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EL CUARTO DE HORA DE ALARCON

Después de un año de críticas, el ministro de Hacienda, Luis Fernando Alarcón pasa su cuenta de cobro.

12 de diciembre de 1988

Hace menos de tres meses, durante la celebración de la Convención Liberal en Cartagena, fue el blanco de las más agudas críticas. Era realmente "el malo de la película", el hombre a quien todos los oradores de la jornada señalaron como el gran obstáculo para que se cumplieran los planes de inversión social, prometidos por Virgilio Barco como candidato y por el mismo Partido Liberal en su programa. En aquellos días, hizo carrera la frase de los parlamentarios del grupo del senador Ernesto Samper Pizano, según la cual "la verdadera subversión está en Planeación Nacional y el Ministerio de Hacienda". Esta idea era respaldada por amplios sectores, que veían en este hombre de 37 años al ogro monetarista cuyo excesivo rigor estaba echando a la basura, entre otras cosas, los planes de rehabilitación y de paz del gobierno.
Pero hoy, las cosas han cambiado mucho. Los resultados parecen estar dándole la razón a Luis Fernando Alarcón Mantilla. El jueves pasado, al terminar su discurso en Cali en un Simposio sobre Mercado de Capitales en el que anunció que el déficit del sector público para 1988 había resultado inferior en 50 mil millones de pesos a lo previsto, los aplausos fueron para él. Muchos comenzaron a ver en el ministro de Hacienda, al funcionarios serio, prudente y responsable, que había rechazado todo tipo de presiones de distintos sectores del gobierno, que exigía inversiones que, independientemente de lo necesarias, podían poner en peligro la estabilidad monetaria.
Desde cuando se posesionó del Ministerio de Hacienda en abril del año pasado, Alarcón ha librado batallas muy duras. En esos tiempos, su nombramiento fue recibido más bien con desconfianza. Era un funcionario anónimo que venía de ocupar el viceministerio de esa misma cartera, y se lo veía como un tecnócrata sin experiencia política alguna, a quien le iba a quedar grande el cargo. Sus primeras intervenciones meses después en el Congreso, parecieron confirmar esta percepción. Se mostraba nervioso ante los congresistas y al defender sus posiciones, se extendía en explicaciones técnicas que aburrían y hasta desesperaban a los parlamentarios.
Pero sus posiciones no sólo habrían de desesperar a las bancadas en el Capitolio. Más arduos fueron sus enfrentamientos con el entonces ministro de Minas, Guillermo Perry, pues, como le dijo a SEMANA un miembro del equipo económico, "Alarcón consideró siempre que había llegado la hora de ponerle un tatequieto al sector eléctrico, culpable durante muchos años del desborde del gasto público, del endeudamiento excesivo y de la mala planeación".
Luego, ya en este año, trascendieron también sus confrontaciones con el alto mando militar, ya que Alarcón cuestionó en varias oportunidades la forma como se definían las prioridades de los gastos de defensa. Finalmente, se filtraron a la prensa sus conflictos con la Consejería de Rehabilitación de la Presidencia, que se quejaba de la imposibilidad de cumplir con los planes regionales, debido a que el Ministerio de Hacienda decía siempre que no había plata.
Para quienes lo conocieron en su épocas estudiantiles, era extraño verlo ahora posesionado de un papel de monetarista. Como estudiante de ingeniería civil y luego del postgrado de economía en la Universidad de lo Andes en la década pasada, había sido uno de los muchos uniandinos de la época que saltó de las huelgas de la universidad a la militancia política en el Moir, que en ese entonces, lejos de representar lo que hoy representa como fuerza cercana a los gremios y a la empresa privada, era el hervidero de los marxistas más radicales, quienes defendían las banderas de las revolución cultural de Mao y de la erradicación de todos los "vicios burgueses y pequeño-burgueses". El propio Alarcón le explicó a SEMANA a comienzos del 87, su evolución: "Cuando comenzó el rabioso anticomunismo soviético del Moir, me retiré de la organización y me fuí para los Estados Unidos. Allí estudié seriantente el murxismo y empecé a reconsiderar las posiciones que tenía". Hoy en día, el marxismo es para él, sobre todo, un instrumento de análisis. Sus estudios en M.I.T. entre el 77 y el 79, y su trabajo en la empresa privada hasta 1983, le fueron ampliando concepciones y horizontes.
Pero fue en el 83 cuando realmente inició su carrera de funcionario. Entró a Planeación Nacional, como jefe de la unidad de inversión pública cargo que ocupó durante un año, hasta que fue llamado a la Dirección General de Presupuesto, en los momentos críticos en que el crecimiento de déficit fiscal acababa de tumbar a Edgar Gutiérrez Castro del Ministerio de Hacienda y se iniciaba la era de la ortodoxia y el rigor de su remplazo, Roberto Junguito. Con estos antecedentes y una corta estadía en el BID, resultó el candidato ideal para el viceministerio de Hacienda cuando comenzó el gobierno de Barco. Para entonces, sus ideas marxistas habían dado ya paso a la militancia en la corriente de la prudencia monetarista. Una corriente que ha dominado las políticas económicas del país desde hace bastante tiempo. La semana pasada, en un artículo sobre la crisis económica latinoamericana, así lo reconoció la revista Newsweek. Según la publicación, Colombia es hoy, gracias a esto, una isla de crecimiento económico y estabilidad, en un mar de países quebrados y empobrecidos.
"Las verdaderas raíces de este éxito son casi tres décadas de apropiadas y responsables políticas macroeconómicas", le dijo a la revista el economista de Harvard, Jeffrey Sachs, experto en deuda latinoamericana. Con excepción, quizá, de Eduardo Wiesner y Edgar Gutiérrez, el Ministerio de Hacienda ha sido ocupado siempre por figuras formadas, desde los tiempos de Carlos Lleras, en una línea de seriedad a costa de impopularidad, como son Rodrigo Botero, Abdón Espinosa y Roberto Junguito, línea que para muchos, ya se había iniciado en los años 30 con Esteban Jaramillo y Jesús-María Marulanda.
Al paso que va, Alarcón entrará también a engrosar esta lista. Definido por sus colaboradores más cercanos como "informal y fresco", resulta para muchos abiertamente "terco,sobrado y arrogante". Pero sea como fuere, al terminar 1988, puede cobrar más de una victoria: el desempleo, que en 1986 estaba en el 14%, ha bajado a poco más del 9%; el crecimiento económico, a pesar de los malos augurios que muchos hicieron para este año, va a rondar el 4.5%; las exportaciones no tradicionales han seguido creciendo; las reservas internacionales se han estabilizado y, finalmente, el déficil público se ha reducido en forma considerable. No le faltan, claro está, algunos problemas: la inflación superó todas las espectativas y de seguro alcanzará el 26% y las tasas de interés no han bajado, pese a que el gobierno lo considera una prioridad. En estos dos puntos, y en el desenlace final que tenga el proceso de consecución de nueve créditos internacionales, incluyendo la perspectiva de una renegociación, se juega el futuro de Alarcón y el de la política económica del actual gobierno.