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Los antiuribistas y los antisantistas pecaron por sus excesos en esta contienda electoral

POLÍTICA

Colombia dividida

La primera responsabilidad del presidente Santos tiene que ser la reconciliación de los espíritus.

16 de junio de 2014

Colombia nunca había tenido una elección que hubiera dividido tanto a los colombianos como la del domingo. Durante el último medio siglo las confrontaciones electorales habían sido relativamente moderadas. Los contendores se consideraban adversarios más que enemigos. La diferencia entre uno y otro es que al adversario se lo derrota y al enemigo se lo destruye. Hoy los uribistas odian a los santistas y viceversa. En el país se está viviendo un ambiente tenso repleto de pugnacidad y agresividad. Esa polarización llegó a presentarse incluso dentro de las familias. Así como en la guerra civil española estas con frecuencia se dividían entre republicanos y nacionalistas, en el país hoy muchas viven enfrentamientos entre zuluaguistas y santistas. En el fondo lo que hay detrás de estos no es más que uribismo y antiuribismo. Por eso, la primera responsabilidad del nuevo presidente tiene que ser la reconciliación de los espíritus. No va a ser fácil pues las cicatrices están aún abiertas y llenas de sal. Pero no puede ser que existan más posibilidades de diálogo con la guerrilla que contra la contraparte del Establecimiento que piensa diferente. 

 Una particularidad de la campaña presidencial que acaba de terminar es el nivel de exageraciones y casi histeria con que los uribistas perciben a los santistas y viceversa. Los partidarios del expresidente ven con verdadero terror la reelección de Santos como la antesala de una Colombia cuasisocialista e inmanejable. La frase del “castro-chavismo”, forjada por Uribe, caló hondo en casi la mitad de la gente. La posibilidad de excomandantes de las Farc echando discursos en el Congreso o siendo elegidos para gobernaciones o alcaldías atizaba ese pánico. Para ese sector en cuatro u ocho años Colombia se podría  venezualizar con un Iván Márquez o un Catatumbo en la Casa de Nariño, o si le iba bien al país con Gustavo Petro. El proceso de paz de Juan Manuel Santos con asesoría internacional, con representantes del Ejército, la Policía y los empresarios en la Mesa de negociación era descartado por el Centro Democrático como una simple opereta para crearle al presidente un escenario que diera lugar a algún tipo de firma para ser reelegido y de pronto ganarse posteriormente el premio Nobel.

 El raciocinio detrás de esta línea de pensamiento era básicamente la teoría de la traición. De acuerdo con esta, el gobierno de la seguridad democrática había dejado al país a un paso de la derrota militar a la guerrilla y Santos en lugar de darle el tiro de gracia le tendió la mano. Acaloradas conversaciones en ese sentido se dieron durante el último año en toda clase de reuniones y en todos los estratos. Desde el Jockey Club de Bogotá hasta una feria de ganado en Montería el tema era el mismo. La única salvación para ese grupo era la elección de Zuluaga con Uribe detrás de él. Desde la época de la violencia partidista no se le había temido tanto a la llegada de un enemigo al poder y desde el triunfo de la revolución cubana no se había evocado tanto el fantasma del socialismo.

 La contraparte de este bloque ideológico no era tanto el santismo como el antiuribismo. La misma vehemencia y exageración que se decía en las reuniones del Centro Democrático se leían todos los días en las columnas de prensa contra el expresidente Uribe y su candidato. No había día en que no aparecieran tres o cuatro en la prensa nacional criticándolos o incluso insultándolos. El desequilibrio en materia de información fue abrumador por el cuasiunanimismo de los columnistas en su animadversión a Uribe. Si triunfaba Zuluaga, la repetición de los excesos del uribismo se daba por descontada. Se anticipaba un regreso al autoritarismo de un Estado policial, al todo vale de un Estado de opinión y a la perpetuidad de la derecha en el poder, con la posibilidad de que Álvaro Uribe pudiera volver a ser presidente después de cambiar la Constitución. El pánico que producía la llegada de ese fascismo era de las mismas dimensiones del que sentía el otro bando por la llegada del comunismo.

 Las dos interpretaciones eran igual de histéricas y simplistas. Pero el cruce de miedos hizo que se produjera una guerra sucia sin antecedentes. Dos elementos que no existían hace pocos años desempeñaron un papel protagónico en esa contienda: las redes sociales y la propaganda negra. Internet ha creado una nueva franja de opinión más masiva y más rápida que cualquier medio tradicional. A través de Facebook, Twitter, Instagram y otros derivados se mueve una opinión más radical, más manipulada, más contestataria y más tirapiedra de la que se registra en El Tiempo, El Espectador, Caracol, RCN, entre otros. Ante la polarización existente en el país, en esas redes sociales se ventilan resentimientos, frustraciones e insultos que no formaban parte del lenguaje político de antes, que era más racional y argumentado.

 Otra novedad ha sido la propaganda negra. Hasta hace poco en Colombia la publicidad política se centraba en la venta de las virtudes del candidato y no en los defectos del contrincante. Las cuñas de televisión negativas, tan comunes en Estados Unidos, no existían. Este año hicieron su debut y con fuerza. Esto obedece en parte a que los asesores internacionales cada vez desempeñan un papel más preponderante y la materia prima de esa profesión es la zancadilla al adversario. A J.J. Rendón se le ha asociado con esa escuela, pero esa estrategia la practican con la misma intensidad su reemplazo en la campaña santista el español Antonio Sola y el mago brasileño de Zuluaga, Duda Mendonca. Ese viraje en el enfoque de la publicidad fue lo que produjo las cuñas en televisión que vieron los colombianos las últimas semanas.

También hubo calumnias, mentiras, tergiversaciones  y exageraciones. Tal vez la más grave fue la acusación del expresidente Uribe de que Santos había recibido 2 millones de dólares del narcotráfico. A pesar de las declaraciones secretas ante la Procuraduría, esto no terminó en nada e hizo mucho daño y tampoco quedó bien el expresidente poniendo en tela de juicio por anticipado la legitimidad de las elecciones. Santos por su parte también incurrió en un poco de tergiversación. Por ejemplo, acusó a Uribe de haber extraditado a los jefes paramilitares para callarlos, lo cual no es exacto. Todo paramilitar preso en Estados Unidos puede declarar lo que quiera y cuando quiera, y se lo registran tanto los medios de comunicación como la Justicia colombiana. Así como ha habido propaganda negra, vale la pena registrar que una cosa es desacreditar al adversario con acusaciones verdaderas y otra con acusaciones falsas. Como en la campaña las dos se confundieron, los colombianos quedaron desorientados. Y en cuanto a la guerra sucia, vale la pena decir dos cosas. Dada la nueva modalidad de hacer política se va a repetir de ahora en adelante en todas las elecciones presidenciales. Pero como dijo Héctor Abad en su más reciente columna en El Espectador, la guerra sucia actual es menos grave que la guerra sucia de hace pocos años. Como él recuerda en ese momento a los contradictores no se les insultaba sino que se les mataba. A pesar de esto, es de esperarse que las futuras contiendas electorales sean menos pugnaces que la que acaba de terminar.