Home

Nación

Artículo

Derechos humanos

El triunfo de la desconfianza

Las mutuas prevenciones han distanciado a la comunidad de San José de Apartadó y las Fuerzas Armadas. ¿Qué tanto es verdad y qué tanto, prejuicio?

27 de marzo de 2005

Dentro de dos semanas, cuando 40 policías lleguen a instalarse en San José de Apartadó, no encontrarán más que casas vacías, perros deambulando por las calles y uno que otro cerdo. Las 130 familias que habitan el caserío estarán resguardándose en una caseta que empezaron a construir hace una semana en un paraje conocido como La Cooperativa. La orden que tienen los habitantes es no hablar con la Fuerza Pública, no venderles comida, ni siquiera darles agua para mitigar la sed que produce el bochornoso clima tropical que por esta época de lloviznas llega hasta los 34 grados.

Así de radical es la respuesta de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó ante la decisión presidencial de instalar allí a la Policía, argumentando que el gobierno no tiene zonas vedadas.

La decisión del presidente Álvaro Uribe es explicable. Tanto la Corte Interamericana de Derechos Humanos como la Corte Constitucional han instado al gobierno a que proteja la vida de estas personas, y para cumplir con esta misión es imperativa la presencia de la Fuerza Pública. Pero los habitantes de San José tienen una larga lista de razones que explican su desconfianza. Otra casi igual de larga exhiben los militares en contra de la Comunidad de Paz. Sin embargo, esta es una historia en la cual los prejuicios pesan tanto como las razones de cada uno.

Los habitantes de San José hicieron su declaración de neutralidad hace ocho años, cuando el proyecto paramilitar se consolidó en Urabá. Entonces, la Brigada XVII no logró proteger con eficacia a una comunidad considerada la más importante base electoral del Partido Comunista en la zona y, por consiguiente, la más vulnerable a la sevicia paramilitar. En pocos años ocurrieron más de 10 masacres, y el desplazamiento acabó con la prosperidad del corregimiento. Abandonados a su suerte, los habitantes de San José optaron por la neutralidad como tabla de salvación. Declararon zonas humanitarias la parte urbana del corregimiento y dos veredas donde cerca de 40 grupos de trabajo tienen cultivos de cacao, aguacate y fríjol. Allí no puede ingresar nadie que porte armas.

En principio la declaratoria no ha servido de mucho. En ocho años han sido asesinados 156 habitantes. Las Farc mataron a importantes líderes de San José que se tomaron en serio el tema de la neutralidad y se negaron a venderles comida. Tampoco han faltado los atropellos de los militares y la policía. La Comunidad ha denunciado a la Brigada XVII por bloqueos, torturas y robos. También acusa al Ejército de haber dado muerte a dos niños: el año pasado a Darlison Graciano Ibáñez, de 7 años y quien era hijo de un guerrillero. Y en 2003 a Leydi Dayana David Tuberquia, de 3 años.

No obstante, la mayoría de los crímenes han sido obra de paramilitares. Durante años las autodefensas tuvieron retenes permanentes en la carretera que conduce de Apartadó a San José. Asesinaron a prácticamente todos los conductores que viajaban hacia este corregimiento y con su intimidación contribuyeron a que San José se fuera convirtiendo en una isla dentro del Urabá. El anunciado cese del fuego de las autodefensas no alivió en nada esta situación. En octubre pasado una cuadrilla paramilitar detuvo a la entrada de Apartadó a Yorbelis Amparo Restrepo, de 27 años, quien apareció muerta en el barrio La Chinita. Un grupo de autodefensas tenía su base en el corregimiento de Nueva Antioquia, y desde allí se desplazaban con frecuencia a las veredas de San José, donde desaparecieron a varios campesinos. La comunidad extraña la poca iniciativa que tuvo la Fuerza Pública para combatir a estos paramilitares, a pesar de que todo el mundo en Urabá sabía dónde estaban. En 2000, cuando las autodefensas cometieron una masacre en la vereda La Unión, la Fiscalía tomó más de 80 declaraciones. Hasta hoy no se conocen los resultados de esta investigación, y esa inoperancia es el argumento que tienen hoy para negarse a declarar ante los fiscales que investigan la más reciente masacre.

Así como los hechos anteriores explican la desconfianza de la Comunidad de Paz con el Estado, el gobierno también tiene razones de fondo para dudar de aquella. En marzo de 2004, la población denunció la captura de dos de sus líderes, quienes fueron rápidamente puestos en libertad. No obstante, al finalizar el año, ambos reconocieron que eran guerrilleros y se acogieron al programa de desmovilizados. Sus historias, más las de otros 14 desmovilizados de la zona, son las que sirven de base a las afirmaciones del Presidente en el sentido de que hay líderes de San José que protegen a las Farc. Un tercer hombre que había sido detenido en esa ocasión y también había sido dejado en libertad está vinculado al proceso por una bomba que estalló a mediados del año pasado en una discoteca de Apartadó.

Tampoco se ha podido esclarecer la versión sobre una granada que estalló en agosto pasado en la casa de otro de los líderes y que mató a dos mujeres e hirió a un niño (Deiner Guerra, quien murió en la masacre del mes pasado). Dicen que la granada fue dejada por el Ejército en el campo y que estaba guardada porque éstos habían dicho que era de humo. Pocos días después el vicepresidente Francisco Santos visitó a San José y les dijo que esa historia era "un cuento chimbo". La vicepresidencia asegura que este incidente ocurrió con un aparato de fabricación casera. Y recuerda que en la zona rural de este corregimiento se detectaron 22 campos minados durante 2004.

A estos episodios se suma la consulta que hicieron los líderes de la comunidad en diciembre y que les permite ahora ser una especie de 'gobierno popular' que decretó la ley seca permanente, y una regulación absoluta del comercio, el control de las fiestas, la entrada de personas ajenas y hasta las llamadas por el único teléfono que hay en la plaza del pueblo.

Estos episodios han servido como alimento a las prevenciones entre las dos partes. Por el prejuicio, la Comunidad no es capaz de ver algunos avances. Que los hay. Por ejemplo, dos paramilitares fueron detenidos por el asesinato de Yorbelis Amparo Restrepo; un militar está siendo juzgado en el tribunal 47 de la justicia penal militar por la muerte de la niña Leydi Dayana David Tuberquia; el Ejército levantó el retén militar ubicado a la salida de San José; el Bloque Bananero de las AUC, principal verdugo de los pobladores, se desmovilizó. Y en un intento por respetar el acuerdo con la comunidad, la Policía estaba preparando un grupo especial de agentes, capacitados en derechos humanos, para instalarse en el perímetro de San José. Una Policía dispuesta, según lo dijo el comandante de esta fuerza en Urabá, a tener vigilancia permanente de todas las organizaciones nacionales e internacionales.

Los prejuicios de la Fuerza Pública también han sido más poderosos que las realidades. El Ejército no se cansa de llamar guerrilleros a quienes se declaran neutrales. Incluso tildan de milicianos a dos de los hombres que murieron en la masacre del 21 de febrero absolutamente desarmados. Tampoco desiste de llamar "guerra jurídica" a la decena de derechos de petición, tutelas y demandas que ha interpuesto la Comunidad de Paz, en ejercicio de sus derechos ciudadanos.

Estas visiones sesgadas han impedido que avance la investigación sobre la masacre de dos familias el pasado 21 de febrero. Más rápidas que la averiguación han sido las acusaciones mutuas. Con esa lógica, el presidente Uribe decidió dar una muestra de fuerza ordenando el ingreso de la Policía sin concertar con la comunidad, y ésta a su vez está preparando maletas para irse de San José de Urabá e incluso del país, en la que sería la primera solicitud masiva de asilo político.

Por eso el día que los policías lleguen a San José, y los habitantes del caserío empaquen maletas para irse, habrá que decir que en este pueblo -tan colombiano- pudieron más los prejuicios que los hechos.