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Carlos Pizarro no debe morir

Uno de los reconocidos líderes del M-19 responde las acusaciones de Carlos Castaño contra el ex comandante Carlos Pizarro.

Otty Patiño
17 de septiembre de 2001

Hace 10 años, Fidel Castaño Gil, bajo el quiosco que había construido en su hacienda Las Tangas, nos confesó su participación en el asesinato de Carlos Pizarro. “Pero no sólo fui yo, nos aclaró. Hubo más gente en esa decisión”. “¿Quiénes?”, le preguntamos. “Pues la oligarquía de este país”. “Esa respuesta no aclara nada”, le dijimos. “¿Quiénes?”, repetimos. “¿Es que ustedes no leen prensa?”. Y con esa pregunta Fidel Castaño dio por concluido el diálogo sobre dicho tema.

La razón de esa conversación se remonta a un año antes: pocos días después del asesinato de Carlos Pizarro, en acuerdo con el gobierno nacional, se me asignó la tarea de coadyuvar en la investigación de ese crimen, junto con Alvaro Jiménez, otro desmovilizado del M-19.

Y ahí estábamos los dos frente a Fidel Castaño, sin una aguja, metidos en la cueva del lobo, protegidos apenas por la convicción de que realizábamos una “labor de Estado” y también por algo más tenue pero más cierto en ese entonces: la inevitabilidad de la paz en Colombia. Y es que al calor de la Asamblea Nacional Constituyente se habían desmovilizado, además del M-19, otros tres grupos guerrilleros, mientras las Farc y el ELN emprendían conversaciones con el gobierno en Caracas.

El propio Fidel Castaño había licenciado a una parte importante de su fuerza militar en Córdoba y Urabá. Simultáneamente, las ilegalizadas autodefensas del Magdalena Medio buscaban un acuerdo para resolver sus problemas jurídicos y devolverle las armas al Estado.

Todo este cataclismo de la guerra había sido provocado por la decisión que Carlos Pizarro había tomado el 10 de enero de 1989. En una declaración conjunta con el gobierno nacional hacía explícita la posibilidad de hacer dejación de las armas. Una herejía para los revolucionarios de aquel entonces que habíamos hecho de los fierros un fetiche.

El cataclismo de la guerra no se detuvo en Colombia. Joaquín Villalobos, ex comandante del grupo guerrillero más incisivo de El Salvador, el ERP, ha reconocido públicamente que la desmovilización del M-19 rompió en Centroamérica el mito de las armas como insignia revolucionaria y los pudores de una generación amamantada en las consignas de “vencer o morir”. La paz del M-19 hizo posible otras paces.

Pizarro había asumido la jefatura nacional del M-19 después de la muerte de Alvaro Fayad, quien en su calidad de comandante general del M-19 decidió la toma del Palacio de Justicia en un intento desesperado y fallido de hacer claridad y salvar un proceso de paz que ya había naufragado. Le tocó también a Fayad la difícil opción de denunciar ante la opinión pública la masacre perpetrada —a nombre de la revolución— por Javier Delgado contra su propia tropa en Tacueyó (Cauca).

Pizarro era en ese entonces, dentro del M-19, el comandante de la Fuerza Militar de Occidente. Al principio trató, con toda su pasión y su fuerza, de congraciar de nuevo las armas guerrilleras con la simpatía popular. No le fue posible, pese a la osadía de campañas militares como ‘Paso de vencedores’ y ‘De pie Colombia’, cuyo epílogo fue la incursión en los barrios ricos del sur de Cali.

Pero la gloria de Pizarro fue escuchar a un pueblo que, al principio, con su silencio, le dijo que ya era el momento de silenciar las armas. Que se lo repitió a viva voz en Santo Domingo a través de los miles de visitantes: “Comandante, haga la paz. Abajo lo esperamos”.

La gloria de Pizarro fue poner su enorme prestigio de revolucionario sin mancha, de guerrero valiente, de hombre de honor, al servicio de la reconciliación de los colombianos. Esa gloria no debe morir, no puede morir. Como tampoco el sendero de paz que abrió Pizarro hace más de 12 años en un rancho campesino del Tolima. Porque es el único camino para reconstruir esta Nación. Lo otro es resignarnos a que la historia se la inventen los sicarios de la verdad y de la esperanza. Y ello significaría despojarnos de historia, y por consiguiente, de futuro.