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Una foto histórica: Ban ki-moon y Timoleón Jiménez 'Timochenko' se estrechan la mano el 23 de junio en La Habana, Cuba. | Foto: AFP

PROCESO DE PAZ

23-J, el día esperado

No sólo se acaba la guerra. Empieza una etapa de grandes oportunidades y no pocos retos. Análisis de Rodrigo Pardo, director editorial de Semana.

23 de junio de 2016

Y llegó el día. Tres meses después del que habían acordado el presidente Juan Manuel Santos y el jefe de las FARC, Timoleón Jiménez. Y varios más que los “pocos meses” que esperaba el primer mandatario cuando anunció la apertura de los diálogos en noviembre del 2012. Un tiempo largo que sirvió para que las partes asimilaran lo que realmente estaba en juego, pero que les sirvió a los críticos de las negociaciones para desprestigiar el proceso y que alcanzó a cansar a partidarios de la negociación. Porque, de hecho, el asunto del tiempo y de la fecha llegó a tomar más tiempo del que merecía en debates y columnas de opinión.

Pero esa página quedó atrás. El 23-J quedará grabado como el día en que el Estado colombiano y las FARC, frente de la comunidad internacional, se comprometieron a ponerle fin a la confrontación armada. Un hecho tan contundente y trascendental, que en la práctica se convierte en el fin del proceso. Al fin y al cabo, marca la terminación de la guerra. Ante semejante noticia, poco importa que aún falta por acordar todo un punto de los seis que componían la agenda –el de la refrendación e implementación- y algunos pendientes de los cinco anteriores, ya pactados. En este 23-J ni siquiera se ha hecho énfasis en la frase que se reiteró hasta el cansancio cuando se hicieron los anuncios sobre los primeros pactos: “que nada está acordado hasta que todo está acordado”. También esta cláusula quedó superada por la firma de este jueves. Hoy sería más realista decir que las negociaciones entraron en una recta final sin destino posible diferente al acuerdo final.

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Varios elementos ratifican esa conclusión: los puntos negociados –cese al fuego y hostilidades, bilateral y definitivo; garantías para la guerrilla desmovilizada; acciones contra bandas paramilitares; dejación de armas; zonas de concentración- y la presencia de una delegación de pesos pesados de la comunidad internacional: presidentes de los países garantes y acompañantes (Cuba, Chile, Venezuela y Noruega, este último con su canciller); Secretario General de la ONU y presidentes de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad; jefes de Estado de República Dominicana, México y El Salvador, representativos de los organismos multilaterales regionales; enviados especiales de Barack Obama y de la Unión Europea.

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La presencia de estos poderosos en el Palco de Convenciones de La Habana tiene tres significados. El primero, que la comunidad internacional cree en el proceso de paz. De hecho, corrobora que hay mayor confianza en la comunidad internacional que en la polarizada política parroquial colombiana. El segundo, que el gobierno Santos y las FARC están realmente dispuestos a cumplir los compromisos y estuvieron dispuestos a registrarlo así ante el mundo. (Como escribió ayer en El País de España Joaquín Villalobos, ambas partes se cruzaron en un momento en que a ambos les interesaba más la paz que la guerra). Y el tercero, que en el andamiaje pactado para dejar atrás la guerra habrá un papel fundamental de actores internacionales: el Consejo de seguridad de la ONU verificará el cese al fuego, los países amigos y garantes seguirán prestando sus buenos oficios; Estados Unidos y Europa brindan apoyo político y tienen una tarea en el posconflicto; y los acuerdos se formalizan con mecanismos del derecho internacional como los protocolos de los Convenios de Ginebra.

En un mundo preocupado por el terrorismo y la violencia, el fin de la confrontación en Colombia es visto como una esperanza. La comunidad internacional no solamente la apoya, sino está dispuesta a asumir funciones específicas. La que se acordó en La Habana es una paz “internacionalizada”.

El 23-J casi coincide, además, con la publicación de la ponencia del magistrado Luis Ernesto Vargas, en la Corte Constitucional, que avala la reforma que hizo el Congreso para permitir un plebiscito en el que los ciudadanos se puedan manifestar a favor o en contra de los acuerdos. Falta ver si sus ocho compañeros de sala avalan sus puntos de vista, pero el primer paso va en dirección de facilitar el llamamiento a las urnas. No menos significativo es que las FARC hayan insinuado que aceptan la fórmula, siempre y cuando mantenga el espíritu de la ponencia. Hasta ahora, este grupo se había opuesto al plebiscito y defendía –como mecanismo de refrendación- el de la Constituyente.

De modo que hay dos hechos, en este 23-J, que marcan un cambio de rumbo. El camino venía tortuoso: diálogos dilatados, desesperanza exacerbada, cese al fuego bilateral enredado y plebiscito en el limbo. El escenario ahora es otro: el acuerdo final y el plebiscito están a la vuelta de la esquina. Y la probable concreción de ambos significa el inicio de una etapa política inédita y muy distinta a la de los últimos meses. Con retos muy complejos: la seguridad de los miembros de las FARC, la implementación de un esquema de justicia transicional laberíntico y confuso, las elecciones que se avecinan –desde el plebiscito en el segundo semestre del 2016 hasta las presidenciales del 2018- y la ejecución de complejos proyectos de posconflicto por parte de un Estado totalmente ineficiente.

Pero también con oportunidades muy valiosas: consolidar la paz, con lo que significa superar seis décadas de violencia y la posibilidad de concentrar el esfuerzo colectivo en batallas contra los problemas de verdad: la desigualdad, la pobreza, el atraso. A partir de este 23-J también habrá una nueva dinámica en la política. Por la llegada de las FARC, en primer lugar, pero también por las reformas que se vendrán. Porque el actual modelo político no es adecuado para tramitar la transformación de las FARC a un grupo legal. Su presencia en el escenario induce una dinámica de cambios que tendrán que ver con garantías a la oposición, régimen electoral, organización de elecciones, etc. Los acuerdos de La Habana no sólo tienen como objetivo silenciar fusiles, sino impulsar reformas.

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Falta ver si así lo asumen los principales actores y si este cruce de caminos sirve también para cambiar la tendencia que traía la política en los últimos años. La de la polarización Santos-Uribe, concentrada en el apoyo o rechazo al proceso de paz (controversia que queda superada) y la consecuente degradación del discurso político.

En un mundo ideal, el presidente Santos se empeñaría, en los dos años que le restan en el poder, en gerenciar los acuerdos para asegurar su implementación, con espíritu generoso y sin cálculos sobre política pequeña. Y el expresidente Uribe, ante el fin de la confrontación, miraría al futuro y aportaría a las oportunidades que se abren con la paz, en lugar de quedarse en el pasado con ánimo revanchista. Y las FARC como fuerza política, actuarían con realismo para ganarse a una opinión pública que, sobre todo en las ciudades, no las conoce y las rechaza porque tiene une memoria fresca de sus acciones violentas de los últimos años.

Pero no estamos en un mundo ideal. La ejecución de un acuerdo con decenas de detalles contenciosos y complejos puede generar incidentes más allá de la voluntad de las partes para ejecutarlos. El período que va del 23-J (fin de la guerra) al día D (acuerdo final) será decisivo para finalizar los acuerdos, así como el que irá desde este último hasta el 31 de diciembre, para ejecutarlos. No será ya un tire y afloje en la negociación, como en los últimos cuatro años, sino la hora decisiva para demostrar eficacia en llevar lo pactado a la realidad.

Al final, la pregunta clave es si el 23-J no sólo será recordado como el fin de la guerra sino como el comienzo de una nueva etapa para el país. La de una política sin armas y de una democracia más profunda. La oportunidad es histórica, y ya es hora de que así lo entienda la opinión pública, de la misma manera como la he hecho hace rato –y lo reiteró este jueves- la comunidad internacional.