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Este es el momento, el pasado jueves 5, en el que el presidente Juan Manuel Santos anunció un drástico remezón en el que cambió cinco ministros y dos altos funcionarios, como primera reacción a su caída en picada en las encuestas. | Foto: Javier Casella / SIG

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Crisis y revolcón en el gabinete de Santos

Ante el desplome en las encuestas, los paros y un malestar general, el presidente se juega esta carta en pos de la paz.

7 de septiembre de 2013

Es difícil entender cómo Juan Manuel Santos llegó a uno de los niveles de desprestigio más grandes que se han registrado en el país desde que existen las encuestas. Su 21 por ciento de imagen favorable y 72 de imagen desfavorable son inferiores a la cifra registrada por Ernesto Samper el día que Fernando Botero lo responsabilizó del ingreso de la plata del cartel de Cali. 

Son también inferiores al bajonazo que tuvo César Gaviria cuando enfrentó simultáneamente un apagón de seis horas diarias en el país y la fuga de Pablo Escobar. La única ocasión en que un mandatario colombiano ha estado por debajo del 20 por ciento en imagen favorable fue Andrés Pastrana en diciembre de 2001 cuando los excesos de las Farc en el Caguán se volvieron un escándalo inmanejable.

Todos estos casos, sin embargo, obedecieron a momentos extraordinariamente difíciles de la historia del país en los cuales sucedían cosas muy graves. El proceso 8.000 ha sido el escándalo político más grande de Colombia; la Catedral de Pablo Escobar, la mayor vergüenza, y el Caguán, el mayor fracaso. En la actualidad, sin embargo, no está sucediendo nada de esa magnitud. 

La economía no ha crecido al 6 por ciento pero sí al 4 por ciento; se han promulgado leyes estructurales importantes como la de víctimas y restitución de tierras y la de regalías, se han hecho grandes reformas al Estado y no ha habido escándalos de corrupción en alto Gobierno. 

Hace apenas tres meses Colombia era vista como el país al borde de un despegue económico, con reformas sociales y un proceso de paz que lo iban a sacar del Tercer Mundo y lo iban a hacer merecedor de pertenecer al club de los países civilizados. Entonces, ¿qué pasó? Hay algunas explicaciones fragmentarias. 

La negociación con los cafeteros acabó cediendo tanto que se abrió una compuerta de expectativas similares en otros sectores del agro que también atraviesan dificultades. La frase del presidente de que no había un paro nacional fue una metida de pata pero un lapsus linguae no puede costar 25 puntos en una encuesta. El 72 por ciento de imagen desfavorable en esa encuesta obedece a que el trabajo de campo se llevó a cabo en medio de un paro nacional muy mal manejado por el gobierno.

Esa coyuntura introduce un elemento de distorsión que se matizará apenas se normalice la situación. Pero aun así, la tendencia demuestra que el gobierno está desprestigiado y que hay un malestar subyacente en la psiquis de los colombianos que acaba de crear una nueva realidad política. 

Cómo le pasó esto a un hombre que todo el mundo daba como nacido y formado para ser presidente puede parecer sorprendente e insólito pero tiene explicación. Esta es una de las cuestiones de fondo que plantea este momento, uno de los más críticos que haya enfrentado un gobierno en los últimos 12 o 15 años. La otra tiene que ver con el año que le queda a Juan Manuel Santos, sus posibilidades de reelección y su apuesta por la paz.

El presidente intentó conjurar la crisis diciendo que se jugará sus restos por la paz, nombrando un gabinete al que llamó de “unidad para la paz” (ver artículo), y encargando como tarea central a tres de sus nuevos ministros temas relacionados con el proceso en La Habana. Pero eso por sí solo no resuelve la crisis en la que están sumidos el mandatario y su gobierno. Está por verse si el nuevo gabinete es el remedio para los desaciertos que llevaron a la actual situación. Y hay que ver si esa decisión es una carrera hacia adelante o si con ella consigue, si no reversar, al menos frenar la caída en las encuestas y en la percepción de los colombianos. 

¿Qué pasó?
Si en este gobierno no ha pasado nada de las dimensiones del 8.000, la Catedral o el Caguán, ¿por qué Santos está en problemas? Varios factores lo explican. 

El presidente Santos no construyó en sus primeros tres años ninguna narrativa que atravesara todo su mandato e identificara su gestión. La prosperidad democrática nunca ha tenido la contundencia propagandística ni de contenido de la seguridad democrática que mantuvo a Álvaro Uribe en niveles del 80 por ciento de popularidad. 

Y el gobierno ha cambiado de eje periódicamente. Empezó en un tono tecnocrático con las locomotoras de la ‘prosperidad’, pasó enseguida a la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras con corte social; siguió por el comercio, la inserción internacional y el liderazgo regional. Para terminar, hace un año, en la bandera de la paz y la negociación con las Farc. 

Desde el arranque de su gobierno Santos buscó desmarcarse de su antecesor. En lugar de la microgerencia del presidente Uribe, prefirió un estilo personal y de liderazgo más institucional y deliberativo. Optó por equipos fuertes, “dream teams”, que lo liberaran del día a día de la administración pública para pensar en los temas estratégicos del Estado. 

No obstante, esa apuesta gerencial requería un gabinete y una Casa de Nariño con un músculo político y un poder simbólico y comunicativo que nunca sincronizó bien sus piezas y condujo al peor de los mundos: ministros empoderados con agendas propias y un presidente que la opinión pública empezó a sentir desconectado y distante. 

La famosa ola invernal conspiró para un arranque difícil e imprevisto, pero temas clave, que podían haber dado a Santos identidad, tardaron en empezar: las grandes carreteras apenas empiezan a concesionarse; el desorden heredado de las licencias ambientales, la ausencia de un Código de Minas, aún frenan la locomotora minera; el gobierno se concentró en una restitución de tierras que apenas inicia, en medio de grandes amenazas de seguridad, y no prestó atención a la puesta en marcha de una política de fondo para el agro, cuya ausencia quedó patente con los paros; una urgente reforma a la Justicia se convirtió en una comedia institucional que dejó maltrechos al gobierno, las Cortes y el Congreso.

Negociaciones como las que tuvieron lugar con camioneros y cafeteros dieron la impresión de que el gobierno cedía bajo presión y abrieron una compuerta cuyas dimensiones no se comprendieron a tiempo. Por ella se coló una movilización social generalizada que sacó a la calle viejos y nuevos reclamos y puso en evidencia la magnitud del desfase de las instituciones respecto a las nuevas realidades del país. 

Equivocadamente, se intentó atribuir toda la movilización, del Catatumbo a Boyacá, a las Farc, lo que, en lugar de contener la protesta infló a una guerrilla que en muchas de esas zonas es marginal. Junto a un equipo negociador tras otro, el gobierno echó mano del viejo recurso del Esmad, pero ni los primeros ni el segundo han logrado frenar la protesta. El manejo errático que le dio el presidente, declarando un día que el paro no existía y al siguiente que el país estaba en medio de la tormenta, contribuyó a que la factura final de todo este acumulado fuera el batacazo de la encuesta de Gallup.

Si Santos no estuviera ante el trance de reelegirse las cosas serían a otro precio, pero, por primera vez en la historia del país, un mandatario en ejercicio deberá someterse al referendo ciudadano. Como dijo Antonio Navarro, “la reelección no está perdida pero está embolatada”. Aun si pasa la coyuntura de los paros y remonta en las encuestas, la perspectiva de repetir mandato no se ve clara pues el jefe de Estado está teniendo dificultades en los dos frentes clave para lograr reelegirse: carisma personal y resultados palpables de su gestión. 

Santos no ha despertado las pasiones de su antecesor. Errores de comunicación e intentos de ‘acercarlo’ al pueblo confundieron a la opinión y opacaron sus ventajas comparativas, como su conocimiento técnico, y su talante democrático por una agenda y actitud más liberal. Tampoco dispone de un paquete de políticas públicas que sean claro sello de su primer periodo, pues prácticamente cada año se cambiaba de frente. 

Lo que le da un cierto espacio de tranquilidad es que sus opositores no han podido siquiera asomarse  como alternativa, al menos los más enconados. Uno de los elementos más notorios de esta crisis es que el uribismo no la ha capitalizado. Aunque el propio Uribe mantiene una alta popularidad no puede reelegirse y sus candidatos no ganan en las encuestas ni una mínima parte de lo que pierde Santos (incluso, la opinión favorable sobre el primero de ellos, Francisco Santos, bajó 7 puntos). 

Sin embargo, de las cenizas del gobierno está surgiendo el ave Fénix de la tercería, encarnada en Antonio Navarro, cuya imagen favorable se disparó del 32 al 50 por ciento y es el único que sube en tal proporción (ver artículo). Sería raro que este salto, en medio de la gran movilización social, no se consolide como tendencia y, por lo pronto, servirá como el principal acelerador de un acuerdo entre verdes, progresistas y fajardistas, que podría ser la base para una nueva ‘ola verde’ con Navarro como candidato. 

Complicaciones suplementarias para la reelección. Con su imagen muy golpeada, una tercería con vientos a favor y la movilización social sin trazas de detenerse, al presidente Santos le queda un as bajo la manga. Un factor que ya en el pasado ha definido elecciones: la paz.

La gran pregunta es si esta bandera logrará garantizar la supervivencia política de un presidente herido en un ala. Y deja en la mesa otro interrogante: ¿hasta dónde ligar su suerte al proceso en La Habana introduce tensiones que pueden perturbar una negociación ya compleja y que marcha a ritmo mucho más moderado que el que necesitaría el presidente para reencaucharse ante los colombianos a tiempo para su reelección?

El discurso en el que presentó al nuevo gabinete fue clarísimo. Lo denominó “un gabinete de unidad para la paz”. A tres de los cinco nuevos ministros les encomendó como tarea central temas relacionados con el proceso de paz. A Aurelio Iragorri, de Interior, le encargó la movilización ciudadana para “planear y ejecutar los acuerdos de La Habana”. 

A Alfonso Gómez Méndez, de Justicia, le dijo que su tarea más importante será “apoyar el desarrollo normativo de los acuerdos de paz y colaborar en la construcción e implementación del modelo de justicia transicional”. Y al de Agricultura, Rubén Darío Lizarralde, le dijo que le toca “poner en marcha las reformas que ya hemos acordado en La Habana en materia de desarrollo rural”.

No hay, pues, duda de que el presidente en este momento crítico para su autoridad, su liderazgo y su reelección pone todos sus huevos en la canasta de la paz. Esto supone intentar lograr un acuerdo como mínimo con las Farc antes de culminar este mandato. Una apuesta arriesgada y que puede introducir grandes tensiones en las conversaciones de La Habana (y en la posibilidad de abrirlas con el ELN).

En el futuro inmediato se levantan varias inquietudes. Por una parte, desde la presentación unilateral al Congreso del proyecto de ley para que se pueda convocar un referendo sobre los eventuales acuerdos de paz el mismo día de las elecciones a Congreso o a presidente, el año entrante, el presidente les dejó muy claro a las Farc que marzo o, a más tardar mayo son, para él, la fecha límite para firmar esos acuerdos. 

La guerrilla pegó el brinco y, aunque la minicrisis que suscitó su decisión de pararse de la mesa pronto se zanjó, la tensión entre los plazos de las Farc y las urgencias del presidente no ha hecho sino crecer. Y, aunque es evidente que el proceso en La Habana no puede durar años, también es claro que intentar acelerar artificialmente su ritmo puede llevarlo al precipicio.

De allí la primera gran contradicción: con la reelección a la vista, los tiempos del presidente pueden terminar chocando con los tiempos del proceso. Es cada día más evidente que, al menos para noviembre, es casi imposible que haya un acuerdo final. No es menor el riesgo de que las premuras de la sobrevivencia política de Juan Manuel Santos pongan a las conversaciones en La Habana entre la espada y la pared.

Por otra parte, mucho depende, también, de las Farc. Otro riesgo es que la guerrilla, ante la creciente movilización popular y el desprestigio del presidente, decida aprovechar esa debilidad para conseguir mayores concesiones en la Mesa, para arancharse en puntos como la Constituyente con la que quiere refrendar los acuerdos, o para pisar el freno e intentar llevar la negociación hasta después de la reelección. 

Como lo han señalado algunos, la debilidad presidencial es un nuevo factor en esa negociación. Es muy distinto cómo negocia un presidente con altos índices de apoyo entre la población con una guerrilla profundamente desprestigiada y odiada por muchos sectores y cómo puede hacerlo un mandatario en la situación actual de Santos. 

El nuevo gabinete puede ayudar a tomar el toro por los cuernos y resolver los problemas de gestión, ejecución y comunicación que arrastra este gobierno. La opinión pública es voluble, los paros pueden acabarse y la negociación en Cuba producir resultados insospechados. O puede ocurrir todo lo contrario y las cosas pueden ponerse aun peores para el presidente. Pero, incluso en el escenario más optimista, Juan Manuel Santos no la tiene nada fácil. Y esta apuesta por la paz para su último año puede terminar convenciendo a las Farc de firmar relativamente pronto un acuerdo convincente o convirtiendo al proceso de paz en el gran perdedor en toda esta crisis.