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No se trata de satanizar la ayuda de Estados Unidos, pero tampoco de que haya intromisión en los asuntos internos

POLÍTICA INTERNACIONAL

¿El Estado 51?

Pocas veces en la historia de Colombia, Estados Unidos había metido tanto sus narices en las políticas internas. Y lo increíble: con el visto bueno del Estado.

21 de marzo de 2009

Desde cuando Colombia aceptó los 25 millones de dólares de Estados Unidos para "eliminar todas las desavenencias producidas por los acontecimientos políticos ocurridos en Panamá en 1903" como parte del tratado Urrutia-Thompson de 1914, el gobierno de Washington D. C. se ganó un puesto de honor en la mesa de la política colombiana. Un lugar que no ha abandonado, como se demostró la semana pasada. El domingo el gobierno tuvo que recular luego de que el vicepresidente Francisco Santos propuso darle santa sepultura al Plan Colombia. El alto funcionario se quejaba de que los pocos dólares que recibía de ayuda no justificaban el maltrato que se le daba al país en ciertos círculos de Washington. Pero fue rápidamente desautorizado por el canciller Jaime Bermúdez: "Hay que continuar con el Plan Colombia. Este Plan se necesita para poder consolidar los resultados en la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo".

Días antes, el ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, había anunciado el traslado de los equipos y las aeronaves norteamericanos de la base de Manta (Ecuador) a territorio colombiano. El miércoles Colombia amaneció con la noticia de que el senador Patrick Leahy había congelado 72 millones de dólares de ayuda militar, debido a su preocupación por los "falsos positivos". El jueves se informó que Estados Unidos solicitará en extradición a David Murcia, de DMG. Esa andanada informativa, lejos de ser excepcional, refleja el grado de injerencia que hoy tienen las tres ramas del poder de Estados Unidos en Colombia, posiblemente la mayor en toda la historia de las relaciones entre los dos países.

La influencia estadounidense no es nueva, pero pocas veces ha afectado tanto el diario devenir de los colombianos como se está viviendo hoy en día. Si el pilar de cualquier Estado es la justicia, ésta en Colombia se escribe en inglés. El sistema penal acusatorio, que se instrumentó en los últimos años, no sólo está inspirado en el norteamericano, sino que fue promovido y financiado por Washington. Los fiscales colombianos son instruidos por sus pares estadounidenses.

Allí no se limita su participación. Según le confirmaron a SEMANA fuentes de la Fiscalía, los funcionarios norteamericanos tienen un papel protagónico en varios frentes críticos como el uso de polígrafos para determinar la idoneidad de fiscales colombianos. En los casos que le interesan a Estados Unidos -narcotráfico, derechos humanos- intervienen directamente agentes del FBI o del Departamento de Justicia.

La justicia penal militar se está transformando a imagen y semejanza de la que se aplica en el Pentágono mediante la capacitación de jueces y fiscales colombianos.

La extradición, otrora una herramienta excepcional para combatir a los grandes capos de la droga (cartel de Medellín y Cali), es hoy utilizada de manera indiscriminada. Ya van más de 800 extraditados desde 2002, de los cuales sólo un pequeño porcentaje calificaría bajo el rubro de demasiado poderosos o peligrosos para ser juzgados en Colombia: la raison d'etre con la cual se justificó su instrumentación en el país.

También son frecuentes los viajes del fiscal general, Mario Iguarán, o de otros funcionarios de la rama judicial a Washington, no sólo para reunirse con sus pares en el Departamento de Justicia - algo lógico-, sino para presentar descargos y explicaciones a congresistas y sus asesores.

La rendición de cuentas a los congresistas gringos no es fortuita: las instituciones colombianas, entre ellas la Fiscalía, reciben anualmente más de 500 millones de dólares de los contribuyentes estadounidenses. La recepción de esa plata es lo que les da carta blanca a los políticos norteamericanos para entrometerse en los asuntos colombianos. Y lo hacen con gusto: no sólo en justicia, sino en asuntos de derechos humanos, seguridad nacional, política social y hasta en cómo se debe regir las relaciones laborales en Colombia.

Gracias a la llamada enmienda Leahy, aprobada en 1997 durante el gobierno de Samper, se puede negar el envío de ayuda a unidades militares de las cuales se sospecha de violaciones de derechos humanos. La norma es tan vaga y sujeta a interpretaciones que cualquier miembro de la fuerza pública es vulnerable de ser sindicado de ser un malhechor. El problema radica en que Leahy, por ser el presidente del Comité de Apropiaciones, puede él solo frenar el desembolso de recursos, como ocurrió la semana pasada con los 72 millones de dólares del Plan Colombia. Es más, normalmente quien decide es su asesor Tim Reiser, encargado de hacerles seguimiento a los temas colombianos. Así, las fuerzas militares pueden llegar a estar al vaivén de un staffer de Congreso, quien reside en Washington.

Leahy no es único legislador que ejerce esa facultad de vigilancia o de influencia. El congresista Gregory Meeks convenció al gobierno de Uribe de que si les ponía atención a los afrocolombianos, el black caucus (agrupación que reúne a 41 representantes negros) apoyaría el TLC. Eso explicó el nombramiento de la Ministra de Cultura y un viceministro de Protección en junio de 2007, según le confirmaron a SEMANA fuentes de ambos gobiernos. No es gratuito, además, que haya una partida de 15 millones de dólares del Plan Colombia que debe ser invertida en las comunidades afrocolombianas del Pacífico.

En la delicada esfera de la seguridad nacional, la participación norteamericana, aunque discreta, se manifiesta en la presencia de militares y contratistas de ese país en lugares estratégicos: las bases de Tres Esquinas, Apiay, Tolemaida, Arauca y Buenaventura. Muchos equipos donados no pueden ser movidos o utilizados sin la autorización previa de Estados Unidos. De trasladarse las aeronaves y equipos estadounidense de Manta a Colombia, ¿se les permitirá esa misma autonomía?

Es tanta la integración colombo-estadounidense en asuntos de defensa, que el gobierno colombiano utiliza muchas veces el mismo sistema de compras del Pentágono (se logran economías de escala, según le explicó a SEMANA un ex funcionario de seguridad).

El llamado 'Plan de Consolidación' en las áreas antes controladas por la guerrilla tiene un fuerte componente norteamericano. Muchos de los recursos provienen de la Agencia Internacional de Desarrollo (AID). Esta impronta les permite a los funcionarios estadounidenses tener voz y voto sobre cómo y dónde se gasta la plata.

Esta norteamericanización de Colombia precede al gobierno de Uribe. La guerra contra el narcotráfico y las Farc llevó a los gobiernos a acercarse más a Washington; pero la actual administración ha ido más lejos que sus antecesores. El gobierno colombiano firmó un acuerdo que otorga inmunidad a personal oficial estadounidense implicado en crímenes de lesa humanidad para que no sean juzgados por la Corte Penal Internacional (CPI), sino por jueces de su país.

Pero tal vez la mayor señal de que Colombia cada vez se parece más a un apéndice de Estados Unidos es la actuación de los llamados opositores. El senador liberal Juan Fernando Cristo, por ejemplo, acaba de regresar de un periplo a Washington

D. C. donde explicó y pidió apoyo para la ley de víctimas. Piedad Córdoba quiere entregarle las llaves del acuerdo humanitario al congresista demócrata Jim McGovern. Los sindicatos colombianos se aliaron con sus similares norteamericanos contra el TLC porque éste les quitaría empleos a los trabajadores estadounidenses. Y gracias a la presión de los sindicatos gringos, se cambió la ley de huelga en Colombia.

Son múltiples las áreas donde la ayuda económica de los Estados Unidos significa una influencia de ese país en los asuntos internos que son estratégicos para Colombia. Frente a esta situación, no se trata de satanizar la cooperación de Washington, que sin duda ha sido beneficiosa para Colombia en aspectos tan importantes como los derechos humanos, la seguridad y la lucha contra el narcotráfico y la guerrilla. Pero tampoco es conveniente que muchas decisiones de seguridad nacional y de política interna tengan que ser autorizadas por funcionarios estadounidenses, como muchas veces ocurre, y que constituye una intromisión en los asuntos internos de un país que lesiona la soberanía nacional.