimiento de la violencia guerrillera por parte de las FARC, único grupo armado que contmúa en tregua. Dos acciones violentas, una en Antioquia y la otra en Santander, tuvieron como consecuencia la reanudación del diálogo directo entre el gobierno -representado por el consejero presidencial Carlos Ossa Escobar- y los dirigentes guerrilleros Manuel Marulanda y Jacobo Arenas en su campamento de La Uribe, en el pie de monte de los llanos del Meta.
Primero vino una emboscada del XII Frente de las FARC en San Vicente de Chucurí, en Santander, en la que murieron siete soldados que trabajaban en la construcción de una carretera. Y a continuación el pueblo de Mutatá en el Urabá antioqueño, fue asaltado por 120 guerrilleros del V Frente que se echaron bala con la Policía durante varias horas.
El Secretariado de las FARC empezó por negar genéricamente que sus hombres "estuvieran echando plomo en las ciudades". Luego pretendió quitarle hierro al asunto alegando que desde hace meses no tiene comunicación directa con sus frentes porque el DAS intercepta a sus correos y los soborna y tortura. El director del DAS, general Maza Márquez, negó la acusación añadiendo sin embargo una curiosa confesión de parte: "Las comunicaciones de ellos, que entre otras cosas yo conozco muy bien, nunca han sido obstaculizadas", dijo Maza al redactor de orden público de El Espectador. Pero la consecuencia de todo eso fue, en fin de cuentas, una nueva visita a La Uribe de Carlos Ossa, seguida por su anuncio de que en adelante el contacto se mantendrá de modo más estrecho -lo cual parece contradecir un poco la política de enfriamiento adelantada por el gobierno de Virgilio Barco desde su posesión en agosto pasado.
El triunfo político de las FARC no paró en eso. Obtuvieron además que el gobierno cediera en uno de los puntos que ellas venían reclamando desde agosto: el establecimiento de algo parecido a la comisión de paz de tiempos de Betancur. Ossa anunció la creación de un "consejo nacional de vigilancia y normalización " que es un paso en ese sentido: participarán en él no sólo el propio Ossa, sino varios ministros -el de Gobierno, el de Justicia y, significativamente, el de Defensa-, el procurador General de la Nación y el director Nacional de Instrucción Criminal. En opinión de las FARC esto todavía no es suficiente.
Pero ese triunfo político, paradojicamente, no lo capitaliza lo que hasta ahora venía viéndose como el brazo político de las FARC, o sea la UP, sino ellas mismas como organización armada. En efecto, las FARC se esfuerzan cada día más por separarse de su criatura, y ésta de ellas. Así, el alcalde de Mutatá -miembro de la UP- responsabilizó y condenó a las FARC por el asalto a su pueblo. Y en La Uribe Alfonso Cano, "número 3" de las FARC, prorrumpio en un gesto asombrosamente pastranista: reclamó puestos públicos. Un gobernador, por ejemplo, e inclusive un ministro, pero no para la UP, sino para las propias FARC .
Todas estas novedades parecen obedecer a una doble estrategia. Se trata por un lado de guardarle las espaldas a la Unión Patriótica para el caso de que la tregua con las FARC acabe rompiéndose como consecuencia de los crecientes roces militares. Ninguno de los dos lados parece desear una ruptura. Da la impresión más bien de que el correo entre el Palacio de Nariño y algunas Brigadas del Ejército (Meta, Magdalena medio) está funcionando tan mal como entre La Uribe y algunos frentes de las FARC. Pero en caso de que la tregua llegue a romperse, eso no implicará ni la clandestinización de la UP ni la consiguiente pérdida del espacio político que ha ganado en los dos últimos años, espacio que vendrá a consolidarse con la elección de alcaldes y que es ya un hecho palpable en vastas regiones del país, especialmente en los Territorios Nacionales (ver recuadro del Guaviare). Con las FARC en el monte, la UP podrá sin embargo seguir teniendo concejales y alcaldes.
Y viceversa. Pues se trata al mismo tiempo de cubrirles las espaldas a las FARC. La elección de alcaldes no llevará al desarme de estas, puesto que UP y FARC son "dos cosas totalmente diferentes".
Ante esta situación que objetivamente favorece alas FARC -cara ganan ellas, sello pierde el gobierno- la política de Barco ha consistido en intentar trasladar el forcejeo del campo político y militar al de las realizaciones practicas, más allá de una interpretación puramente mecánica de los pactos de tregua. Interpretación mecánica que acabaría otra vez beneficiando a las FARC. Pues si el gobierno les exige, con razón, el abandono de las armas, ellas a su vez reclaman, con razón, las garantías que hoy no existen (350 muertos en menos de un año), y por añadidura el cumplimiento de las reformas prometidas. Las realizaciones prácticas son las que contempla el Plan de Rehabilitación: su objetivo es el de cortarle la hierba bajo los pies a la subversión, dando a las comunidades la atención que el Estado les ha negado durante décadas y recuperándolas de ese modo para "el sistema". Plan, desde luego, inobjetable. Pero que tiene un problema. El de que las regiones abandonadas por el Estado lo han sido también por los partidos tradicionales, y en consecuencia no hay allí quien pueda recoger, como se dice en el billar, las bolas que el Estado ponga ahora. Salvo la UP o las propias organizaciones guerriileras.
EL CASO DEL GUAVIARE
A fines de diciembre, veinte mil campesinos venidos en canoa se tomaron el pueblo de San José del Guaviare, añadiéndole a sus quince mil habitantes una carga de doce toneladas de excrementos humanos por día. Esto es sólo un ejemplo. Pero gracias a él el país se enteró de que la comisaría del Guaviare no era sólo una mancha verde en el mapa, surcada por una telaraña de ríos y de caños, sino también un polvorín político y social.
El Guaviare son esas selvas y esos ríos, más la gente. Raudales surcados por canoas con motor fuera de borda que enarbolan la bandera nacional y traen cerveza venezolana desde el lejano Orinoco. Cien mil colonos devorando la reserva biológica y forestal de la sierra de la Macarena. Selvas taladas para abrir campo al verde biche de las plataneras, al verde brillante de los plantíos de coca, y las orillas de los ríos desmoronándose lentamente bajo el empuje de las quemas y de la navegación. Playones y garzas blancas y morenas, y peces gigantescos que alcanzan las dieciséis arrobas y se pescan con garfio de carnicero desde canoas de treinta metros ahuecadas en un solo tronco de cachicamo. Caseríos a la orilla de los caños, como hornos, construídos de tablón y lata de zinc, con innumerables billares y campos de tejo y parlantes de discoteca. De la confluencia del Ariari con el Guayabero hacia arriba, el Ejército no pasa, y quien manda es el VII Frente de las FARC: los "guerreros", como los llama la gente. Los guerrilleros armados bajan en canoa por el río, o compran sal y panela en una tienda de Puerto Nuevo, o van a la peluquería unisex de La Carpa. Narcotráfico. "Para nadie es un secreto que de la coca vivimos todos aquí", dice un colono viejo de Nueva Colombia. Las FARC obligan a sembrar tantas hectáreas de comida como las haya de coca, o si no arrancan la coca. Los narcotraficantes llegan en sus veloces lanchas "voladoras", compran la base, venden los insumos y se van. En cada caserío se ven las pequeñas balanzas para pesar la coca, los toneles de gasolina, los rollos de plástico negro. Los aeropuertos del Guaviare son los de mayor tráfico aéreo del país. En Miraflores, llamado "Miracoca", la pista de aterrizaje es la calle principal del pueblo. En una discoteca de San José, en el calor sin fisuras de las dos de la tarde, dos narcos vestidos de blanco celebran un negocio: cuatro músicos sudorosos, tres prostitutas pintadas, una botella caliente de champaña Dom Perignon.
En Calamar, de cinco mil habitantes mil son putas traídas por el dinero de la bonanza coquera. Y violencia. En el viejo hospital de San José, la primera razón de ingreso de pacientes es la herida de bala o de puñal, y sólo en segundo lugar viene el paludismo. Y la malaria. Y la diarrea infantil. En toda la comisaría, el costo de la vida triplica el de Bogotá.
A negociar con la marcha campesina de diciembre fue Carlos Ossa Escobar, consejero presidencial para la Rehabilitación. Y prometió todo lo que el Estado no ha hecho jamás en el Guaviare. Porque la culpa es del Estado. Esas "tierras de promisión" que cantaba hace medio siglo José Eustasio Rivera, con sus garzas y sus tigres y sus ríos amarillos sombreados por ceibas de cincuenta metros, se han convertido en zonas de violencia y de miseria por la acción y la omisión del Estado, bajo todos los sucesivos gobiernos. Por no tener que hacer Reforma Agraria el Estado decidió que era mejor que los colonos se fueran a tumbar monte. Y al Guaviare llegaron de Boyacá y de los Santanderes de Antioquia y del Huila, de Cundinamarca y del Cesar. Abrieron selva, armaron rancho, sembraron cacao y plátano, yuca y maíz. Cuando llegó el momento de sacar las cosechas, nadie se las compró. Los depósitos del Idema en San José permanecían vacíos mientras los campesinos echaban la comida a la corriente del río. Y entre tanto las guerrillas habían bajado de la cordillera hacia el Guayabero y el Duda, expulsadas de Marquetalia por los bombardeos del Ejército. Luego a esos territorios olvidados, sin vías ni escuelas ni hospitales, llegaron los narcotraficantes. Traían semilla de coca -de la amarga, de la dulce, de la peruana- y los insumos para el cultivo y el procesamiento, desde el abono hasta las canecas para batir el basuco con el ácido sulfúrico. Y el billete. Fue la bonanza: el kilo de base se cotizaba en un millón doscientos mil pesos a la orilla del Guayabero.
Con la caída del precio (por el exceso de oferta el kilo está en 200 mil) y las guerras de las mafias (hace tres meses la mafia de los Plata mató a Javier Guzmán, "el Costeño", que era el comprador exclusivo aguas arriba de El Raudal y Puerto Arturo) vino la crisis. Y con la crisis, la marcha campesina. Y con la marcha, el Plan de Rehabilitación. Pero desde el punto de vista del sistema ya es tarde. Ahora lo que el Estado ofrece -a través por ejemplo, del Fondo Nacional Hospitalario, que la semana pasada estuvo recorriendo la zona representado por su director, Eduardo Díaz entregando centros de salud y ampliando hospitales- tiene que negociarlo con las comunidades organizadas por la Unión Patriótica y las FARC: con las juntas de acción comunal y las asociaciones de padres de familia. En ellas no hay un conservador ni un liberal ni para un remedio.
Y la gente se siente simplemente ejerciendo un derecho, cobrando el fruto de su propia conquista. Sabe que sin la organización de la UP no hubiera habido marcha campesina, y sin marcha no habría ahora los centros de salud ni las escuelas ni las carreteras prometidas.
¿Y el narcotráfico? Dice un colono de Cachicamo: "Que empiecen a perseguir a los grandes de arriba, en Medellín y en Bogotá. Y mientras tanto que a nosotros nos dejen en paz".