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Esta foto fue tomada en 1997, antes de que el cabo Pablo Emilio Moncayo fuera enviado al cerro de Patascoy, en Nariño. Él todavía con rasgos de niño. Su madre, Estela Cabrera, y su padre, Gustavo Moncayo, orgullosos del hijo.

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El secuestro más largo de la historia

Separados por la guerra, los Moncayo vivieron un vía crucis durante 12 años. Con la liberación de Pablo Emilio empieza la reconstrucción de sus vidas.

2 de abril de 2010

Pablo Emilio Moncayo era un muchacho serio y larguirucho a quien el uniforme verde oliva que lo graduaba como suboficial no alcanzaba a darle aire de adulto. Su mamá, Estela Cabrera, posaba a su izquierda con gesto sobrio, un vestido de pequeñas flores y aderezos de perlas blancas. Muy bonita ella. A la derecha, Gustavo Moncayo, un padre joven, risueño, de cabello negro intenso, orgulloso al lado de su hijo. Al fondo, la humilde vivienda.

Ninguno de los tres imaginaba que la siguiente foto de familia sólo sería tomada trece años después. Un aplomado hombre de 31 años en traje de fatiga, recibe impasible el abrazo desesperado de su padre encadenado y encanecido, y de una madre desecha en besos que le entrega como regalo una pequeña hermanita de cinco años. En el medio de las dos imágenes hay un profundo y doloroso agujero negro.

Poco después de su graduación como cabo del Ejército, Moncayo llama a su familia. Pasará la Navidad de 1997 en guardia, en el gélido cerro de Patascoy. Se rumora que los guerrilleros planean un ataque. Resultó cierto. La noticia llega por la radio, y Moncayo padre, profesor de Geografía y conocedor de las cordilleras, remonta el cerro nariñense buscando el rastro de su muchacho. Quiere seguir su huella, arrancárselo de los brazos a sus enemigos. Pero ya está lejos. Acaba de empezar para Pablo Emilio el secuestro más largo del mundo. Y el peregrinaje bíblico de su padre y de su familia.

"Recordada madre...creo que he pasado más aventuras que Indiana Jones y pienso que si yo sacara una película de lo vivido, él se quedaría en pañales". Han pasado tres meses de cautiverio y el joven militar tranquiliza a su familia en la primera carta que envía como prueba de supervivencia. Ingenua. Casi infantil. Moncayo, el hijo, no presiente el tamaño de la pesadilla que le espera. Porque será un capítulo inédito e inimaginable de crueldad prolongada. Poco después las Farc le ponen un rótulo escalofriante al joven Moncayo: "Canjeable".

Gustavo Moncayo no estuvo quieto un solo día. Buscó contactos con el gobierno de Samper, pero todos sus esfuerzos fueron infructuosos. La familia acarició la esperanza de ver a Pablo Emilio cuando Andrés Pastrana ganó las elecciones con la promesa de un acuerdo de paz. En el Caguán los carceleros de Pablo Emilio posan ante las cámaras como si fueran estrellas de cine, mientras Moncayo, el papá, viaja once veces a hablar con ellos. Sin dinero, abandonando su trabajo, viajando por tierra desde la remota Sandoná, en Nariño, hasta San Vicente del Caguán. Trata de ser amable para que le den razón de su hijo. Su foto siempre estampada en una camiseta blanca.

El 28 de junio de 2001 el profesor Moncayo asiste emocionado a la liberación de los soldados de Patascoy. Casi todos son liberados, menos los suboficiales. Menos Pablo Emilio y Libio José Martínez. Cuando se da cuenta de que su hijo seguirá cautivo, le pide a Simón Trinidad, quien se paseaba arrogante por las calles de San Vicente del Caguán, que por lo menos le diera libros a Pablo Emilio, para que estudiara durante las lentas y largas horas del cautiverio. Al fin y al cabo, era hijo de dos maestros, una profesora de Filosofía y uno de Ciencias Sociales.

A principios del año siguiente las negociaciones marchan por mal camino. Penden de un hilo y este se rompe. En febrero de 2002 hay declaratoria de guerra y no se sabe qué pasará con los secuestrados. Son 57 y huyen bajo los bombardeos, con sus verdugos. Poco después se sabe que viven encerrados entre alambradas, como en los campos de concentración de los fascistas. Que les llueven bombas y tiros constantemente, y que tienen que correr con sus morrales al hombro, amarrados unos a otros, aunque se los esté comiendo la leishmaniasis o con la malaria corroyéndoles la sangre.

Cinco años después, en abril de 2003, llega una nueva prueba de supervivencia. Pablo Emilio todavía parece un niño. No quiere que su juventud quede enterrada en la selva, pero todas las puertas están cerradas. El presidente Álvaro Uribe no se anda con rodeos: promete rescates a sangre y fuego.

Para entonces el profesor Gustavo Moncayo ya no sonríe tanto. Está obsesionado con su hijo. Va a las zonas rurales buscando contacto con las Farc, viaja a Bogotá a las solitarias protestas callejeras que hace un puñado de familiares en la Plaza de Bolívar de Bogotá. "Piojosos", "revoltosos" son algunos de los epítetos que reciben en las calles. Es abucheado en una universidad de Bogotá cuando le implora a Uribe un intercambio humanitario. Se encadena en la Plaza Nariño de Pasto. Muchos lo admiran por su lucha solitaria. Es una especie de Prometeo al que otros consideran loco.

En 2007 hay un nuevo video que prueba que Moncayo está vivo, pero delgado. No sólo ha perdido peso. También se le nota apagada la chispa de vida y juventud que todos recuerdan en él. "Presidente Uribe, abra un tercer frente para dialogar con las Farc. Por qué insistir en la fuerza si esa no es la tendencia actual", dice en tono seguro y crítico. Cuatro días después, el Día del Padre, Gustavo Moncayo, a sus 56 años, envejecido prematuramente por la espera, inicia una marcha solitaria desde Sandoná hasta Bogotá. Su hija Yuri Tatiana lo acompaña. Cree que algo malo puede pasarle. Él está dispuesto a crucificarse, a canjearse por su hijo, a inmolarse. No puede hacer nada por él excepto que el mundo recuerde que su hijo Pablo Emilio sigue en cautiverio y que él mismo, amarrado con cadenas, también lo sigue estando.

Pocos días después de que empieza su peregrinaje se conoce la noticia de que 11 diputados del Valle fueron fusilados en cautiverio por las Farc. La marcha de Moncayo adquiere otro significado. El país se vuelca en solidaridad con él. Es recibido y aclamado en cada pueblo como un héroe nacional. Su llegada a Bogotá es apoteósica. Moncayo no pudo conmover a las Farc, ahora espera conmover al gobierno. El país asiste estupefacto a un cara a cara en la Plaza de Bolívar entre el padre severo de la patria, Uribe, y esta especie de Abraham que se niega a sacrificar a su hijo.

Ese día, 2 de agosto de 2007, Moncayo, el padre, hace que entre un puñado de militares y policías, cuyos nombres no recuerda ningún colombiano, el de su hijo se quedara grabado en la memoria de todos. A su vez, el hijo sigue la gesta de su padre, por radio, mientras se recupera de un accidente en una pierna que lo tuvo cojeando por más de siete meses.

El profesor Moncayo se convierte en un símbolo en la conciencia moral de un grupo de personas que reclama una solución compasiva y humanitaria para un problema con una década de existencia. Y que se topa con los oídos sordos de una guerrilla sin fines ni principios. El gobierno, que no parece tener piedad, autoriza a Piedad Córdoba y al presidente Hugo Chávez para que gestionen la liberación de los secuestrados. Pero la esperanza dura poco. Una cadena de errores desgasta la confianza. Los mediadores son quitados de en medio. Luego viene una serie de liberaciones unilaterales de políticos secuestrados a través de Córdoba. Para muchos esto significa una luz en el horroroso túnel del secuestro. Pero los militares y policías no hacen parte de los liberados porque son considerados prisioneros de guerra. Sus esperanzas se cifran en un giro de la política del gobierno y en un ataque de humanidad de las Farc, que no han llegado todavía.

El 12 de marzo de 2008, un emisario venezolano le entrega a Moncayo pruebas de supervivencia de su hijo. Su rostro de hombre adulto, lejano, triste y adusto es una estocada en el corazón. "Sólo los que son amados pueden amar", le dice Moncayo en un mensaje a Íngrid Betancourt, cuando ella se está apagando en medio de la selva.

Tres meses después, la Operación Jaque -con la que volvieron a la libertad varios uniformados, tres norteamericanos e Íngrid Betancourt- llena de júbilo al país, pero es un golpe mortal para los que quedaron. Sin cautivos extranjeros, la comunidad internacional se olvida de los secuestrados de las Farc.

A principios de 2009 liberan a Alan Jara y a cuatro militares de bajo rango, que tenían menos tiempo en cautiverio. Y poco después anuncian la libertad de Moncayo y del soldado Josué Calvo, que cayó herido en un combate en abril del año pasado. Llega una última prueba de supervivencia en la que un Moncayo completamente adusto les reclama al gobierno y a la sociedad su negligencia: "Hemos puesto tiempo valioso de nuestras vidas con abnegación, para recibir en pago la ingratitud y el olvido". Confiesa además que hace cinco meses está sin sus compañeros, deambulando con los guerrilleros de un lado para otro, en medio de la selva.

Once meses llenos de absurdos inconvenientes y retrasos se toman el gobierno y Piedad Córdoba para que la semana pasada, por fin, Calvo y Moncayo volvieran a la libertad.

El martes la expectativa no puede ser mayor. Moncayo sería libre, y ya en libertad, le quitaría las cadenas al otro Moncayo, su padre, por cuya épica lucha Pablo Emilio se había convertido en un secuestrado con rostro, con nombre y con historia. Hay miedo por el encuentro. El sargento Moncayo ha pasado más de la tercera parte de su vida en la selva. Ya no se siente como en una película de Indiana Jones. Al caer la tarde, Pablo Emilio Moncayo se baja del helicóptero de la fuerza aérea brasileña que lo trajo de regreso. Tras de él los garantes: Piedad Córdoba, monseñor Leonardo Serna y el Cicr. Por primera vez en mucho tiempo, Moncayo camina sobre el pavimento. Le pide con una mano a su padre que se calme, pero las piernas del profesor Moncayo y su familia se aceleran. Los abrazos son extraños, no son aquellos efusivos, entrelazados y mojados por lágrimas que todos esperan. Son contenidos, porque hasta las caricias hay que reaprenderlas cuando se ha estado tanto tiempo en soledad.

Le da el abrazo más tierno a su hermanita menor, Laura Valentina, a la que no conocía en persona. Moncayo la mira un poco sorprendido. Cuánto hará que Pablo Emilio no ve a un niño, no lo acaricia ni se contagia de su ternura. Durante doce años, sólo la mirada vigilante de sus carceleros o los ojos perdidos de sus compañeros de cautiverio. Todos ellos, niños como él cuando cayeron, fueron perdiendo la inocencia amarrados a un árbol de la selva, con cadenas al cuello. Pero no la esperanza: "El primero Martínez (Libio José) y mi coronel Duarte piden que una ONG internacional interceda por ellos. Temen por sus vidas", dice, apelando a ese resquicio de humanidad que todavía queda.

En lugar de dar una rueda de prensa, Moncayo pronunció apenas unas pocas palabras, pero suficientes para que dos cosas quedaran claras: que es un hombre muy inteligente y que no quiere al presidente Uribe, a quien ni siquiera mencionó. En cambio, agradeció las gestiones de los presidentes Rafael Correa y Hugo Chávez, a Piedad Córdoba, su familia, un grupo de periodistas y a la Iglesia. Luego rompió las cadenas de su padre.

La foto tomada 4.479 días después del secuestro es la de una familia separada por la guerra que lucha por reconocer en esos nuevos rostros, cambiados, maduros y zanjados por el sufrimiento, los sueños que emanaban en la foto aquella, donde se veían felices, estrenando vestidos e ignorantes de lo que tendrían que vivir por tanto tiempo. Y de lo que todavía les falta por vivir en esta nueva etapa -más feliz, pero nada fácil- de reencuentro.

"Ustedes no saben lo que se siente de volver a ver... civilización", dijo Moncayo. Y es cierto. Nadie más que él y su familia pueden saberlo.