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El presidente Frederik Willem de Klerk y Nelson Mandela, entonces presidente del Congreso Nacional Africano, aparecen el 14 de septiembre de 1991, en Johannesburgo, poco antes de firmar el histórico Acuerdo Nacional de Paz . Mandela había pasado 27 años en la cárcel. | Foto: A.F.P.

OPINIÓN

El fin del ‘apartheid’ y el derecho a la vida en Colombia

La forma como Sudáfrica superó años de enfrentamiento por la discriminación racial tiene muchas enseñanzas para Colombia. Caterina Heyck Puyana ofrece su opinión personal al respecto.

7 de marzo de 2015

Sudáfrica tenía el Ejército más fuerte del continente y una situación económica sostenible, fue lo que contestó el expresidente De Klerk, premio nobel de Paz, quien junto a Mandela puso fin al conflicto armado de ese país en los noventa. Antes de conversar con él en Ciudad del Cabo, habíamos escuchado voces de escepticismo sobre su convicción real y sincera de dialogar con la ANC. Cada quien se llevó su propia interpretación. En general concluimos que las lecciones de aquel proceso deben ser tenidas en cuenta en Colombia, dada la cantidad de similitudes y porque no hay duda que Sudáfrica es un país reconciliado y mejor del que era antes.

Curiosamente, la mayor similitud es nuestra situación de inequidad. Sudáfrica es el país más inequitativo del mundo y Colombia le sigue en pocos puntos del coeficiente de Gini. Ese país logró la igualdad constitucional en términos políticos, pero tiene un gran pendiente en la igualdad real y económica. Si bien los negros ya no tienen impedimento legal para sentarse a manteles en los restaurantes, continúan siendo los que sirven y atienden a la clientela blanca. También, son los que caminan en las pocas aceras, pues los blancos se transportan en carro no solo por lujo sino por la inseguridad. A pesar del acuerdo de paz, la violencia no ha cesado. Adolecen también de una proliferación de bandas criminales y de la maldición del oro, causante de desplazamiento, explotación humana y daño ambiental.

Nos diferenciamos en el fenómeno del narcotráfico, que no alimentó el conflicto sudafricano, pues la financiación salía de Rusia y luego el fin del comunismo fue determinante para concretar el diálogo. La presión internacional por la eliminación del apartheid es diferente al apoyo a la paz de Colombia, que justamente tiene la gran dificultad del narcotráfico y la validación del modelo de justicia transicional. Esta nos obliga a lidiar con la manipulación del derecho internacional y el desconocimiento de la razón de su existencia, que es la paz entre los pueblos y el fundamento de la Carta de las Naciones Unidas. Aquella es la estrategia de quienes se lucran con la guerra y el discurso del terror –los traficantes de armas y vividores del conflicto–.

Mandela fue el líder del brazo armado de la ANC. Por ello fue condenado a cadena perpetua. Aun cuando no es del caso auscultar su grado de responsabilidad en actos de terrorismo ni la de De Klerk en las violaciones a los derechos humanos cometidas por la Policía sudafricana y la llamada “tercera fuerza”, vale la pena preguntarse cuál habría sido la historia si Mandela hubiese sido considerado un objetivo militar, si a este hombre en lugar de habérsele capturado se le hubiera dado de baja y su muerte, así como los daños colaterales causados, evaluados a la luz de los criterios de ventaja militar y proporcionalidad; y si la concesión de su libertad hubiese sido bloqueada en razón al incumplimiento de la pena.

Curiosamente, en Sudáfrica el DIH no fue un referente legal importante. En los setenta, la ANC manifestó su compromiso de respetarlo y por ello focalizó su accionar a objetivos estratégicos –no civiles–. En Colombia, pasamos de un otrora desconocimiento del DIH, a esgrimirlo ahora como referente legal del conflicto. Hoy día se dice “aplicar DIH” como eufemismo para decir que se mató.

Roelf Meyer, gran artífice de la paz en Sudáfrica, exministro de Seguridad del régimen y negociador oficial, explicó cuál fue la motivación del cambio que allí se dio. En Sudáfrica se había llegado a un punto en el que el apartheid era éticamente insostenible. La justificación legal de su existencia era una farsa imposible de continuar moralmente. Entonces comprendí cuál es el punto de inflexión para Colombia.

En Sudáfrica, las leyes del apartheid aprobadas por un Congreso que se decía democrático, conformado por una minoría blanca, establecieron las normas de discriminación racial. Los negros no podían estudiar en las mismas escuelas con los blancos, ni compartir espacios públicos, muchos no tenían nacionalidad y nadie podía votar. Esto era legal, un sinnúmero de leyes así lo regulaban. Por eso y fruto del proceso de paz, se hizo necesaria en Sudáfrica la expedición de una Constitución que consagró el derecho a la igualdad. ¿Qué falta entonces en Colombia?

La respuesta está en aquella razón fundamental de insostenibilidad del conflicto armado. El fin de la muerte –el respeto al derecho a la vida–. Así como el apartheid legalizó la discriminación en Sudáfrica, en Colombia no podemos seguir entendiendo que las Fuerzas Militares tienen el deber de matar. Pasamos del permanente estado de sitio antes de la Constitución del 91, a una conmoción interior no decretada y a la derogatoria de facto del derecho a la vida. Si en Sudáfrica las leyes del apartheid se hicieron insostenibles, en Colombia simplemente hay que respetar el Artículo 11 que proscribe la pena de muerte y establece que el derecho a la vida es inviolable.

Entender que el apartheid era indefendible, no obstante su existencia legal, implicó un cambio de mentalidad. Mandela en su proceso, Desmond Tutu y quienes crearon la Comisión de la Verdad tuvieron en cuenta los miedos de los blancos, de la Policía y funcionarios del régimen, pues de lo contrario no se hubiera podido avanzar en la reconciliación. En Colombia hay que tener en cuenta esto, de cara a la determinación de responsabilidades, pues política, histórica y culturalmente siempre se ha entendido que los “camuflados de verde y botas de caucho” no tienen derecho a la vida. Ese es el verdadero génesis de los falsos positivos. Por muchos años la muerte ha sido trofeo de guerra que además de propiciar ascensos, premios y recompensas, ha generado votos.

Curiosamente, la crítica al reclutamiento de menores es ciega a su condición de víctimas del conflicto armado. Los niños y niñas de la guerrilla son considerados objetivo militar o daño colateral –a pesar de la Ley de Víctimas– y en cualquier momento pueden caer muertos por el accionar militar ofensivo. Son víctimas relativas colaterales hasta que cumplen la mayoría de edad.

Este es el punto de quiebre ético en Colombia. La paz es como el nudo gordiano, basta con cortar el lazo de la muerte. En Sudáfrica, el apartheid se estructuró sobre una farsa legal que se hizo moralmente insostenible. Se tuvieron que poner de acuerdo en que todos, a pesar de las diferencias raciales, eran sudafricanos y tenían derecho a la igualdad. En Colombia, pareciera ser más sencillo pues tenemos una Constitución que establece el derecho a la vida de todos los colombianos –sin excepción–. El derecho a la igualdad fue para Sudáfrica lo que el derecho a la vida sería para Colombia. Estos son los puntos de inflexión para la paz.