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CRÓNICA

El doloroso itinerario familiar de un ‘falso positivo’

Un año después de que un taxista desapareció en el sur de Bogotá y apareció muerto en Cimitarra en un supuesto combate con el Ejército, el drama de su esposa e hijos sigue vivo.

José Navia - Publicado en mayo de 2010 por la Fundación Víctimas Visibles
18 de diciembre de 2013

El sepulturero de Cimitarra estaba a punto de cerrar el cementerio cuando escuchó la voz suplicante de la mujer que llegó, jadeante y bañada en sudor, a las puertas del camposanto.

–¡Señor, por favor no cierre –le alcanzó a decir Kelly Johana Ruiz, una joven bogotana que había arribado minutos antes a ese pueblo reverberante del Magdalena Medio en un bus de la empresa Omega.

El sepulturero la miró por unos segundos. La mujer vestía jeans y un buzo de lana, negro y grueso, insólito para el calor infernal que reinaba en ese municipio del departamento de Santander, en el oriente de Colombia. La recién llegada tenía la cara enrojecida por los casi 40 grados de temperatura de un mediodía soleado.

–Usted es rola, se le nota –le dijo el hombre.

Cuando recobró el aliento, Kelly Johana le explicó al sepulturero que en la oficina del Instituto de Medicina Legal, en Bogotá, una funcionaria le había dicho la noche anterior que su esposo, Daniel Andrés Pesca, había aparecido muerto en Cimitarra.

La funcionaria no le había explicado dónde quedaba Cimitarra, y si se lo dijo Kelly Johana no la alcanzó a escuchar. Salió disparada, como una loca, hacia la calle, arrastró consigo a una tía que la había acompañado, y cogió un taxi para el terminal de Transportes, a buscar un bus que viajara para Cimitarra.

Era el 28 de agosto de 2008. La primera noticia sobre la muerte de su esposo se la habían dado horas antes por teléfono. Ella, sin embargo, se negaba a creer lo que le decía la funcionaria a través del celular. Desde la desaparición de Daniel Andrés, seis meses antes, Kelly Johana había visto las fotos de unos dos mil muertos en las visitas que hacía todos los viernes a Medicina Legal en busca de noticias de su esposo.

A veces, Kelly Johana se detenía a examinar con mayor detenimiento alguno de aquellos rostros yertos. Segundos después pasaba a la siguiente fotografía con cierto alivio. Cada vez que comenzaba la macabra labor, la joven temía hallar en aquellos álbumes el rostro del hombre con el que vivía en unión libre desde hacía cinco años, el padre de su hijo de tres años, y de una niña de siete años. Pero nunca lo halló.

Sin embargo, la tarde del 28 de agosto del 2008 sintió un escalofrío cuando los funcionarios de Medicina Legal la llevaron a una oficina y la sentaron en un sofá, junto a una persona que se identificó como el sicólogo.

– Le tenemos una noticia no muy buena –recuerda ella que le dijeron.

–¿Él está muerto, cierto? –les preguntó a quemarropa.

Le respondieron que sí. Que el cadáver estaba en Cimitarra, y le dijeron que no le podían dar más información porque el caso lo tenía un juez penal militar y existía una reserva.

– Pero… ¿por qué, si él no es soldado? –preguntó desconcertada.

Le repitieron que la información era confidencial y fue entonces cuando salió como un ventarrón hacia el terminal pensando que tenía que irse de inmediato para Cimitarra, quedara donde quedara. Eran casi las 7 de la noche. Tenía en el bolsillo 40 mil pesos, producto de su trabajo de venta de minutos de celular en los alrededores del frigorífico Guadalupe, en el sur de Bogotá.

En la taquilla de Omega le informaron que el siguiente bus para Cimitarra salía a las 9 de la noche. Tiempo suficiente para llamar a la funcionaria del CTI que investigaba la desaparición de su esposo. Con ella se desahogó:

–Le grité ¡estúpida...! ¡Inepta….! ¬Ella apenas me decía cálmese, cálmese. ¡Cuál cálmese si apareció muerto…! ¡Está muerto y usted no hizo nada…! Yo estaba como loca.

En el terminal le habían asegurado que el bus demoraba unas nueve horas hasta Cimitarra, pero se echó once. El pasaje valía 60 mil pesos. Ella habló con el conductor y logró que la llevara por 30 mil.

Mientras habla, Kelly Johana busca en un canasto de mimbre una muda de ropa para que su hija se cambie el uniforme escolar. Vive en la casa de su hermana, en un populoso sector del sur de Bogotá. Cuando desapareció su esposo, ella tuvo que entregar el apartamento donde vivían en arriendo en el barrio El Carmen. Se quedó varias semanas donde su mamá y luego se fue para una pieza en el barrio Quiroga para tener más intimidad con sus hijos. Pero no pudo responder por el arriendo y la dueña de la casa le pidió la habitación. Dice que tuvo que dejar, como garantía de la deuda, casi todas sus pertenencias, incluidos los juguetes y la ropa de los niños.

La deuda asciende a 80 mil pesos. Kelly Johana espera pagarla con la primera quincena del trabajo que estrena por estos días en una empresa de vigilancia. El empleo se lo dieron gracias a la intervención de Presidente Uribe, a quien le pidió ayuda como una pequeña compensación por la muerte de su esposo a manos de funcionarios del Estado.

Kelly Johana encuentra en el fondo canasto de mimbre un pantalón y una blusa y se los entrega a la niña. Luego mira la pila de ropa que acaba de sacar, pide disculpas por el evidente desorden en que se halla la casa, y prosigue el relato con desgano:

–¿Dónde íbamos?... Ah sí. Le decía que en el viaje a Cimitarra yo no sentía ni hambre, ni frío, ni calor. No tenía ganas ni de llorar. Sentía un dolor muy profundo pero no sabía cómo expresarlo.

Ahora recuerda que la flota se detuvo durante la noche en algunas poblaciones de tierra caliente. Ella se bajaba como un zombi.

– Sudaba a chorros. Sentía el pelo mojado, como si me acabara de bañar, pero no sentía calor. No sentía nada.

Tampoco le dio sueño.

– Quería llegar rápido y que alguien me contara qué había pasado. Iba pensando en qué iba a hacer ahora, qué iba a pasar con los niños. Se me venían a la cabeza todos los recuerdos de él, de cuando lo conocí, del último día…

Por su memoria pasaron las imágenes del día en que se conocieron en la iglesia Pentecostal Unida, en noviembre del 2001, en una reunión de representantes de varias iglesias de la ciudad. Duraron un año de novios. Luego ella quedó embarazada y casi dos años después, cuando la niña tenía un año, se fueron a vivir juntos al barrio San Jorge. Allá volvió a quedar embarazada.

Daniel Andrés se dedicó a trabajar en albañilería. Luego estuvo involucrado en un robo y fue a dar a la cárcel Distrital. Al salir comenzó a manejar un taxi. Para esa época vivían en el barrio El Carmen. Los domingos salían a pasear a la niña en bicicleta pero, sobre todo, permanecían en la casa viendo películas. A veces, él preparaba sopa de pasta, cebada o plátano. Almorzaban, dormían y de nuevo a ver películas.

Entre semana Daniel Andrés manejaba el taxi de seis de la mañana a seis de la tarde. A esa hora se despidió de Kelly Johana el 27 de febrero de 2008.

–Ya vengo. Voy a entregar el taxi –le dijo a su esposa.

–¿Y a qué horas vuelve? –le preguntó ella.

–A las nueve o diez –le dijo, y enseguida le explicó que iba a visitar a un hermano. Llevaba una camiseta blanca debajo de una camisa verde a cuadros, blue jeans y botas cafés, de cuero.

– Me llamó como a las once y me preguntó si la niña estaba despierta. Le dije que estaba dormida y me respondió que era para llevarle una pizza. Yo lo esperé como hasta las 12, le marqué al celular y estaba en buzón. Después me dormí.

Kelly Johana madrugó a buscar al dueño del taxi. Su esposo no había ido a recibir el carro. Caminó hasta el CAI del Tunal y allí los policías le dijeron que debía esperar 72 horas para reportarlo como desaparecido, pero le aconsejaron que fuera a Medicina Legal. Así comenzó la búsqueda.

–Es es regular estatura, blanco, mono –dijo en una ventanilla.

Un funcionario de la morgue le informó que en las últimas 24 horas no había llegado ningún cadáver con esas características. Sin embargo, para asegurarse, examinó las fotos de los muertos más recientes.

Se fue entonces para el CTI y le asignaron una investigadora. En los días siguientes llevó fotos de su esposo a los noticieros de televisión y comenzó a rebuscarse con la venta de minutos de celular. Así pasaron seis meses, hasta la tarde del 27 de agosto, cuando la funcionaria de Medicina Legal la llamó a la casa de su hermana para decirle que Daniel Andrés estaba muerto.

Cuando el bus entró a Cimitarra, Kelly Johana vio por la ventanilla varias chivas parqueadas, docenas de locales comerciales y gente en pantaloneta y bermudas, igual que en Melgar, un balneario cercano a Bogotá.

El bus se estacionó y que Kelly Johana se bajó a la carrera.
– Donde queda el cementerio – le preguntó a la primera persona que apareció.

–¿El de San José? – replicó el interrogado.

– Sí, sí. El cementerio del pueblo.

– Váyase por allí. Está como a cuatro cuadras.

Minutos después estaba, jadeante, en las puertas del camposanto pidiéndole al sepulturero que no cerrara, que la dejara entrar a buscar la tumba de su esposo.

– Ese día llegaron dos muertos ¿Usted es la esposa del mayor o del menor? – le preguntó el sepulturero.

El hombre le explicó que el mayor tenía 32 años y el menor, 27.
–Del menor –respondió–. El hombre la dejó entrar, cerró el cementerio por dentro y le dijo:

– A ellos los mató el Ejército. Le contó que los soldados habían llevado los cadáveres el 5 de marzo en una camioneta verde y los habían reportado como guerrilleros muertos en un combate en la vereda El Brasil.

Después supo que el otro muerto era Eduardo Garzón Páez, un habitante del barrio la Fragüita, en el sur de Bogotá, donde vivía con su esposa y un bebé. Eduardo Garzón había desaparecido junto con Daniel Andrés.

El sepulturero le mostró la bóveda donde habían quedado los restos de su esposo. Kelly Johana recuerda que la tumba tenía el letrero ‘Protocolo 13’, escrito con pintura o marcador negro.

Al salir del cementerio llamó a la familia de Daniel Andrés para informarle del hallazgo. Por la tarde comenzó a visitar las oficinas relacionadas con derechos humanos y a averiguar por los trámites para reclamar el cadáver y trasladarlo a Bogotá.

En algunas oficinas le dijeron que denunciara el caso. Le preguntaron que si sabía qué era una ‘ejecución extrajudicial’ y le explicaron que eso era lo que había sucedido con su esposo. También le dijeron que las ‘ejecuciones extrajudiciales’ eran un asunto frecuente en la región, pero que era la primera vez que llevaban hombres de Bogotá para matarlos y hacerlos pasar por guerrilleros.

También le contaron que a los soldados que habían matado a su esposo y al otro hombre los felicitaron y les dieron bonificaciones.

Ocho días después de haber llegado a Cimitarra, Kelly Johana regresó al cementerio con los hombres de la funeraria para exhumar el cuerpo de Daniel Andrés y trasladarlo a Bogotá. Estaba tan agotada que durmió las trece horas que demoró la carroza fúnebre en atravesar el Magdalena Medio y depositar el ataúd en una sala de velación del barrio Claret.

Al día siguiente lo sepultaron. Veinticuatro horas más tarde estalló el escándalo. El teléfono no paraba de sonar. La prensa denunció que un número aún sin determinar de hombres del municipio de Soacha habían desaparecido en forma misteriosa y habían aparecido luego, acribillados a sangre fría, reportados en los boletines del ejército como guerrilleros dados de baja en combate.

El nombre de su esposo y de las otras víctimas comenzó a aparecer en los periódicos y en los noticieros con el nombre genérico de ‘falsos positivos’, un eufemismo que en Colombia esconde el asesinato de más de dos mil personas a las que han intentado hacer pasar como bajas en combate.

Desde que los espeluznantes crímenes salieron a la luz pública, Kelly Johana ha contado su historia docenas de veces ante periodistas, ante los jueces y ante organizaciones de derechos humanos. En febrero pasado asistió a la primera parte del juicio a los asesinos de su esposo. Un coronel, un teniente y cuatro soldados del Batallón de Infantería Número 41, ‘Rafael Reyes’ recibieron medida de aseguramiento por esos hechos.

Durante los ocho días que duraron las audiencias, Kelly Johana se enteró de que el cadáver de su esposo apareció con una pistola en su mano derecha. “El era zurdo”, dice. Además, tenía puestas unas botas militares talla 40. “El calzaba 37”, agrega. Y le mostraron unas 40 fotografías en las que aparecía el cadáver acribillado de Daniel Andrés en diversos encuadres: con una cascada de fondo, tirado en el suelo, con una línea que señalaba la trayectoria de las balas… le habían pegado siete tiros.

Ahora, Kelly Johana se alista para asistir a la segunda parte del juicio. Aunque no lo deja traslucir, la joven siente temor. Dice que un hombre alto, moreno y de corte militar anduvo preguntando por ella, durante casi un mes, en la época en la que trabajó como guía en los portales de TransMilenio.

También teme por sus hijos, sobre todo desde que le contaron que un hombre les había tomado fotos y había preguntado por ellos a la salida del jardín infantil y del colegio. Por eso, ella misma, o su hermana, los lleva y los recoge todos los días y atraviesa dos barrios a pie, con los niños agarrados de la mano y los morrales de libros a la espalda.

A los niños prefiere no llevarlos al cementerio para no revivirles el dolor que sintieron el día en que sepultaron a Daniel Andrés. Durante varias semanas la niña, especialmente, entró en un mutismo casi total. “Permanecía sola, se puso muy rebelde y malgeniada”, afirma.

Por todo eso, Kelly Johana dice que el dolor sigue intacto y las imágenes, nítidas, como grabadas a fuego vivo. “Me soñé con mi papá”, le dice a veces el niño; y le pregunta si algún día va a volver. La niña le escribe cartas al papá. Ayer le escribió una. ‘Te quiero mucho, perdóname porque no he podido ir a visitarte’, decía el mensaje garrapateado en una hoja de cuaderno.