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Como el reclamo de D'Escoto sobre San Andrés no tiene ninguna explicación jurídica ni diplomática, sólo puede tener una geopolítica y militar

12 de mayo de 1986

"San Andrés y Serrana son sandinistas", deletrean los niños nicaraguenses para aprender la "s" en sus cartillas de lectura. Y el canciller Miguel D'Escoto que ya no tiene edad para estar aprendiendo las primeras letras, repite la misma tesis en las conferencias internacionales. El 5 de abril, en una rueda de prensa dada en Panamá tras la última reunión de los cancilleres de Contadora, del Grupo de Apoyo y de los países centroamericanos, dijo D'Escoto al ser preguntado sobre la ambición "expansionista" de su país implícita en el constante reclamo de las islas colombianas: "Creo que es al contrario. nuestra posición sobre San Andrés y Providencia ha sido expuesta en documentos que no estamos tratando de sostener por medio de la fuerza. A nuestro juicio el tratado Esguerra-Bárcenas (tratado de límites entre Colombia y Nicaragua firmado en 1928) es, nulo e inválido por vicios insubsanables de raíz".
Y nadie entiende. ¿Cómo es posible que los sandinistas nicaraguenses, que tienen problemas de vida o muerte con todos sus vecinos y por añadidura con los Estados Unidos, pretendan creárselos además con el gobierno colombiano, que es precisamente el que ha encabezado la solidaridad internacional con su asediado régimen? En el preciso momento en que Contadora se derrumba, Reagan se sale con la suya, Costa Rica se inquieta, Honduras se moviliza y hay en el aire olor a guerra, D'Escoto se comporta como un niño de cinco años que no ha aprendido a leer. Los amigos de Nicaragua se deprimen: inoportuno y torpe. Sus enemigos se regocijan: los sandinistas se quitaron la máscara.
Los juristas se indignan: absurdo. Y es que, efectivamente, desde ningún ángulo la posición nicaraguense aparece bajo una luz favorable, salvo que se reciba--en las palabras del can ciller colombiano Augusto Ramírez Ocampo--como una posición "para uso político interno". Desde afuera en lo jurídico es incomprensible. En lo político, asombrosa. Y en lo estratégico resulta preocupante.
En lo jurídico la situación es diáfana. Como dice el ex canciller Alfredo Vázquez Carrizosa en su libro sobre los cayos del archipielago sanandresano, "no hay otro caso en América de una más perfecta continuidad en el goce de títulos de una nación sobre un territorio, conforme al Derecho Internacional y a la práctica jurídica americana". Los títulos de Colombia sobre el archipiélago se derivan en efecto del principio cardinal de toda la organización política latinoamericana, que es el Uti Possidetis Juris de 1810. Según este, los paises salidos de las guerras de independencia contra España heredaban la división territorial recibida de la Colonia. Y desde 1803, el archipiélago de San Andrés con todas sus islas y cayos, así como la costa de los Mosquitos en América Central, había sido desprendida por Real Orden de la Capitanía General de Guatemala para pasar a depender del Virreinato de la Nueva Granada, y esto a petición expresa de sus habitantes.
Desde la Independencia hasta hoy, Colombia ha mantenido ininterrumpidamente sus derechos sobre el archipiélago mediante infinidad de actos administrativos y militares, desde los decretos del vicepresidente general Santander en 1822 hasta el envío, en estos días, de aviones T-37 a la base naval de San Andrés, pasando por las acciones de don Rafael Núñez como gobernador de Cartagena contra los norteamericanos que se llevaban el guano de los cayos e islotes.
En lo que se refiere a la Mosquitia --que iba desde el río Chagres hasta el Cabo Gracias a Dios--la situación ha sido distinta, pues siempre fue considerada "negociable". En diversas ocasiones los gobiernos colombianos la defendieron contra intervenciones externas: la inglesa, que estableció allí al rey de los miskitos Roberto Carlos Federico I en 1840, y la norteamericana, que respaldó al gobierno pirata de William Walker en Nicaragua en 1856. Pero estuvieron siempre dispuestos a ceder la Mosquitia a los países centroamericanos a canjearla por cosas a veces tan etéreas como la que propusieron alguna vez los próceres del romanticismo liberal: entregar el territorio a cambio de que Costa Rica adoptara una Constitución similar en sus principios liberales a la nuestra de Rionegro.
De hecho, la costa Mosquitia y sus islas más cercanas--Mangle grande Mangle chico--fueron anexadas por Nicaragua en 1890 para arrendársela a los Estados Unidos, que las codiciaban. Y sólo en una ocasión, durante el gobierno del presidente Concha los nicaraguenses hicieron un amague de expedición sobre San Andrés y Providencia, apoyados por los Estados Unidos, que no llegó a realizarse.
El tratado Esguerra-Bárcenas, que es un tratado de límites, se hizo para zanjar esos problemas. Por él, Colombia cedió a Nicaragua la Mosquitia y las islas Mangle, y Nicaragua reconoció en cambio la posesión de Colombia sobre el archipiélago de San Andrés, con sus islas y cayos hasta el meridiano 82 de Greenwich.
La tésis sandinista, expresada desde 1980 en un Libro Blanco, es que ese tratado tiene "vicios de raíz" por varias razones. Una es que se firmó cuando Nicaragua estaba ocupada por los marines norteamericanos, otra es que fue "mantenido secreto".
Otra más, que viola la Constitución nicaraguense de 1979, según la cual ningún tratado puede ceder una parte del territorio nacional, y en consecuencia queda anulado por ella. El Libro Blanco alega que el archipiélago forma parte "integrante e indivisible" de la plataforma continental de Nicaragua. Y la ley nicaraguense sobre plataforma continental y mar adyacente dispone que la "soberanía y jurisdicción" sobre estos "se extiende hasta las doscientas millas marinas".
Los especialistas en derecho internacional se mesan los cabellos ante este cúmulo de "absurdos". Enrique Gaviria Liévano, autor de un libro exhaustivo sobre " Nuestro archipiélago de San Andrés y la Mosquitia colombiana", los rebate punto por punto. La tesis de que el tratado Esguerra-Bárcenas fue "mantenido secreto" en Nicaragua "no resiste el menor análisis", dice Gaviria. Fue discutido en la prensa, en el Congreso, en la comisión de Relaciones Exteriores, durante el curso de dos años.
Lo firmó un gobierno conservador y lo ratificó uno liberal. En cuanto a que sea "anulado" por la Constitución sandinista, Gaviria señala: "La Convención de Viena precluye la posibilidad de que las disposiciones de derecho interno de un país justifiquen el incumplimiento o nulidad de un tratado internacional". Y en lo referente a que las islas formen parte de la plataforma de Nicaragua, Gaviria apunta que, para empezar, las islas están muchos kilómetros por fuera de la plataforma continental de Centroamérica. Y además, esa no es una tesis válida de derecho internacional: "De prosperar, Francia sería dueña de Inglaterra", y, de ser consecuente, Nicaragua tendría que reclamar a la República Dominicana, Haití y Jamaica. Gaviria comenta finalmente que "de producirse el absurdo hipotético de anular el tratado de 1928, la consecuencia más inmediata es la de retrotraer las cosas al estado en que se encuentran antes de suscribirse el tratado. En nuestro caso, las islas Mangle y la Mosquitia revertirían nuevamente a Colombia".
"El problema de fondo--dice Gaviria a SEMANA--es que la posición de Nicaragua pone en te a de juicio todas las relaciones internacionales y las fronteras del mundo". En resumen: de ser aceptada, la tesis nicaragiiense sembraría el caos universal.
Pero es que, en realidad, no se trata de un simple capricho del canciller D'Escoto, ni se limita a mera "falta de oportunidad", como lo minimizan sus defensores. Se trata de una posición permanente de los sandinistas explicada en su Libro Blanco del 80 y reiterada de modo a veces impertinente: como cuando D'Escoto, ese mismo año, envió un telegrama al presidente Turbay de gira en San Andrés excusándose de no poderlo recibir protocolariamente en ese territorio nicaraguense a causa de "la ocupación colombiana". La tesis no es jurídica, sino política. Y eso es precisamente la que ha causado tanto revuelo en Colombia, haciendo que las diversas reacciones a la declaración de D'Escoto hayan dejado de lado el aspecto del derecho, sobre el cual todo el mundo está de acuerdo, para expresar divergencias políticas.
Han opinado, en efecto, todos los que podían opinar. Los ex cancilleres (ver recuadro), los ex presidentes, los candidatos presidenciales, los editorialistas de los grandes diarios. Y todos ellos han colocado el problema dentro de la discusión más amplia de Contadora y la política nicaraguense.
Virgilio Barco, después de aclarar que los derechos de soberanía de Colombia sobre el archipiélago "no admiten discusión alguna", advirtió que lo importante es que los "gestos de buena voluntad" como la participación colombiana en los esfuerzos de Contadora no se interpreten como un "olvido" de los intereses del país. Alvaro Gómez, por su parte, señaló que en lo referente al archipiélago "no tenemos nada que discutir con Nicaragua". Pero que lo grave es que "existiendo en Nicaragua un régimen totalitario", su consolidación "nos obligaría (a los colombianos) a establecer una carrera armamentista". Pardo Leal quiso marcar sus distancias con la histeria nacionalista despertada por las declaraciones de D'Escoto, enmarcándola él también dentro del problema global de Centroamérica: no hay que "unirse al coro del antisandinismo y a la retaguardia de Reagan", declaró.

El problema, en efecto, no es jurídico sino político, y tiene que ver con toda Centroamérica y el Caribe, con la política del presidente Reagan hacia Nicaragua y con los esfuerzos del Grupo de Contadota por evitar la expansión del conflicto. Pero visto así, también resulta absurdo que el canciller nicaraguense reviva intempestivamente reclamos hacia el país que más claramente ha condenado la intervención militar norteamericana contra los sandinistas por "contras" interpuestos. ¿Desagradecimiento? ¿Torpeza? ¿Expansionismo? ¿Qué pretende Nicaragua, fuera de que su canciller aprenda a leer palabras con la letra "s"? Porque, como señala el ex canciller colombiano Vázquez Carrizosa: "Con esta declaración Nicaragua le impide al presidente Betancur continuar actuando en su defensa". Es decir, le complica las cosas. Mal puede Nicaragua esperar que se condene la agresión norteamericana como violatoria del derecho internacional cuando ella misma está poniendo en cuestión las bases de ese derecho.


Una posible explicación, sin embargo, es la de que Nicaragua considera que en el campo jurídico su batalla con los Estados Unidos está perdida. El presidente Reagan ha demostrado hasta la saciedad, desde el minado de los puertos nicaraguenses hasta la ayuda a los "contras", que el derecho internacional lo tiene perfectamente sin cuidado en su propósito --ilegal de acuerdo con ese derecho- de derrocar al gobierno de un país extranjero. Lo suyo es la política de fuerza. Y, paradójicamente, a Nicaragua también le puede ir mejor en el terreno de la fuerza. No sólo porque tiene el Ejército más poderoso de la región, después del de Cuba, sino porque puede--tal como teme Reagan-incendiar todo el Caribe y América Central si ve que en ello está su último recurso de supervivencia. O sea, complicar las cosas también para los Estados Unidos.
Con lo cual el asunto se plantea no ya en los términos diplomáticos de la política tradicional, sino en el campo estratégico. Así lo han entendido ya los militares colombianos. El general Fernando Landazábal, antiguo ministro de Defensa, se queja de que a ellos no les consulten esos temas "cuando los conocen desde que son subtenientes". El general Ernesto Plata, comandante de la Brigada de Barranquilla, recuerda que nuestro archipiélago de San Andrés es un "punto estratégico del Caribe". Y coloca el tema dentro del escenario favorito de Reagan: el conflicto Este-Oeste: "En la medida en que los actores del conflicto Este-Oeste adopten estrategias más directas en el escenario del Caribe, más importantes serán San Andrés y Providencia", dice el general Plata. Y Landazábal coincide: "El afianzamiento de la revolución marxista en Nicaragua constituye un peligro de extrema gravedad para la soberanía colombiana", y "Colombia, antes de seguir apoyando la presencia del gobierno sandinista en Nicaragua, debe respaldar la posición de los Estados Unidos". El tema llega así precisamente a donde el Grupo de Contadora quería evitar que llegara: el terreno de la guerra generalizada. Y la base colombiana de San Andrés se puebla de aviones A-37, y los Mirages de guerra surcan el cielo de las islas, y empiezan a correr rumores de que han sido avistados submarinos (¿soviéticos?) en el cayo Serranilla.
Hay finalmente otra explicación de todo el episodio, mucho menos apocalíptica, y es la que el embajador nicaraguense en Colombia. Francisco Quiñones ha adelantado sin que nadie le haya hecho el menor caso. Que se trata, tal como dijo Ramírez Ocampo, de una tormenta para "asunto interno". Pero interno de Colombia, no de Nicaragua. Dice Quiñones que "no somos nosotros los que estamos reviviendo el asunto. El canciller D'Escoto no hizo más que responder a la insistencia de un periodista en hablar de él diciendo que en este momento no se estaba en esa discusión porque había cosas más importantes.
Son más bien eminentes personajes aquí en Colombia los que han estado reviviendo el asunto. Nosotros en ningún momento hemos manifestado que San Andrés sea de Nicaragua. Lo que hemos dicho, desde 1980, es que denunciamos el tratado, y que discutamos".
De manera que se vuelve a lo mismo. Pero un paso más arriba en el espiral del conflicto, puesto que Nicaragua se queda cada día más aislada en el continente.