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Colombia: ¿descubriremos la política?

Hace tiempo la política se dedicó a la corrupción, las elecciones, el clientelismo y la violencia, y dejó de pertenecerle a los colombianos. Su futuro depende de qué tanto, hombres y mujeres, estén dispuestos a organizarse y a defender el interés público.

Hernando Gómez Buendía
10 de enero de 2000

Los colombianos sentimos que el país no tiene rumbo. No porque creamos que no van a pasar cosas, sino porque creemos que las cosas van a pasarnos. Tampoco porque nos falten proyectos personales —acabar mis estudios, mejorar de puesto, levantar pareja...— sino, precisamente, porque tenemos sólo proyectos personales. No hay sueños colectivos.

El lugar para los sueños colectivos se llama la política. Por eso nuestro mayor problema es no tener política. Sin un espacio para imaginar el futuro ni una herramienta para construirlo, es del todo imposible resolver nuestras grandes dolencias colectivas: violencia, subdesarrollo, corrupción e ineficiencia.

A los colombianos nos robaron la política. Nos la robaron entre los políticos, los violentos, los narcos, los gringos y los burócratas. Nos la robaron en cinco enviones. El primero fue cambiar las elecciones por la política. El segundo fue hacer violencia sin hacer política. El tercero fue llenar de crimen la política. El cuarto fue llevarse la política para el extranjero. Y el quinto fue engordar el fisco para quedarse con él. La actual crisis de Colombia viene de estos cinco raponazos. Y el futuro sobre todo depende de si logramos o no logramos recuperar la política.



Primer raponazo: elecciones sin política

El robo comenzó hace tiempo. Hace —según se mire— 180 años (Independencia), 100 años (Constitución de Núñez) o 50 años (Frente Nacional). De entonces para acá Colombia se honra —y con razón— de ser una de las democracias más estables del mundo. Eramos la ‘Suiza de América’ porque aquí había elecciones mientras nuestros vecinos vivían de golpe en golpe. Pero la democracia electoral tiene una paradoja, que hace dos siglos notó lord Robert Cecil Salisbury: “Si aceptamos el voto universal, los pobres harán todas las leyes y los ricos pagarán todos sus costos”.

La profecía del lord no se cumplió en los países del norte, porque el invento del ‘Estado Benefactor’ precisamente sirvió para que cada vez hubiera menos pobres y más ricos. Pero en un país subdesarrollado, la democracia electoral tiende a ser inestable: los pobres cada rato amenazan con elegir un gobierno: populista o izquierdoso, de esos que asustan a los oligarcas; y entonces los oligarcas llaman a los generales.

¿Cómo hizo entonces Colombia para tener una democracia estable sin un Estado Benefactor? Este es nuestro aporte enorme pero secreto a la historia mundial de la política. El secreto fue ingenioso: seguir haciendo elecciones, pero quitarles toda su importancia. Dejar que el pueblo vote cada cuatro años, pero evitar que los elegidos hagan nada de fondo. O sea: separar las elecciones de la política, y reducir la política a puras elecciones.

Y a eso se llegó mediante una elaborada fragmentación del poder. En primer lugar, porque el Estado mismo fue desde siempre débil (ni siquiera ha tenido nunca el monopolio de la fuerza armada). Y en segundo lugar, porque el Estado se partió en compartimentos estancos. Los políticos se dedicaron a cuidar sus clientelas, y la política se le entregó a no-políticos: la política económica a los técnicos, la de orden público a los militares, la de droga a la DEA, la Constitución a los magistrados, y así sucesivamente.

Por eso nuestros dos partidos ‘políticos’ no toman partido sobre los temas políticos de veras importantes: la economía, el orden público, la droga, la Constitución, y así sucesivamente. Por eso, en vez de dos partidos políticos, hace tiempo tenemos dos federaciones electorales.

Los partidos no sirven más que para ganar elecciones. Y es más fácil ganar elecciones con clientelas amarradas, que con el incierto y movedizo ‘voto de opinión’. Por eso los dos partidos representan al país atrasado, el de las clientelas susceptibles de comprar y controlar. Pero también por eso el nuevo país cabe menos y menos en los partidos: un país urbano, educado y moderno no puede funcionar con la lógica de las clientelas. Y así ni usted ni yo —ni, sobre todo, los millones de jóvenes de Colombia— nos sentimos representados. No tenemos voz ni espacio para un sueño colectivo.



Segundo raponazo: violencia sin

política

El Frente Nacional reemplazó la lucha de las ideas por la apacible convivencia burocrática, o sea que oficializó aquello de elecciones sin política. Lo hizo, claro está, para acabar la violencia. Pero no ocurrió así: en lugar de reemplazar la violencia por la política, el Frente Nacional sacó a los partidos de la política y dejó que siguiera la violencia. Por eso llevamos medio siglo en este triple y trágico descase entre las elecciones, la violencia y la política.

Violencia de las Farc, el ELN y las demás guerrillas. Violencia paramilitar. Y aquí tenemos el segundo raponazo: el de una violencia ‘política’’ que en realidad no es política. La guerrilla colombiana es una importante fuerza militar y un ejército de ocupación territorial (incluso de autodefensa territorial); pero —cosa única en el mundo— la guerrilla no es una fuerza política. No lo es, sencillamente, porque no tiene apoyo de opinión, porque las Farc y el ELN son tremendamente impopulares, porque las masas urbanas y rurales no sienten que Marulanda y Gabino sean sus voceros. Y menos aún sienten que lo sea Castaño.

De modo que aquí no tenemos una guerra civil sino una guerra contra los civiles. Aparatos armados que se ensañan contra la población pero no encarnan proyectos de país. Guerra de matones, guerra sin pueblo. ¿La prueba? Que millones y más millones de colombianos salgan a gritar “no más”, pero que nadie grite “viva Marulanda” ni “viva Castaño”.



Tercer raponazo: criminalizar la política

Nos faltaba la droga y su horrenda metástasis a la política. La escena pública se oscureció con un Pablo Escobar en el Congreso, con un Lehder en campaña, con los símbolos del ‘nuevo país’ —Lara, Galán, Pizarro, Jaramillo— muertos por la mafia y no por sus ideas, con el 8.000 y su rosario de ‘líderes’ untados, con la crisis agobiante de Samper, con el flujo imparable de narcodinero en las elecciones. Los candidatos de bien quedaron en desventaja. Los mejores se marginaron. Sufrimos 20 años de escándalo y desilusión ciudadana con la política. Y el país de la gente honrada, el de la gente común, fue sacado y fue saliendo de la vida pública.



Cuarto raponazo: la política se va del país

En esos 25 años fuimos pasando de ‘Suiza de América’ a ‘narcodemocracia’, nos fuimos convirtiendo en país-problema del hemisferio por cuenta sucesiva e interrelacionada de los narcos, de los derechos humanos, del daño ambiental, de las fronteras y —cómo no— de la pérdida de competitividad y atractivo para los inversionistas de la aldea global. El resultado simple y llano ha sido la injerencia creciente de la ‘comunidad internacional’ (es decir, de los gringos) en nuestros ‘asuntos de política interna’.

¿O acaso alguien ignora que los gobiernos de Betancur, Barco, Gaviria, Samper —y ahora Pastrana— se nos fueron en líos de la DEA, como decir la extradición, el narcoterrorismo, las narcobonanzas, el 8.000 y la ‘narcoguerrilla’? ¿Alguien ignora el malestar y la presión creciente de los países vecinos? ¿El descontento de la Unión Europea con los asesinatos y los desplazados? ¿Ignora la tutoría nerviosa de Moody’s y sus similares sobre nuestra economía? ¿O la intervención final del Fondo Monetario Internacional? Todo lo cual, en blanco y negro, significa que el centro de gravedad de la política colombiana no está en Bogotá sino en Washington.



Y quinto raponazo: el asalto al fisco

El movimiento constituyente del 91 fue una insurrección del ‘nuevo país’ contra la ‘clase política’. Fue un gran intento de limpiar la política y devolvérsela a los ciudadanos. Pero ese intento se quedó en poesía por tres razones centrales. Una —ya lo dije— porque a lo largo de esta década se atravesaron el raponazo de los violentos, el de los narcos y el de los gringos. Otra, porque a los constituyentes les faltó grandeza: por pensar en su futuro electoral, no pensaron en darnos partidos políticos —colectivos, organizados y modernos— donde cupiéramos los ciudadanos y no apenas las clientelas. Y otra, porque entre la Constitución y los gobiernos Gaviria y Samper se logró el milagro de duplicar el peso económico del Estado, sin elevar por eso la productividad nacional ni mejorar en serio los servicios. Fueron ocho años de festín burocrático, de sobresueldos y pensiones, de transferencias sin contraprestación, de demagogia a corto plazo, de tapar el hueco con préstamos carísimos, cuando no de saqueo mondo y lirondo. Y ahora viene el guayabo.



Y despues ¿que sigue?

1. Sigue, en primer lugar, el forcejeo y la pataleta para arreglar el daño físcal: ¿quiénes sufrirán los recortes? ¿quiénes pagarán la comida ya comida? Es el tema de las luchas de Fecode o la USO, el de los paros cívicos, el de los usuarios de Upac, el de los banqueros...

Nos esperan años de muy intenso conflicto social, de pujas distributivas, de triunfo del más fuerte, de ventaja neta para los caciques, los sindicatos oficiales y los cacaos, de pérdida neta para el ciudadano común, el trabajador común y el empresario común. A no ser que el ciudadano, el trabajador y el empresario decidan organizarse para hacer presencia colectiva en la política.

2. Sigue, en segundo lugar, la política desde el extranjero. El prohibicionismo y la presión norteamericana por cuenta de la droga se mantendrán por mucho tiempo. Tendremos más extradición y más fumigación. Tendremos más presión internacional por los derechos humanos, por el medio ambiente, por la seguridad fronteriza, por el clima de inversión.

Los de arriba piensan que ese es el único modo de ‘ponerle orden a este país’, de llevarlo al camino de la paz y la prosperidad. En el mejor de los casos, sin embargo, este camino pasaría por más conflicto con los narcos, con los cocaleros y con los muchos poderes que violan los derechos humanos, dañan la ecología, perturban las fronteras y corroen las instituciones. Y pasa, en todo caso, por el riesgo de que a la ‘comunidad internacional’ le importe más su agenda propia que la agenda de Colombia. A no ser que la mayoría se organice para hablar con los extranjeros de tú a tú.

3. Sigue, en tercer lugar, la narcopolítica. Nos esperan más micos, más carcelazos y más desprestigio. Nos esperan —ojalá que no— más bombas y más narcoelecciones.

A no ser que aquella mayoría organizada elija un Congreso donde no quepan narcos. Y proponga un nuevo diálogo mundial acerca de la droga: no uno basado en prohibicionismo versus legalización —que son, ambos, opciones moralistas y superficiales— sino en atender las causas que aquí subyacen a la producción y allá subyacen al consumo.

4. Sigue, en cuarto lugar, el proceso de paz. La pregunta esencial por resolver es esta: ¿cómo convertir en poder político el poder militar de la guerrilla?

Nos esperan dos series de movimientos. Una, más acciones militares, de la guerrilla para aumentar su ‘activo negociable’, de las Fuerzas Armadas para disminuirlo. Otra, el toma y daca de las negociaciones, para cambiar el chantaje de las armas por más o por menos concesiones políticas. La primera vía significa más muertos civiles, y la segunda significa más reformas a espaldas de la mayoría. A no ser que la mayoría se organice y traiga la guerrilla a la política, o sea que Marulanda someta sus propuestas al juicio popular y tenga garantías para salir a las plazas.

5. Y sigue, en quinto lugar, el descase entre elecciones y política. Los partidos seguirán agonizando... y seguirán triunfando mientras nada los reemplace. El país atrasado seguirá en posesión de la política. El voto de opinión seguirá en aumento, buscando cada vez al ‘bueno’ que le indiquen SEMANA y otros columnistas. Sus campañas se basarán en un programa simplón: ‘Yo soy honrado’. Llegarán al poder —a un pedazo fragmentado de poder— y por eso... tampoco podrán cambiarnos nada.

A no ser que las mujeres y hombres que no cabemos en la política nos organicemos para defender el interés público —que es, por lo mismo, el interés nacional y el interés mayoritario— contra los cinco grandes raponeos.