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¿Cuál democracia participativa?

Si alguna característica tiene la nueva Colombia, es la creciente falta de interés de la gente por la política.

6 de abril de 1992

DEBEMOS TENER MUY PRESENTE QUE SE HA creado una democracia participativa. Ahora todos repetimos esa expresión. Ya no se habla de la democracia, a secas, sino de la democracia participativa o de una democracia de participación popular". Con estas palabras el presidente César Gaviria, con tono solemne y frases lapidarias que apuntaban claramente hacia la historia, clausuró las sesiones de la Asamblea Constituyente, el 4 de julio del año pasado. Que el Presidente se refiriera a ese tema no era casual. Ese mensaje había sido la constante no sólo durante las deliberaciones de la Asamblea, sino que además había sido la justificación principal para convocarla. ¡Democracia participativa, democracia participativa!, era el grito de batalla que repetían en todos los foros y documentos el ministro Humberto de la Calle Lombana y los dos asesores de Gaviria para la Constituyente: Manuel José Cepeda y Fernando Carrillo. El argumento central era el de que en Colombia la gente estaba dejando de creer en el sistema porque no consideraba que podía influir en la toma de las decisiones importantes. La nueva Constitución, impregnada de este espíritu de participación ciudadana, habría de solucionar esa deficiencia. Y cuando el presidente Gaviria terminó su discurso de clausura afirmando: "Bienvenidos al futuro", estaba haciendo eco de este sentimiento.
Por lo que se pudo ver el domingo pasado, en materia de democracia participativa el futuro no parece diferente al pasado. Las cifras preliminares sobre abstención indican que el interés de los colombianos por escoger a sus representantes locales no ha aumentado como consecuencia del revolcón. Las últimas elecciones de Congreso, antes de la convocatoria de la Asamblea Constituyente, habían alcanzado una cifra sin precedentes de ocho millones de votos. Esta cifra prácticamente duplicó la de la propia Constituyente y superó en más de dos millones de votos las elecciones del Congreso que reemplazó al que revocó la Asamblea. Con el argumento de que lo que más le interesa a la ciudadanía es la elección de alcaldes, se pensó que el domingo pasado las cosas podían cambiar. Lamentablemente no fue así. Al cierre de esta edición, la tendencia electoral era comparable con la de las últimas parlamentarias.
Históricamente, la abstención en las elecciones de mitaca había sido del orden del 65 por ciento entre 1972 y 1984. Esta tendencia cambió en 1988 cuando, con la introducción de la elección de alcaldes, se registró la abstención más baja del último cuarto de siglo: 56 por ciento. Este ingrediente, más los nuevos mecanismos de participación local creados en la Constituyente, hicieron pensar que la democracia participativa le pegaría un mordisco a la abstención. La proyecciones iniciales del 70 por ciento de no participación electoral en estas elecciones, sin embargo, acabaron con esa ilusión.
La abstención parece ser la norma, no sólo en Colombia sino en la mayoría de las democracias del mundo, incluyendo a Suiza. El concepto de democracia participativa deberá ser entendido, entonces, más como un criterio cualitativo que cuantitativo. En otras palabras, lo importante no es que todos los colombianos voten sino que la selección se haga de abajo hacia arriba y no desde el gobierno central, como se hacía antiguamente. Treinta por ciento de los ciudadanos de un pueblo son mucho más representativos de la voluntad popular que un nombramiento hecho a dedo por el Presidente o el gobernador.
Otra cosa que tampoco cambió mucho el domingo pasado fue el predominio histórico del Partido Liberal. De las capitales de departamentos, las dos terceras partes fueron ganadas por candidatos de ese partido. Y esto sin tener en cuenta que por divisiones internas se perdieron las alcaldías de fortines liberales como Medellín, Cali y Barranquilla que quedaron en manos de Luis Alfredo Ramos, conservador; Rodrigo Guerrero, conservador-cívico, y el cura Bernardo Hoyos, a nombre de una coalición encabezada por el M-19.
Fuera de las mayorías liberales, no se ve ningún otro grupo que pueda considerarse victorioso. El conservatismo, fragmentado, tuvo que vestirse de cívico en muchas regiones del país para poder ganar. El M-19 sufrió un revés, del cual es poco probable que se recupere. Fuera de su triunfo en Barranquilla que puede, en justicia, reclamar, sus otros "triunfos" se reducen a participación en coaliciones, como en Medellín y Cali, que el electorado difícilmente identifica. Lo que le sucedió a ese movimiento en Bogotá fue una verdadera humillación. El candidato disidente, Carlos Alonso Lucio, con una votación cercana al cinco por ciento del total, duplicó al candidato oficial, sin que ni el uno ni el otro pudieran sacar un solo concejal.
Como sucede con frecuencia en Colombia, es muy difícil establecer quién ganó y quién perdió individualmente. Por un lado, la mayoría de los candidatos representan a jefes políticos, pero en raras ocasiones el electorado logra captar esa relación. ¿El hundimiento de Juan Hernández y Alfredo Riascos en Bogotá, por ejemplo, significa que el electorado de la capital está en contra de Andrés Pastrana? Probablemente no. ¿El hecho de que las dos más grandes votaciones en Bogotá -las de Enrique Parejo y Carlos Lemos- hayan quedado en cabeza de políticos que no se identifican con el candidato Ernesto Samper quiere decir que el actual embajador en España esté de capa caída? Seguramente tampoco. Tal vez lo que todo esto significa es que los votos en Colombia se han vuelto cada vez menos endosables y que los candidatos, en términos generales, no se representan sino a sí mismos. Por esto, a través de las elecciones del domingo no se puede llegar a muchas conclusiones sobre los precandidatos que no participaron directamente en los comicios.
Pero como algunos de ellos sí se dejaron contar, sobre estos se puede hacer un balance. La primera conclusión es que el gran triunfador es Enrique Parejo, que sorprendió a todo el mundo constituyéndose en la primera fuerza política en Bogotá. Aunque por poco margen, Parejo pasó por encima de Carlos Lemos, a cuya lista todos los observadores daban como la segura ganadora en la capital. Lemos se ha constituido en una fuerza liberal en el Distrito, pero su candidatura presidencial no avanzó como consecuencia de las elecciones del domingo pasado.
Jaime Castro fue víctima de la inevitabilitad de su triunfo. Su victoria estaba anunciada desde la consulta popular del liberalismo, lo que menguó considerablemente el entusiasmo de las tropas. Aunque logró la mayoría absoluta, su 53 por ciento es decoroso pero no aplastante. Lo mismo se podría decir de las cifras de Juan Diego Jaramillo. Su votación, inferior al 20 por ciento, es alta individualmente pero inferior al promedio histórico del Partido Conservador.
En resumen, nada espectacular ocurrió el domingo pasado. Los colombianos, fatigados de cinco elecciones en menos de dos años, dejaron ver su cansancio. Las elecciones entusiasman cada vez menos, a pesar de los llamados a la democracia participativa. Pero, paradójicamente, en un país donde la política ha desempeñado un papel demasiado importante en la historia reciente, un relativo desinterés puede ser más un síntoma de civilización que de atraso.