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Después de la entrega de armas, más de 18.000 miembros de base de las autodefensas quedaron a la espera de un indulto que, según la Corte Suprema, ya no se les podrá aplicar

paramilitarismo

El lío de la sedición

El intento del gobierno de convertir el paramilitarismo en un delito político tiene una sola salida viable: cobijar a los 18.000 desmovilizados y dejar por fuera a los jefes de las autodefensas y a los para-políticos.

28 de julio de 2007

Esta semana se armó una de las polémicas más agudas sobre la naturaleza de la guerra en Colombia: si el paramilitarismo se debe considerar un delito político como es la rebelión para la guerrilla. El detonante del debate fue una sentencia de la Corte Suprema de Justicia. En ella los magistrados consideran que el paramilitarismo es un delito común.

Se basan en dos grandes argumentos. El primero, que los paramilitares no actuaron en contra del Estado sino en complicidad con él. Las múltiples condenas que ha recibido el país en tribunales internacionales por masacres y crímenes donde los paramilitares actuaron protegidos o conjuntamente con militares y policías, así lo demuestran. El escándalo de la para-política se convierte en la otra prueba de que gran parte de la burocracia estatal estaba a su servicio. Tanto gobiernos locales, como cargos de elección popular y hasta los órganos de justicia.

El segundo argumento de la Corte es que las motivaciones de los paramilitares no son políticas sino económicas. No buscan derrocar un régimen político para suplantarlo, sino ponerlo a su servicio para acumular riqueza. Si bien las autodefensas nacieron como una fuerza militar contrainsurgente, rápidamente degeneraron en grupos armados mafiosos que defendían un lucrativo negocio, a quienes no los movía la búsqueda del beneficio colectivo. Y en el camino cometieron todo tipo de crímenes de lesa humanidad contra la población civil y desplazaron a miles de personas.

La sentencia, cuya argumentación es muy sólida y de una impecable lógica jurídica es, sin embargo, discutible desde lo político. El Presidente dijo que la Corte había incurrido en una discriminación ideológica. Uribe dice que de los argumentos de los magistrados se infiere que mientras la guerrilla tiene fines altruistas, los paramilitares son apenas una banda de delincuentes comunes. Para el Presidente debe haber una simetría en el tratamiento de la izquierda armada ilegal y la derecha armada ilegal. Considera que como ambos grupos acuden a los mismos métodos criminales: matan, roban, secuestran y trafican narcóticos, deben recibir el mismo tratamiento. Mientras Uribe condena los medios, la Corte explora los fines.

Más allá de los desacuerdos filosóficos que puede haber entre el Presidente y la Corte, el gobierno está preocupado porque la sentencia pone en peligro el proceso de desmovilización. ¿Por qué? Porque 18.000 paramilitares, de los más de 30.000 que se han desmovilizado, no tienen todavía su indulto, pues apenas se estaba constatando si tenían o no procesos en la Fiscalía. En las actuales condiciones pueden ser capturados. O peor aun, ante la inseguridad jurídica, pueden volver a enrolarse en los grupos armados. Por eso el gobierno está buscando una salida jurídica para que el paramilitarismo sea considerado, definitivamente, como un delito político.

La situación no es fácil. Desde lógicas diferentes, tanto el gobierno como la Corte tienen razón. Por eso es necesario buscar una salida que, sin violentar la Constitución y la Ley, interprete la realidad política de un país azotado por la guerra y trate de buscar salidas a la violencia. Las interpretaciones jurídicas suelen ser universales y duraderas, mientras la política cambia más rápidamente. Muchas veces la realidad desborda los cauces jurídicos. Este parece ser uno de esos casos.

Las lecturas de la guerra cambiaron desde los atentados del 11 de septiembre. La insurgencia y el uso de las armas cambiaron de paradigma y parte de aureola política. Lo que antes era considerado fines nobles pero con medios violentos, ahora se considera simplemente terrorismo. La tolerancia de la sociedad con los alzados en armas ha disminuido, más aun cuando estos actúan en democracias, como es el caso de Colombia. Cuando Uribe pone en un mismo plano a guerrilleros y paramilitares, interpreta ese cambio de paradigma y a la mayoría de los colombianos. Un cambio que se está dando primero en la opinión pública que en las normas.

Frente a esa realidad, existe un interés general por buscar una salida para no poner en peligro la desmovilización de miles de paramilitares que se les ha sacado a la guerra. Una fórmula que cobije a los 18.000 desmovilizados que hoy están en vilo. Muchos consideran que para que la fórmula sea viable para la comunidad internacional, no podrá beneficiar ni a los jefes paramilitares ni a los políticos que sean condenados por sus relaciones con las autodefensas. Si se revive el delito político, los unos y los otros pueden terminar ganando. Los jefes paramilitares, porque, junto al indulto, otra gran gabela que la Constitución le da al delito político es la no extradición. Por este camino los jefes paramilitares lograrían blindarse contra su mayor amenaza, y el gobierno pierde el único garrote que posee para obligarlos a ser consecuentes con el proceso.

A los congresistas también les cambiaría el panorama. Todos están investigados por concierto para delinquir agravado. Si este delito se llegara a considerar político, no sólo podrían ser indultados, como cualquier patrullero de las autodefensas, sino que podrían volver a la vida política, como cualquier ciudadano, porque así lo contempla la Constitución. Por eso el Presidente ha dicho explícitamente que cualquier fórmula jurídica que el gobierno proponga excluirá a los servidores públicos.

De hecho, el viernes en la tarde la Presidencia publicó un borrador de reforma al Código Penal que, en principio, deja por fuera de cualquier beneficio a los para-políticos. El gobierno anunció que recibirá opiniones en la página de Internet y luego hará una versión para presentar en el Congreso. Habrá que esperar a ver el proyecto definitivo, pues la experiencia ha demostrado que del primer borrador queda muy poco al final. Y en temas tan especializados como son los jurídicos, el diablo puede colarse en tan sólo una palabra.

La única salida viable a este problema tendrá que ser salomónica: sí a los miles de desmovilizados y no a los para-políticos y los jefes de las autodefensas recluidos en Itagüí. Muchos ojos están observando con detenimiento el desarrollo del proceso con los paramilitares. El Congreso y el gobierno de Estados Unidos, y en particular los demócratas, tienen este como un termómetro importante para las negociaciones tanto del Tratado de Libre Comercio, que se retomarán el año entrante, como del Plan Colombia. Ambos temas son cruciales para el futuro del país y, si se quiere, para el posconflicto. También están los ojos de Europa, de decenas de ONG que siguen el proceso, de los medios de comunicación, que se han convertido prácticamente en veedores del mismo.

Si bien la sentencia de la Corte es un escollo para el indulto de un número importante de desmovilizados, también es la oportunidad para que el gobierno envíe un mensaje de tranquilidad al país. El mensaje de que no apostará a fórmulas jurídicas que debiliten el ejercicio de la justicia. Y que los capos paramilitares y los políticos cómplices no se saldrán con la suya.