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César González, de 77 años, y su esposa, Isabel Martínez, de 79, viven en el Colegio de Sabanalarga desde hace 50 días.

INVIERNO

Después del diluvio

La tragedia del invierno no termina. SEMANA visitó Manatí y Sabanalarga (Atlántico), y muestra el drama que viven cientos de familias que se hacinan en albergues y cambuches, dependiendo de los azares de la ayuda oficial.

22 de enero de 2011

Desde diciembre, 29 familias viven en cambuches construidos con retazos de plástico al pie de la Alcaldía y de la iglesia de Manatí. No son sino una mínima parte de los 3.083 damnificados que esperan el descenso de las aguas en refugios improvisados y albergues en ese pueblo del Atlántico, desde que la ruptura del Canal del Dique anegó el sur del departamento, en el peor desastre invernal en la historia de la región.

En estos cambuches las mujeres embarazadas han parido, discuten su desventura y sobreviven vistiendo ropas sucias, cocinando y comiendo, lavando sus calderos y sus interiores a la vista de los vecinos de la plaza del pueblo cuyas casas no se inundaron. Durante las últimas siete semanas han vivido de la caridad y de los recursos que los gobiernos nacional, departamental y municipal han podido destinar.

La inundación afectó al 75 por ciento de la población de Manatí, de 15.000 personas. En escuelas y polideportivos, en las plazas y en las vías, más de 3.000 personas viven en ocho albergues. Hasta en las afueras del cementerio se instaló uno, que aloja a 125 damnificados. Un tercio del pueblo se podrá reconstruir, otro tanto habrá que hacerlo nuevo y la parte que se salvó de las aguas está amenazada por la falta de servicios de agua y alcantarillado. Los circuitos eléctricos de las zonas inundadas fueron desconectados y los albergues no siempre tienen energía.

El nivel de la creciente ya comenzó a bajar, pero se calcula que más de 1.000 viviendas están todavía bajo el agua. Muchas personas están en casas de familiares y amigos, otros se fueron a Barranquilla y Sabanalarga. Pero el día a día de quienes esperan a que el agua baje es una agonía, pues no siempre hay todo lo que se necesita para satisfacer las necesidades y se prevé que la emergencia se prolongue tres meses más, en el mejor de los casos.

Campo de la Cruz, Candelaria y Santa Lucía son otros pueblos afectados, con sectores que aún siguen bajo el agua. Estos municipios están a orillas de la Ciénaga del Guájaro, la cual, como dice Sebastián Orozco, un campesino, estaba al máximo de su capacidad cuando se rompió el dique, y por eso se inundaron tan fácilmente. En total, se anegaron 45.000 hectáreas del sur del departamento, que dejó sumergidos a seis municipios y a 158.000 personas damnificadas.

Hace una semana, 100 familias mejoraron las condiciones en las que vivían: dejaron el albergue en el polideportivo en el que estaban y se fueron a un terreno en las afueras del pueblo, donde instalaron unas modernas y espaciosas carpas traídas por rotarios ingleses. Catalino Rizo, quien vive en una de ellas con su esposa y su suegro, de 93 años, dice que reciben arroz, pastas, granos, enlatados, harinas, panela, aceite, azúcar y café, pero no tienen baños, no hay luz, no están fumigando y hay animales ponzoñosos. Las carpas tienen estufas con chimeneas, lo cual contribuye a evitar incendios, y pueden ser usadas por dos familias.

Ligia García, líder de este albergue, llamado Nueva Colonia, dice que, mientras les ponen la luz, pasan las noches con la luna, y a quienes usan velas se les pide que las apaguen para evitar incendios. De las casi 500 personas allí albergadas, 102 son niños menores de 10 años. Tienen ocho baños públicos, que la empresa contratista limpia cada 36 horas. Surgen dificultades en la convivencia entre familias, con el perro del vecino que hace sus necesidades frente a una carpa ajena, o porque alguien pone a todo volumen la música en la noche. También hay problemas con quienes tienen burros y caballos, pues ensucian el campamento y traen malos olores.

Ligia no sabe en qué condiciones está su casa, pues todavía está sumergida. Ella está aquí con tres hermanos, sus esposas y sus hijos, sus padres, su hija y una nieta; en total, 24 personas que ocupan cuatro carpas.

El martes en este albergue las personas discutían si las carpas que les dieron les pertenecían o no, porque había llegado un sacerdote a decirles que todo muy bonito, pero que cuando terminara la inundación y regresaran a sus casas tenían que devolver las modernas y cómodas carpas donadas por Rotary Internacional. Llegó a tal punto la discusión que llamaron a los rotarios en Barranquilla para que les aclararan si las carpas, con las ollas, herramientas y repuestos, tenían que devolverlas, pero les dijeron que no, que las cuidaran y no las vendieran, que eran suyas.

La parte del pueblo inundada se puede recorrer en canoa, pero desde hace días se sienten los malos olores por la descomposición de animales muertos y vegetación. Una espesa nata verde cubre las inertes aguas. Mientras medio Manatí está inundado, hay que traer el agua para beber, cocinar o bañarse, dos o tres veces al día desde Sabanalarga, segunda población en importancia del Atlántico, a 20 kilómetros. Pero un carrotanque de 10.000 litros solo alcanza para 50 familias (250 personas), y se necesita agua no solo para las 3.083 personas que están en los albergues, sino para el resto de la población. La Gobernación del departamento instaló unas plantas que alcanzan a potabilizar 20 metros cúbicos diarios, agua que toman de las zonas inundadas, pero muchos dicen que huele mal y después de purificada se pone verde. Aun así, se usa para cocinar, lavar la ropa y bañarse. En el cambuche de la plaza principal, una señora dice que después de bañarse quedó pegajosa.

De Sabanalarga no envían más carrotanques porque tienen que abastecer a una población de casi 100.000 habitantes y atender las necesidades de más de 4.000 personas que se refugian en los 22 albergues de la localidad. En el centro de acopio del Colegio de Sabanalarga, atendido por Merly Cepeda, presidenta de las Damas Rosadas, y Yomira Echavarría, voluntaria, dicen que ya la gente se está impacientando porque comienza el desabastecimiento de artículos de aseo personal y alimentos para niños. En este albergue hay 42 familias, la mayoría de las cuales proviene de Campo de la Cruz, Manatí, Candelaria y el corregimiento de Carreto.

Las críticas contra algunos alcaldes son reiteradas. Los agricultores José Páez González y Sebastián Orozco dicen que el de Campo de la Cruz fue un día a llevar unas colchonetas y no volvió. Otro que los visitó fue el de Candelaria, quien ofreció 30 libras de hueso para que hicieran sopa, y un señor le dijo: "Vea, si va a venir aquí a hacer política, no va a conseguir nada". Tampoco regresó. Como dijo el rector del colegio de Sabanalarga, Eddy Carbonell, sobre los mandatarios de Campo de la Cruz y Candelaria: "La gente está molesta no solo porque los alcaldes no han ido a llevarles un alivio, sino porque ni siquiera los han acompañado humanamente".

La escasa capacidad de reacción de los municipios ha llevado a crear comités de agua, aseo, alimentación, seguridad, convivencia, salud y recreación, bajo el acompañamiento institucional de la compañía de emergencias del Ejército, el Icbf, la Red Juntos, Nutre, entidades privadas, la pastoral social y fundaciones. Estas instituciones, además, impiden que con los recursos se busquen beneficios políticos, algo que han intentado algunos dirigentes locales con las donaciones que reciben de particulares. Una fuente asegura que a pesar de los controles se han perdido mercados y colchonetas. Desde hace una semana hay personas que no han recibido agua. Hace falta mejor coordinación entre las instituciones. Aunque, según una asesora del Gobernador, la Cruz Roja ha entregado 184 toneladas de alimentos e implementos de aseo y la comida no ha hecho falta, hay déficit de colchonetas, útiles de aseo y desinfectantes.

En medio del polvo y el calor sofocante, la gente espera pacientemente que las ayudas lleguen, mientras juega dominó y billar. Sin empleo, sin casa, despojada de buena parte de las pertenencias acumuladas en una vida de trabajo, su actitud es de expectativa, de resignación. Las tierras, ociosas, no producen. Algunos albergues, con sus hileras de carpas, sus cocinas improvisadas y la gente pasando las horas, recuerdan campos de refugiados en otras latitudes. Pasado el desastre inmediato, la pasividad y el desánimo flotan en el ambiente. Los gobiernos locales y del departamento a duras penas responden a las múltiples necesidades, y los damnificados pasan el día entero a la espera de una ayuda que llega a cuentagotas, como si contaran con que un súbito milagro de las alturas fuera a resolver su dramática situación. El problema es que, al paso que van las cosas, las soluciones de fondo no solo se pueden tardar mucho tiempo, sino que, de pronto, no llegarán nunca.