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El cuadro del Presidente

Un desagradable incidente entre el Presidente y el periodico El Tiempo consolidó la figura del ombudsman en la prensa colombiana.

22 de febrero de 1993

EL 3 DE ENERO, AQUELLOS que leyeron cuidadosamente el periódico El Tiempo quedaron sorprendidos. Un breve texto localizado bajo una foto de la familia del presidente Cesar Gaviria, tomada durante la feria de antigüedades en Cartagena, lanzó la primera piedra de lo que se convirtió en un verdadero suceso. El pie de foto, escrito a partir de las informaciones que envió al periódico Rosario Meléndez, corresponsal de El Tiempo en Cartagena, afirmaba en pocas líneas que el Presidente y su señora habían adquirido un cuadro antiguo llamado "La visita", avaluado en más de nueve millones de pesos.
Al encontrarse con la noticia, el Presidente decidió llamar a Rafael Santos, subdirector de El Tiempo y en ese momento director encargado. En una breve conversación le anunció que en el transcurso del día le haría llegar una carta de su entonces secretario privado, Miguel Silva, desmintiendo la información. Acto seguido, Alejandro Moya, editor de Nación en el periódico, decidió llamar a la corresponsal del diario bogotano y al dueño del anticuario para verificar los datos. Ahí surgió la primera de una desafortunada serie de contradicciones: las afirmaciones de la corresponsal, quien habría hablado con el director del anticuario, no coincidían con las de este último, quien negó que el Presidente hubiera adquirido el cuadro, pero reconoció que pudo haber comprendido que el primer mandatario deseaba separar la obra de arte.
Al día siguiente de la primera publicación, en El Tiempo apareció una aclaración que contenía apartes de la carta de Miguel Silva. Al final de esta, el diario de los Santos agregaba que, tras verificar con las fuentes, parecía ser que el Presidente no había comprado pero sí había separado el cuadro de los nueve millones. Sin embargo, luego de publicada la aclaración, el Presidente volvió a llamar a Rafael Santos, y en una amable conversación le hizo saber que cualquier persona tenía derecho a dudar de la palabra del secretario privado y con ella de la del Presidente, pero que para ponerla en duda era necesario llevar a cabo una investigación completa.
Esa misma noche, en el noticiero QAP se hizo una entrevista al dueño del anticuario. Ante las cámaras, este confirmó que el Presidente no había comprado el cuadro. Con ello se desbarató la segunda versión de la corresponsal, en el sentido que el Presidente había separado la obra, y en ese punto, lo único que quedaba claro es que sólo le había gustado. Al terminar el noticiero, Gaviria llamó a Hernando Santos, a quien hizo saber que consideraba que el daño aún no había sido reparado. Motu propio, Rafael Santos publicó una segunda aclaración que pondría punto final al episodio.
La historia del cuadro del Presidente hubiera terminado ahí, de no ser porque Felipe Zuleta, el ombudsman de El Tiempo, retomó el tema. En su columna del domingo, que debía ser entregada el viernes al mediodía, Zuleta salía en defensa de la corresponsal. En otras palabras, que el Presidente había adquirido el cuadro. Pero ese mismo día Enrique y Rafael Santos, conscientes del error cometido con las informaciones anteriores y de que en la columna del ombudsman se citaban informaciones, no verificables, en el sentido de que el negocio sí se había llevado a cabo, pero que finalmente se había desbaratado, comunicaron a Zuleta que consideraban que se equivocaba y que pensaban hacer ciertas correcciones a su escrito.
La publicación de una información, por parte del ombudsman de El Tiempo, que volviera a contemplar la posibilidad de que el Presidente hubiera comprado o separado el cuadro era un asunto muy delicado. Todo el mundo sabe que Gaviria no es hombre de fortuna, y difícilmente podría girar un cheque por nueve millones de pesos para adquirir una obra de arte. Y aunque quienes lo conocen aseguran que no es de su temperamento invertir una suma semejante en un cuadro antiguo, quedaba aún flotando una sombra de duda sobre la verdadera historia del cuadro colonial, o sobre la credibilidad del Presidente.
Por su parte, Zuleta optó por esperar el resultado final y prefirió esperar a ver en que consistían las correcciones. El domingo, al salir publicada su columna, la leyó con cierta indignación y más tarde, en reunión con las directivas de El Tiempo, hizo saber que consideraba que se había violado el principio de la independencia de la institución del ombudsman, y ambas partes acordaron que el hecho no podría repetirse.
A pesar de la comedia de equivocaciones y de todos los tropiezos en la historia del cuadro del Presidente, El Tiempo y sus editores hicieron lo que era lógico: confiar en su corresponsal. Pero si bien es cierto que actuaron correctamente, se equivocaron en una cosa: tras la carta de Silva y la llamada del Presidente, lo lógico era haber hecho una rectificación integral de la información. Sin embargo se mantuvo una sombra de duda en la nota de aclaración, donde ni el periódico aceptaba la versión del secretario privado y del Presidente, ni demostraba que la de la corresponsal fuera cierta. Ya en ese punto, ni Gaviria podía de modo alguno probar que no había planeado el negocio, ni El Tiempo podía probar que la transacción sí se había intentado.
Es evidente que cuando un medio de comunicación hace una afirmación, la carga de la prueba debe correr por su cuenta y no, como sucede a veces, que el afectado -en este caso el Presidente- debe demostrar su inocencia. En esto, como en el principio universal de justicia, al que acusa corresponde demostrar que el sindicado es culpable, y no a éste último probar su inocencia, pues esta se presume hasta que se demuestre lo contrario.
En todo caso el episodio del cuadro del Presidente dejó en claro que El Tiennpo, al haber nombrado un ombudsman, se metió en un experimento muy audaz e inusual, sin antecedentes en la prensa colombiana. En el sector privado tradicionalmente no existen controles diferentes que la voluntad de los dueños. Nombrar un ombudsman es el equivalente a nombrarse un procurador para que fiscalice a las directivas del periódico. La figura, utilizada en Estados Unidos, Brasil y Argentina por prestigiosas publicaciones como The Boston Globe, The New York Times, Foglia y Página 12, no existía en el país hasta que Felipe Zuleta llegó a El Tiempo. Y si bien es cierto que la figura ha suscitado fricciones y contratiempos, representa un avance enorme en el campo de la responsabilidad de la prensa.
En todo el mundo, y particularmente en Colombia, los medios de comunicación tienen una propensión a la ligereza e incluso a la arbitrariedad. Esto no necesariamente obedece a la mala fe, sino al número y velocidad de los acontecimientos y al poco tiempo que hay para cubrirlos. Pero independientemente de cuál sea el motivo, el hecho es que los medios atropellan a mucha gente y se preocupan poco por las consecuencias.
El ombudsman, tal como ha sido planeado en El Tiempo, es no sólo un auditor sobre el funcionamiento interno del periódico, sino además una especie de intermediario entre el diario y las personas que se sienten afectadas por su contenido. Esta última función es especialmente importante ya que puede darle a algunos reclamos más peso que el de la rutinaria y breve rectificación formal. Además de la facultad de opinar y orientar internamente sobre el tema, si el ombudsman considera el asunto de suficiente envergadura, puede tratarlo editorialmente en su columna semanal.
Zuleta tiene jurisdicción sobre la totalidad del contenido del periódico, con excepción de las columnas de opinión.
Todo lo anterior es muy positivo y debe reconocérsele a la familia Santos la iniciativa. No hay nada más difícil que autoimponerse mecanismos de control, y, dado su enorme poder, no hay nada más sano que cuando se aplica a los medios de comunicación.
En cuanto a Felipe Zuleta, tiene más que nadie las credenciales para que el cargo funcione. Como todo buen Lleras, Zuleta cuenta con una gran dosis de independencia y una pequeña dosis de arrogancia. Esto no lo hace muy fácil de manejar, pero no hay nada más grave que un ombudsman de bolsillo. -