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El Presidente Uribe hizo del encuentro con el profesor Moncayo en la Plaza de Bolívar un candente consejo comunitario

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El show de la plaza

Todo se vuelve show de circo en este país novelero e histérico. Así vio Antonio Caballero el encuentro en Bogotá entre el profesor Gustavo Moncayo y el Presidente de la República.

Antonio Caballero
4 de agosto de 2007

Lo que empezó hace mes y medio como el recurso desesperado y un poco histriónico de un padre para sacudir la indiferencia pública ante la tragedia de su hijo secuestrado por la guerrilla hace nada menos que 10 años, terminó este jueves en un alegato cantinflesco entre ese mismo padre, convertido por arte de birlibirloque (y de la televisión) en héroe nacional, y el presidente de la República Álvaro Uribe Vélez. A gritos ambos, llorando el uno, enronquecido de furor el otro, y el pugilato verbal transmitido en directo por todos los canales de la televisión al país entero desde la Plaza de Bolívar de Bogotá, ante una muchedumbre que chiflaba y gritaba y tomaba partido y se esforzaba por robar cámara para salir en pantalla.

O no: no terminó este jueves. La disputa pública fue sólo un episodio dentro de la larga vía dolorosa de los millares de secuestrados de Colombia. Un episodio de novelería y de histeria que, a lo mejor, no se disuelve una vez más en el simple desfogue de la catarsis colectiva, sino que tiene resultados sobre la realidad: sobre la indiferencia encallecida de la sociedad colombiana ante el cínico juego del gato y el ratón que juegan con los secuestrados el empecinamiento cruel de las Farc y la terquedad soberbia del gobierno. El show de la Plaza de Bolívar no va a cambiar el fondo del asunto, que es la existencia, y las motivaciones, del conflicto armado. Pero sí puede tener algún efecto sobre la suerte de unos cuantos secuestrados, y de sus familias.

La cosa empezó el 17 de junio pasado, cuando Gustavo Moncayo, maestro de colegio en el pueblo de Sandoná, en las montañas de Nariño, perdió su larga paciencia. Y decidió emprender una marcha a pie hasta la lejana Bogotá en nombre de su hijo Pablo Emilio, un cabo del Ejército que es -con su compañero Libio José Martínez- el secuestrado más antiguo del país. Están en cautiverio desde el asalto de las Farc a la base militar de Patascoy, el 21 de diciembre de 1997. El profesor Moncayo no ha cesado desde entonces de luchar por la devolución de su hijo, hasta ahora sin ningún resultado. Ha conseguido entrevistarse con comandantes de las Farc (en los tiempos del despeje del Caguán), y tener acceso a tres presidentes sucesivos (Samper, Pastrana y Uribe). Ha pagado dinero a intermediarios, que lo han robado. Ha reunido firmas de peticionarios. Ha hecho llamados por radio. Todo en vano. Tras desechar la idea de crucificarse públicamente en su pueblo, pensó en la caminata. Y acompañado de su hija Yuri Tatiana, hermana del secuestrado, y simbólicamente ceñido de cadenas, echó a andar hacia Pasto.

Su gesto, sin duda por pura casualidad, por falta de tema o por gusto por el pintoresquismo, cayó en gracia de los noticieros de televisión, que lo filmaron. Y cuando al día siguiente Moncayo salió de Pasto en la segunda etapa de su viaje lo acompañaba ya una pequeña comitiva de curiosos.

Una pequeña comitiva que, con el paso de los días, se fue convirtiendo en una caravana. Llegaron más camarógrafos, que descubrieron que el profesor Moncayo tocaba la flauta. Le salieron ampollas en los pies, y aparecieron entonces enfermeros y ambulancias. La noticia del asesinato de los diputados secuestrados del Valle a manos de sus captores de las Farc reavivó el interés de los colombianos por la cotidiana tragedia del secuestro y, en consecuencia, por la caminata de Moncayo. Un jefe indígena le regaló un bastón rezado para que le sirviera de ayuda en su empeño, lo cual aumentó más todavía el atractivo visual de la empresa, que para entonces se había convertido ya en elemento fijo de los noticieros de la televisión. El lavado de sus pies al final de cada etapa empezó a ser noticia diaria. En cada pueblo salían a recibirlo decenas, y luego cientos, y luego miles de personas. Parientes de otros secuestrados se unieron a la marcha. Avivatos también: uno de ellos, en la subida del alto de La Línea entre Armenia e Ibagué, le robó la billetera al caminante. Otros, en cambio, se acercaban a su paso para tocarle las ropas en espera de algún milagro. Y le pedían bendiciones y discursos.

Moncayo seguía andando, y las autoridades empezaron a tomar nota. La Iglesia envió al secretario de la Conferencia Episcopal a hacerse fotos con él. Ante su anuncio de que pensaba instalarse a vivir en un cambuche improvisado en la Plaza de Bolívar de la capital hasta que el gobierno y las Farc se decidieran de una vez por todas a iniciar un acuerdo humanitario sobre los secuestrados, el gobierno se preocupó. El Ministro del Interior metió la pata al hacerle a Moncayo la severa advertencia de que su acción podía estar siendo utilizada con protervas intenciones políticas por las fuerzas de la oposición. El Alcalde de Bogotá metió a su turno la cucharada anunciando que ponía a su disposición no sólo la Plaza de Bolívar, sino también su propia casa, o el hotel que quisiera. Y cuando por fin llegó Moncayo a su destino, al cabo de 1.000 kilómetros y seis semanas de camino, lo esperaban, como en la canción, como a un santo:

Llevándolo iban en andas
obispos y embajadores;
detrás iba el pueblo en tandas
todo cargado de flores...

No sé cuántos obispos, pero nada menos que 18 embajadores de "países amigos", sin duda secretamente escandalizados en su decoro diplomático, saludaron al caminante. Y el propio presidente Álvaro Uribe Vélez, en uno de sus múltiples discursos, hizo saber que lo recibiría -no: que él mismo iría en persona a rendirle visita a su tienda improvisada al pie de la estatua del Libertador Simón Bolívar, en la plaza, al día siguiente a las 9 de la mañana-.

Allá llegó puntual como un reloj, acompañado por las estrellas de su propio circo: varios ministros, el Vicepresidente, el canciller Fernando Araújo en su calidad de ex secuestrado fugado de su cautividad, y otro superviviente del mismo trance, el policía Jhon Frank Pinchao. Chasco. El profesor Moncayo había salido para ir a misa.

De modo que el presidente Uribe se tragó su vanidad herida -dijo que "el poder no es cosa de vanidades, sino de tratar con todas las instituciones, la primera de las cuales es el ciudadano"- y esperó pacientemente el regreso de Moncayo durante 55 minutos. Aguantó poniendo buena cara, repartiendo forzadas sonrisas paternales y diciendo "hijitos" a la redonda a los ciudadanos que se acercaban. Cuando Moncayo volvió, se encerraron los dos en el cambuche a hablar durante cerca de dos horas. ("Le propuse a Moncayo -diría luego Uribe- que si quiere vaya a Cuba a hablar con el guerrillero Rodrigo Granda para buscar una solución". ¿Que vaya nadando?). Y luego, en las gradas de piedra del Capitolio Nacional y ante las cámaras de las televisiones nacionales y extranjeras, el caminante tomó el micrófono.

Entonces tuvo el Presidente que tragarse dos tazas del caldo de su propia medicina, como le sucede en el refrán al que no quiere ninguna: a demagogo, demagogo y medio. Porque Gustavo Moncayo no era ya el modesto profesor de colegio de provincia, padre de un secuestrado, que había golpeado en vano a todas las puertas y apenas dos años y medio antes, en febrero de 2005, había salido llorando de un regaño propinado por Uribe en un 'Congreso de Víctimas' organizado por la Universidad Sergio Arboleda. Ahora Moncayo era la encarnación del legítimo dolor de todos los secuestrados de Colombia ("nuestros seres queridos") y de sus parientes que exigen que les sean devueltos. Así que el Presidente no quiso interrumpirlo, sino que escuchó impávido todo lo que dijo sin morderse la lengua. Fue un discurso largo y repetitivo, confuso y enrevesado -Moncayo tiene poco de orador- dirigido más a la emoción desbordada que a la inteligencia analítica, y recibido con vivas -y con injurias a Uribe- por parte de la muchedumbre reunida en la plaza. El Presidente aguantó con valentía el temporal, pero cometió el error de responder con explicaciones. Pero a gritos. Y no es posible explicar a gritos ideas complejas.

Y al ver que no podía, y el abucheo arreciaba, el Presidente fue perdiendo los estribos y alzando más y más la voz, enfrentándose como un bacán de esquina con quienes le gritaban "¡Uribe paraco!" y tratando de acallarlos, como en uno de sus consejos comunitarios, con datos estadísticos sobre la cobertura de educación básica y las negociaciones del Tratado de Libre Comercio, y con explicaciones no pedidas sobre unos misteriosos "mercenarios británicos" que, por lo visto, combaten a las Farc sin que nadie lo sepa. Moncayo, ante las cámaras, se limitaba a alzar en silencio su cadena simbólica, y a veces dejaba escapar una lágrima.

Un consejo comunitario, pero salido de madre. El coletazo de venganza, sin duda merecido, del estilo informal de democracia directa que el presidente Uribe ha querido implantar durante sus cinco años de gobierno, saltándose a la torera el normal funcionamiento de las instituciones legislativas y judiciales y sustituyéndolo por la charla sin intermediarios entre el jefe y su pueblo. El coletazo de la desinstitucionalización que ha venido patrocinando deliberadamente el Presidente. Las cámaras de la televisión en directo, habitualmente las mejores aliadas de esa táctica de Uribe, lo traicionaron esta vez. Y mientras él peroraba enfática pero infructuosamente sobre la palma africana (¿y por qué extraña jugarreta de sus tranquilizantes goticas homeopáticas se le ocurrió ponerse a hablar de palma africana en semejante contexto y ante un público hostil? ¿Y de la droga, que según quiso explicar "es enemiga de la ecología"? ¿Y de, válgame Dios, el régimen subsidiado de salud? su contradictor el profesor Moncayo se contentaba con sollozar sin ruido abrazado a su mujer, y procedía por fin a retirarse en silencio, pero cojeando con cierta ostentación, a su cambuche. El Presidente se quedó hablando solo y gritando "¡Viva Colombia!". Como si estuviera loco.

Hasta ahí, el circo. Dentro del cual, sin embargo, y en la efervescencia de su propio arrebato oratorio, el Presidente lanzó lo que quiso presentar como una "nueva" propuesta sobre el tema del intercambio humanitario una vez más planteado por el caminante Moncayo en su discurso. Una propuesta igual a la vieja. Nada de despeje: "ni de un milímetro cuadrado del territorio", reiteró el Presidente. Pero liberación de guerrilleros presos sí, otra vez más. Aunque no de manera unilateral, como la que se inició con Granda hace dos meses y no ha tenido hasta ahora el menor efecto, sino a cambio de la liberación por las Farc de todos los secuestrados que tienen en sus manos. (No quedó claro si son sólo los 47 de los llamados "políticos" que aún siguen con vida, o si se incluyen también los varios cientos de secuestrados económicos por los que se exige rescate a las familias.). Tras esta liberación, sin embargo, no vendría el despeje que piden las Farc como condición previa, sino la apertura de una indeterminada "zona de encuentro" en la cual, y en el breve plazo de 90 días, se pactaría la paz.

Pero sucede que detrás del espectáculo la realidad prosigue tercamente su camino. La situación, a diferencia de lo que sucede en el teatro o en el circo, no se queda quieta cuando baja el telón. Moncayo se encerró en su tienda de la plaza, el presidente Uribe regresó con sus ministros a su palacio, más allá del Capitolio. Y todo quedó en el aire. El Presidente convocó a sus injuriadores "para el fin de semana", desafiándolos a "dejar en la casa la rabia y traer a la plaza de Bolívar los argumentos". Es decir, los invitó a proseguir el poco sensato experimento de democracia directa en el ágora de la ciudad. Moncayo, por su parte, insistió en su intención de quedarse a vivir en su cambuche. Y es poco verosímil que se deje convencer por la invitación del Alcalde a su casa privada, así como tampoco es probable que el Alcalde, o el propio Presidente, decida enviar a la Policía a que lo desaloje de la plaza por invasión del espacio público.

Nada ha cambiado, pues. Porque el show circense no sustituye la sustancia de la política, como pudo verse de sobra durante los casi cuatro años que duró, como todos recordamos, el show del Caguán.

Las Farc, en cuanto a ellas, siguen esperando.