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Despelote en las cárceles

Las prisiones colombianas han llegado a un desenfreno como el de La Catedral de Pablo Escobar. Radiografía de un foco de corrupción que ha resistido todos los intentos de enderezarlo.

13 de agosto de 2011

Entrar como Pedro por su casa a La Picota, la cárcel más importante de Colombia, es tan fácil como insólito. SEMANA lo hizo varias veces a lo largo de un mes, en días no habilitados para visitas, hasta el pabellón de los parapolíticos, sin ningún inconveniente y ante la mirada complaciente de la guardia. Y no era la única: esta revista vio a algunos visitantes pagar entre 50.000 y 100.000 pesos en la entrada, donde deben, en teoría, registrarse, para que no quedara constancia de su ingreso.

No se necesitan los contactos ni los millones de un capo para ingresar sin mayor trámite a La Picota. Tras pasar esa primera entrada, a pocos metros de la dirección, se avanza unos trescientos metros hasta llegar a un camino de tierra que conduce a donde están los parapolíticos. Allí, casi frente al pabellón de los paramilitares, sobre el costado derecho de la vía, hay una pequeña carpa roja con dos o tres guardianes, en donde se deben pagar otros 50.000 o 100.000 pesos para continuar el recorrido hasta las habitaciones de los excongresistas, sin contratiempos ni registros. Entonces se pueden caminar los 250 metros hasta el pabellón Ere-Sur, que alberga a los excongresistas, o tomar el mototaxi de don José, que opera hace tiempo dentro del penal -sí, hay hasta mototaxi en La Picota- y cobra 2.000 pesos por transportar visitantes desde la entrada hasta el pabellón de los parapolíticos, y una propina por enviarles alimentos y otras cosas.

Si 100.000 o 200.000 pesos bastan para entrar a la prisión de la capital, ¿qué no harán los que disponen, como los grandes criminales, narcotraficantes, paramilitares y políticos encerrados, de chequeras sin límite para satisfacer sus caprichos y continuar delinquiendo desde las 144 cárceles del país? No solo en La Picota, sino en todas las reclusiones de Colombia, todo se compra y se vende (ver recuadro). La corrupción ha penetrado a tal extremo las filas de los 10.800 hombres de la guardia del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec) que su actual director, después de relevar de sus cargos a 81 directores y subdirectores en los escasos siete meses que lleva al mando, dice que la solución es "hacer un nuevo instituto" (ver entrevista).

Hablar de corrupción en el Inpec y en las cárceles no es nuevo. Prácticamente desde que fue creado, en 1992, cuando se fusionó la Dirección General de Prisiones con el Fondo Rotatorio del Ministerio de Justicia, ha estado en la mira por cuenta de toda clase de escándalos. Ni 'supercárceles' nuevas, como el pabellón de alta seguridad de La Picota, inaugurado hace pocos meses y donde se sorprendió a un capo intentando ingresar 200 hamburguesas para sus visitantes, se salvan del problema. Y esto es apenas una gota en el mar que ahoga al sistema carcelario. Que los presos intenten seguir delinquiendo tras las rejas no es novedad e impedirlo es la labor de las autoridades carcelarias. Sin embargo, cada vez es más común que sean justamente quienes deben controlar a los delincuentes recluidos los que terminen ayudándoles a continuar con su 'trabajo', sirviéndoles de correos con el mundo exterior, introduciendo toda clase de objetos prohibidos, participando en negocios y hasta liderando bandas de extorsionistas. Hay hasta guardias que, se sospecha, fueron asesinados por no participar en las redes de corrupción. Falsificar la firma del director del Inpec para conseguir cambiar de cárcel a un detenido, como ocurrió hace un mes, o alterar documentos para facilitar o impedir traslados y salidas de presos son cosas comunes.

Para tratar de contener este desmadre, el general Ricaurte ha emprendido revisiones a penales 'intocables' y traslados masivos de presos. La amarga realidad es que esta lucha, hasta ahora, ha sido estéril. En parte, porque es casi imposible sancionar, destituir, trasladar y mucho menos encarcelar a los miembros del Inpec pescados en actos de corrupción. En la institución hay 37 sindicatos, a los cuales está afiliada cerca de la mitad de la guardia, y alrededor de quinientos guardianes tienen fuero sindical. Estos últimos, de acuerdo con la ley, tienen no solo privilegios, como no trabajar cinco días cada mes para dedicarlos a labores del sindicato, sino que es muy difícil sancionarlos, incluso con una condena judicial, sin que antes un juez les levante el fuero, un proceso largo y engorroso. Hay casos tan insólitos como guardias condenados que siguen en servicio, pues no se les ha podido levantar el fuero.

Como lo aceptan varios integrantes de los propios sindicatos, eso se ha convertido en un manto de impunidad. "No todos los sindicatos son malos y no se pueden satanizar. El lío está en que algunos de los que existen permiten que personal del cuerpo de custodia que ha cometido faltas graves, como facilitar fugas, se aforen, con lo cual no les pasa nada", dijo el presidente de uno de los 37 sindicatos. SEMANA tuvo acceso a un listado de treinta oficiales de guardia que en promedio tienen cinco investigaciones y cuatro sanciones por delitos que van de acoso sexual a fuga de presos y concusión. Todos siguen activos, en sus cargos y sin que la dirección pueda siquiera trasladarlos.

En febrero, el ministro del Interior, Germán Vargas Lleras, anunció una profunda reestructuración de la entidad e incluso su eventual liquidación. También se planteó una reforma integral al Código Penitenciario, que no ha tenido cambios en 17 años. No es la primera vez. El Inpec es una de las entidades del Estado más diagnosticadas. Existen más de diez conceptos, incluido uno de hace un año de Planeación Nacional que concluye que la entidad es inviable. Pero tomar medidas drásticas -y la única viable es cerrar el Inpec y hacer borrón y cuenta nueva- no es fácil, en parte por los compromisos que en materia sindical el gobierno ha adoptado para la aprobación del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos.

En este informe especial, SEMANA reúne algunos casos, para ilustrar lo que está pasando. Y la radiografía es lamentable. Si para los que están en libertad la tradición penal colombiana dio lugar al adagio "una orden de captura no se le niega a nadie", todo indica que igual sucede con los que están presos, pero al revés: en la cárcel, nada, desde un whisky hasta una fuga, se le niega a nadie, siempre y cuando pague. Acabar con este estado de cosas ha sido, hasta ahora, misión imposible.