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Dos años no es nada

Poco queda de las promesas de cambio de Andrés Pastrana al llegar a la mitad de su mandato.

Hernando Gómez Buendía
28 de agosto de 2000

"Si gana Serpa no lo dejan posesionar y si gana Pastrana no acaba su mandato”, dijo López Michelsen poco antes de las elecciones. Hoy es evidente que Pastrana no se va a caer y muy probable que Serpa acabe de Presidente. Y no es que López anduviera mal informado. Elegir a Serpa en el 98 hubiera sido lo impensable: prolongar la pesadilla de Samper. Pero a Pastrana le iba a tocar “la peor crisis económica del siglo” —como también vaticinó el ex presidente—; y las crisis económicas agudas tienen la manía de tumbar gobiernos.

Este gobierno, sin embargo, no se caerá, por una razón de forma y otra de fondo. Desde sus tiempos en el Rosario, las caminatas y los conciertos de rock, Andrés ha tenido la virtud de interesarse en la gente, de caer bien y de no sentir —ni despertar— odios: ¿Cómo tumbar a un Presidente que, pese a todo y después de todo, sigue siendo un ‘gran tipo’? Pero además —y aquí tocamos fondo— la gente sabe que con salir de Pastrana no saldríamos de la recesión ni de la violencia: ¿Para qué cambiar de gobierno si al final no habría tanta diferencia?

Vamos pues a esperar que Andrés termine su período. Y para entonces no sería raro que Serpa gane las elecciones, por tres motivos más o menos poderosos. Uno, que no habrá la polarización que en realidad explica la elección de Pastrana. Otro, que no ha surgido la organización política coherente y aglutinada para derrotar la maquinaria. Y otro, que Serpa tiene un perfil ‘social’ en medio de esta tremenda crisis social.

De todo lo cual se infiere que las cosas no son blancas o negras sino grises. Que los gobiernos no deben ser juzgados si no es en el contexto de las opciones y —más que todo— las limitaciones impuestas por la historia. Que los pueblos no votan por el mejor sino por el que suena menos malo. Y que los presidentes tienen mucho menos mérito del que se imputan pero también mucho menos culpas de las que les echan.



El juicio popular

Con una tasa de desempleo de 20 por ciento, un empobrecimiento sentido por nueve de cada 10 hogares (según Fedesarrollo), una guerra asesina que no amaina, una criminalidad desenfrenada, una ausencia de liderazgo y una desesperanza que lo invade todo no es de extrañar que el gobierno sea tan impopular como dice la encuesta de SEMANA.

La gente juzga por los resultados. Y tiene razón, porque los candidatos prometen resultados. Pero usted se asombraría de las sutilezas que encierra el arte de descifrar cómo piensa la gente; si hasta hay el cuento del pastuso (Dios me ahorre el tutelazo) que anotó “29” en la casilla ‘edad’ y a la pregunta ‘sexo’ respondió “sí, una vez, en Cali”. Pues cuando algún transeúnte califica al gobierno puede estar pensando en un hecho aislado, en su situación, en las promesas que se tragó, en algún ideal, o en dar salida a su rabia o su contento.

No digo esto para descalificar las encuestas o cultivar mis mañas de sociólogo. Lo digo porque estamos muy de acuerdo: las condiciones de vida de la mayoría de los colombianos son hoy peores que hace dos años; ni los ingresos, ni el empleo, ni la seguridad ciudadana, ni la vigencia de los derechos humanos, ni el acceso a la educación o la salud han mejorado para casi nadie. Y sin embargo, como decía Pascal, el punto es algo más sutil: ¿Qué ha podido hacer, ha hecho o dejado de hacer el gobierno para que la situación actual y futura sea mejor o peor de lo que habría sido sin el gobierno?



USA, la clave

Es un pesar que los comunistas se hayan acabado cuando por fin tendrían la razón: para entender lo que pasa en Colombia hay que entender lo que quieren los gringos. Los gringos, más que todo, quieren que de Colombia no salga más droga. Este hecho tan simple explica el lío en que se metió Samper y en que metió al país, explica cómo y porqué Pastrana llegó a ser Presidente, y explica casi todo lo que ha hecho Pastrana.

A Andrés no lo elegimos por estadista, y ni siquiera porque cae bien. Lo elegimos por no llamarse Horacio, porque tenía la visa y la confianza de los gringos (que, de paso, es el mismo ‘argumento’ del general Serrano). También lo elegimos porque no era amigo de la Daniels (aunque esto era un rebote de aquello de los gringos). Vistas así las cosas, habríamos de convenir en que Pastrana ha sido el único Presidente que cumplió completamente su ‘programa’ y lo cumplió desde antes de posesionarse.

Pero, entonces, le sobraban cuatro años, que ha venido dedicando a ejecutar, tan bien o casi como se puede, el plan de Clinton para Colombia. Un plan que tiene cosas buenas y malas para nosotros, aunque las unas y las otras resulten de rebote. Y un plan, debo añadir, que no consiste en alguna conspiración de telenovela, sino en el desarrollo natural de realidades e intereses geopolíticos.

El principal logro del gobierno Pastrana sin duda ha sido su política exterior, el reinsertarnos a la comunidad internacional, la reconciliación con Washington y el apoyo económico, militar y diplomático brindado por Mr. Clinton. La condición menos visible de este apoyo —y el segundo gran logro de Pastrana— ha sido intensificar la lucha contra la droga, primero al revivir calladamente la extradición, después al respaldar la línea dura del Fiscal, luego al permitir que el Ejército inicie el camino antinarcóticos (el mismo que nos dejó sin Policía), y ahora con la operación que empieza en Putumayo.

Pero del mismo hecho nace el peor defecto de Andrés presidente: su ausencia mental, cuando no física, del país, que él traduce en actitudes distantes, en falta de diálogo, en errores increíbles de manejo político, en decisiones de sanedrín, en bandazos, en silencios y en descuidos de imagen. El Presidente se ocupa de gobernar para el exterior pero no hay quien gobierne para el interior (y esta es la cuarta baza de Serpa).



Paz, la apuesta

Si en algo ejerció Pastrana su iniciativa, fue por supuesto en viajar al Caguán. Y aún así, la punta del ovillo no está aquí sino en Washington. A las Farc no se las puede derrotar porque son una fuerza militar notable, pero tampoco se puede negociar con ellas porque no son una fuerza política. Esto explica la vieja paradoja de Colombia, el fracaso de halcones y palomas, la imposibilidad de superar esta especie de ‘guerra a perpetuidad’. Pero llegó la globalización y encontró los ‘intereses vitales’ de los gringos en manos de la guerrilla (petróleo, seguridad del inversionista, fronteras, medio ambiente, indígenas y derechos humanos). Llegaron, sobre todo, los cultivos de coca y convirtieron las Farc en una fuerza geopolítica —o sea que la guerra y la paz se volvieron asunto internacional—. Y éste es todo el busilis del Plan Colombia.

La entente subyacente es simple: Clinton pide a las Farc que ayuden a controlar la coca y no perturben los otros intereses norteamericanos, a cambio de que Pastrana les pare bolas y los trate como una fuerza política. Esta es la zanahoria. El garrote consiste en darles aviones e inteligencia al Ejército, visas a sus generales y presión al mando para que respete los derechos humanos de modo que puedan ganarse a los campesinos.

Los aciertos y errores de Pastrana en la guerra y la paz se inscriben en ese marco. El Ejército se ha vuelto más eficaz y las Farc tuvieron que congelar la guerra de movimientos. El gobierno da pasos de alfil y a veces retrocede en los derechos humanos, como muestran la destitución de algunos oficiales, la Ley de Desaparición Forzada, la defensa del fuero militar, la inacción frente a los paras y el abandono de los desplazados.

Pero nada compite con la zona de distensión como fuente de noticias. Pastrana retiró la fuerza pública de cinco municipios, sin condición ni inventario ningunos. Ese, tal vez, era el único modo de vencer la desconfianza cultivada de la guerrilla campesina más vieja del mundo. Y sin embargo fue el pecado original del proceso: a estas alturas seguimos sin reglas ni árbitros que hagan posibles y cumplibles los acuerdos sustantivos, por mínimos que sean. Es más, los 21 meses de despeje se han perdido en tiras y aflojes dentro del establecimiento, antes que en avances con las Farc: los soldados del ‘Cazadores’, la ‘comisión de verificación’, la renuncia de Lloreda y los ‘campos de concentración’ han sido intentos de la derecha por condicionar un acuerdo que no tenía condiciones.

Detrás de las audiencias de San Vicente hay un problema mayúsculo: ¿Cómo cambiar fusiles por reformas, cuál poder político deben recibir las Farc a cambio de su fuerza militar? Nadie tiene la respuesta (y por eso no ha habido paz en Colombia); pero la entente Clinton-Marulanda nos obliga a inventar alguna. Pastrana no lo ha hecho, y ahí radica la falta de visión y de estrategia que los voceros del gobierno tienen en el diálogo. Y mientras tanto el ELN es acosado por todas partes, acosa con la amenaza del sabotaje y los secuestros, remoza el eje sociedad civil-Iglesia-Europa-Serpa y se abre a un lenguaje más político. De donde puede salir un buen acuerdo de paz. O el sombrero del ahogado para Andrés, si fracasa la paz con Marulanda. Sólo que así no pararía el desangre.



De política, ni pío

La reforma del Congreso y los partidos, el control de la corrupción y el nombramiento por méritos fueron ofertas reiteradas de Pastrana. A decir verdad, el mérito esencial ha consistido en ser amigo personal de Andrés. Y a decir más verdad, casi todos los amigos han salido salpicados: Pardo Koppel en Banestado, Araújo y Moreno en Chambacú, Valencia Cossio y Cárdenas en Dragacol, Ruiz en el POT, Hernández en contratos, Galvis en clínicas, ‘El Chiqui’ en rumores, Juan Camilo en el Fondo y la campaña en Bolívar. Cierto que algunos de estos ‘casos’ son infamias; cierto que Pastrana ha destituido o al menos se ha distanciado de ciertos amigos; cierto que Bell tiene un bonito programa anticorrupción; y cierto que aquí hablamos de tráfico de influencias, incompatibilidades e indelicadezas, no de saqueos tipo Foncolpuertos. Pero el robo de cuello blanco sigue siendo execrable y Pastrana tenía la especial obligación de gobernarnos en una urna de cristal.

El manejo de la reforma política daría para un lindo estudio en torpeza política. Por halagar el voto de opinión, Andrés le compró a Ingrid una teoría sobre cómo acabar el clientelismo. Llegó al gobierno y, a punta de clientelismo, organizó la Alianza para el Cambio. Meses después, Néstor Humberto sometió al Congreso sus propias recetas para sanear la política; y claro, cada congresista fue agregando de su cosecha, hasta convertir la reforma en una colcha de retazos que, en resumidas cuentas, hubiera reeditado el clientelismo. Pastrana entonces esperó al próximo escándalo del Congreso (que resultó ser el de Pomárico y la Gran Alianza), para sacar del cubilete la idea del referendo. Verdad que el cambio era y sigue siendo urgente, también verdad que las 17 propuestas curarían algunas lacras grandes de la política. Pero el cierre del Congreso fue una ocurrencia sencillamente infantil: bastó con que el liberalismo amagara con añadir la pregunta obvia acerca de revocar a Pastrana para que el Presidente tuviera que recular y Gaviria tuviera que venir a salvarlo. Con las ñapas de dinamitar su propia coalición de gobierno, unificar la oposición, traicionar a los independientes, disparar el dólar y alarmar las calificadoras de riesgo en el momento más delicado. Y así, sin que nadie lo estuviera empujando, Pastrana estuvo a punto de cumplir solito la profecía que había hecho López.



Economía, el capoteo

El equipo económico de Pastrana ha vivido preso entre una teoría y la aritmética. La teoría es simple: hay que bajar el déficit fiscal para que los dólares vengan o no se vayan. La aritmética es todavía más simple: no hay modo de cuadrar las cuentas. Y todo indica que estos cuatro años se nos irán en darle vueltas al asunto.

Hay, en efecto, cinco o seis formas de lidiar con un déficit fiscal:

—Aumentar los ingresos. Pastrana hizo una reforma tributaria, tiene otra en cierne y le puso las pilas a la Dian. Pero la recesión —en gran medida autoinducida— ha hecho que los recaudos netos disminuyan.

—Liquidar activos. Algo se ha hecho en telecomunicaciones, banca, energía e infraestructura. Pero ya quedaba poco por privatizar, las negociaciones clave están empantanadas y, en todo caso, privatizar por sólo tapar huecos es una mala idea.

—Reducir gastos. Juan Camilo pataleó tanto como pudo, pero los vetos y resistencias son enormes. Por eso acabaron en babas las facultades para ‘redimensionar’ el Estado, por eso se sacrifica la inversión (es decir, el futuro), y por eso el sector público está perdiendo músculo en vez de grasa. Pero, además, sobrevinieron la tragedia del Quindío y la crisis bancaria (incluido el Upac), que equivalen a una cuarta parte del presupuesto; y aunque el manejo de ambas emergencias ha sido en general atinado, el fisco aún no logra asimilar el shock .

—Posponer el lapo. Después de ocho años de alegría regional y 25 años de fiesta con el Seguro (Pastrana padre fue el primer irresponsable) a Andrés le tocó el turno de parar la pelota. El acuerdo con el FMI en realidad apunta básicamente a esto, a frenar el tren de las transferencias y desactivar la colosal bomba de tiempo que este país de las mentiras denomina su sistema de ‘seguridad’ social. Las leyes del ajuste ya comienzan a cursar en el Congreso; pero, si bien nos va (o mal nos va, según usted lo mire) no será éste sino el próximo gobierno el que por fin tenga que poner el pecho.

—Endeudarse. Y es lo que ha hecho, a porrillos, el gobierno Pastrana. Como las cuentas no cuadraban, el crédito externo e interno fue engordando hasta valer casi una vez y media el presupuesto total y hasta que los meros intereses cuestan tres y media veces más que el presupuesto de inversión. De suerte que, en gran síntesis, el gobierno Pastrana no está haciendo la tarea que su propia teoría le ordenaba.

- Emitir. Este viejo truco acerca del cual ya corren los run runes.

Hay, por supuesto, la esperanza y algunas bases empíricas para creer en la reactivación. Bajaron los intereses (aunque la banca sigue en cuidados intensivos), se dio la devaluación (así fuera involuntaria) y algo repuntaron las exportaciones; la nueva política petrolera comienza a dar frutos; salió el Plan Colombia y principiaron a llegar los préstamos de la banca multilateral. Justo lo suficiente para pasar estos dos años que faltan. Pero pasar de agache, si vamos a ser francos.

Y es porque el gobierno ni siquiera ha pensado en que hay otro modo de corregir el déficit fiscal. Consiste en cortar grasa y fortalecer el músculo (invertir en tecnología, en competitividad, en capital humano) y en dejar que la economía crezca para que suban los recaudos, buscando un equilibrio de alto y no de bajo nivel, como se dice en jerga.



Y el pueblo, ausente

De todos los lunares que cabe señalarle a este gobierno, la falta de eficacia en el frente social es el más protuberante. Fuera de la oferta electoral de crear “un millón de empleos” (y así diferenciarse del “millón y medio” que prometió Samper), es nada lo que Pastrana ha hecho por los desocupados. Instrucciones, francamente risibles, a los ministros para que “en ocho días” trajeran el remedio, proyectos de “flexibilización laboral” que destejen otros ministros, anuncio de programas de emergencia y capacitación que aún están por verse (aunque confió en que Juan Manuel, con plata del BID, invierta por fin los 900 millones de dólares que dizque existen).

La caída en las tasas de asistencia escolar, el despelote sostenido de las universidades oficiales, el desmantelamiento del sistema nacional de ciencia y tecnología, el cierre de hospitales, la desafiliación masiva de cotizantes al sistema de salud, la parálisis de los programas de vivienda social, el millón largo de desplazados, la informalización patente y creciente de nuestras ciudades son, ciertamente, síntomas de una recesión en todo o casi en todo ajena a este gobierno. Son, ciertamente, fruto parcial de decisiones o acciones de autoridades distintas del gobierno. Pero también son testimonios palpables de la ineficacia y, en último término, de la falta de voluntad, imaginación y responsabilidad del gobierno Pastrana frente a las mayorías.

El ‘segundo tiempo’ tiene que ser mejor. Obsesionado por el frente externo, Pastrana hasta ahora le ha jugado a intentar la paz sin el establecimiento, la reforma política sin los políticos y el ajuste económico sin el pueblo. Para su bien y para su mal, el gobierno de Clinton, a quien le apostó todo, se acaba en unos meses. Es el momento justo para que vuelva a Colombia, para que cope el vacío de liderazgo y se siente a concretar los términos de la paz con el establecimiento, los de la política con los políticos y los de la reactivación económica con el pueblo.

Pero me temo, como van las cosas, que el resultado más malo de Pastrana va a ser Serpa, igual que en su momento fue Pastrana el resultado más malo de Samper. Y conste que yo volvería a votar, contra Horacio, por Andrés.