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¿El fin de la soberanía?

Si Colombia no resuelve pronto su conflicto interno entrará a la categoría de los ‘Estados colapsados’ o ‘países vasallos’, sin independencia territorial, y donde le tributa a un poder superior: Estados Unidos.

Juan Gabriel Tokatlian
10 de enero de 2000

Colombia llega al final del milenio viviendo una guerra atroz en el plano interno y extraviada en términos de su inserción internacional.

Durante la primera mitad del siglo XIX, Colombia aparecía a los ojos de extranjeros como un país con gran potencial. En 1823, John Quincy Adams, en su calidad de secretario de Estado de Estados Unidos, refiriéndose a los atributos del país, afirmaba que, bien utilizados y organizados, harían que Colombia fuese “llamada a ser en adelante una de las naciones más poderosas de la Tierra”. Tal era la posibilidad de influencia, que una tesis doctoral de 1969 en Estados Unidos evaluó la competencia por la hegemonía en el Pacífico entre Colombia y Chile desde 1817 hasta 1845.

La entrada al siglo XX fue traumática para el país. La pérdida de Panamá en 1903, alentada por Estados Unidos, llevó a la Nación a la introversión y condujo a que la élite se impusiera una política exterior raquítica. Con una mezcla de pragmatismo y aprensión, el establecimiento colombiano racionalizó la dependencia frente a Washington a través de la Doctrina Suárez del respice polum —mirar hacia la estrella del norte, hacia Estados Unidos— porque “el norte de nuestra política exterior debe estar allá, en esa poderosa nación, que más que ninguna otra ejerce atracción respecto de los pueblos de América”. La atracción de Estados Unidos para Colombia fue y ha sido tal que ello se expresa simbólicamente en Cien años de Soledad de Gabriel García Márquez: “...De acuerdo con los cálculos de José Arcadio Buendía, la única posibilidad de contacto con la civilización era la ruta del norte”.

Luego de la Segunda Guerra Mundial y desde el comienzo de la Guerra Fría, la doctrina del respice polum se tornó en una visión ideológica del papel de Colombia en el mundo. Un férreo anticomunismo sin matices definió la política externa hasta entrados los años 60. Otro ex canciller y ex presidente, Alfonso López Michelsen, acuñó una nueva doctrina: el respice similia —mirar a los semejantes, a los países latinoamericanos en particular que, buscaban una mayor diversificación política y económica y la afirmación de una progresiva solidaridad sur-sur—.

De allí en adelante, las políticas exteriores de Colombia oscilaron entre las dos miradas: hacia el norte y hacia los semejantes. De los 80 en adelante crecen tanto el conflicto armado y el poder del narcotráfico en tanto clase criminal, como el desgarramiento de una élite tradicional y parroquial que no sabe a ciencia cierta cómo y hacia dónde orientar la política interna e internacional.

En medio de un acelerado cambio mundial después de la caída del muro de Berlín y de un manifiesto anquilosamiento nacional después de la Constitución de 1991, surgen diversos planteamientos, más que doctrinas, sobre la inserción externa del país. Con todo, Colombia llega al final del siglo XX sin saber qué hacer en materia internacional. La clase dirigente ni siquiera parece asimilar lo que observa en el exterior, mientras el país se sume en una violencia desgarradora. Ya no hay consenso social ni unidad política en lo interno y en lo externo. Desde hace tiempo el país no sabe qué quiere hacer, qué puede hacer y qué debe hacer en el terreno mundial. De allí que dé palos de ciego, parezca miope o muestre signos de estrabismo.

Lo anterior se produce en un contexto signado por una evidente y costosa hegemonía mundial de Estados Unidos; una vertiginosa y desigual globalización en distintas áreas económicas, políticas y jurídicas; una gradual y profunda erosión de la autoridad del Estado en la mayoría de los asuntos internacionales; y una paulatina y delicada redefinición de nociones como las de autodeterminación, intervención y autonomía. Todo esto incide de manera decisiva sobre todas las naciones sin distinción. Sin embargo, el impacto de estos procesos simultáneos y contradictorios no es igual para todas: es claro que la entrada al nuevo milenio se caracteriza, principalmente, por la consolidación de una estructura internacional abiertamente jerárquica.

En ese sentido, la soberanía de los países se altera de modo drástico y, quizás, inexorablemente. Algunos Estados consolidados, con suficiente legitimidad interna, inviolables territorialmente y con capacidad de influir en la vida económica, política y cultural de otras naciones, gozarán de un grado de soberanía máxima, positiva y operativa. Ese sería el caso, por ejemplo, de Estados Unidos.

Otros Estados aún vigorosos y legítimos pero vulnerables, todavía competentes para forjar una identidad propia e incidir en ciertos temas importantes de la agenda mundial, dispondrán de una soberanía operativa y positiva. Casos como Alemania, Japón, India, China, entre otros, se ubicarían en este nivel.

Muchos Estados débiles pero cohesionados, con una legitimidad elemental y determinada capacidad de interlocución con actores más poderosos, poseerán una soberanía mínima. Varios países medios de América Latina y Asia estarían en este nivel.

Finalmente, Estados colapsados, con sociedades muy fracturadas y una legitimidad muy cuestionada, sin capacidad real de independencia territorial ni poder negociador económico, tendrán una soberanía negativa: serán soberanos en lo formal pero genuinamente parecerán ‘suzeranías’ a la usanza medieval, es decir, países vasallos que tributan a un poder superior. Varios casos en Africa, Asia y el Caribe se pueden localizar en ese nivel.

Si Colombia no resuelve a la mayor brevedad posible su trágica guerra nacional, sin duda comenzará el nuevo milenio muy cerca de esta última categoría. El país será cada vez menos soberano —se ‘desoberanizará’ mucho más— en la medida en que siga enfrentado consigo mismo con tanta crueldad y sin indignación.