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El último naufragio

A 50 isleños, entre ellos una gloria nacional del béisbol, se los ha tragado el mar Caribe, en el intento de sacar lanchas cargadas de cocaína y hacerse a una fortuna. Armando Neira, de SEMANA, narra su triste historia.

25 de abril de 2004

Sacudido por las enormes olas James Nelson*, de 28 años, tuvo la fuerza necesaria para salir a flote, escupir parte del agua de mar que había tragado, respirar y mirar a su alrededor en busca de un salvavidas.

Eran las 3 de la tarde del pasado martes 30 de marzo. Allí, en medio de las enfurecidas aguas del Caribe estaba él, desesperado, luchando para no morir ahogado. Cinco días atrás, caminando por las blancas playas de San Luis, el barrio más tradicional de San Andrés, le había anunciado a su esposa Angela Duffis* que se iría a un viaje de pesca. Tomó su nailon y su viejo arpón y se marchó. Ella se quedó tranquila en la fresca casa de madera y de llamativos colores, cuidando a los tres hijos de la pareja.

Nelson, como la mayoría de los sanandresanos, lleva el mar en la sangre, por lo que es habitual que incluso solitarios se internen varias millas adentro y durante largas jornadas en sus faenas de pesca.

Pescar es su esencia y desde que el archipiélago está sumido en una profunda crisis económica es una de las pocas actividades que les permiten subsistir. "La situación no puede ser peor: el desempleo para los raizales aquí asciende a 80 por ciento", dice el defensor del pueblo departamental, Fidel Corpus.

Coincidiendo con la crisis empezaron a llegar enviados de los barones de la mafia a soltar el rumor de tentadoras ofertas: 500 millones de pesos en efectivo para quien lleve un embarque de dos toneladas de cocaína y las arroje cerca de las playas de México, de la costa centroamericana o a las islas del Caribe como una escala en su destino a Europa o Estados Unidos.

"¿Y los riesgos?", fue la pregunta que hizo James Nelson cuando lo contactaron para ofrecerle el trato.

"¿Qué riesgos va a haber? Ninguno. O, ¿acaso le tiene miedo al mar?", le cuestionaron.

Criado entre las aguas de siete colores, por primera vez este mar no sólo lo había aterrado sino que además estaba a punto de devorarlo a las 3 de la tarde de ese martes fatal. Desesperado miró a su alrededor y vio a unos tres metros una paca envuelta en plástico en las que iba envuelta la cocaína. Al otro lado pero a una mayor distancia, unos cinco metros, flotaba uno de los inmensos bidones azules en los que transportaban la gasolina. Una distancia ínfima en circunstancias normales pero no entonces con una tempestad tan devastadora que incluso le había dado la vuelta a la lancha go-fast, una poderosa embarcación de 13 metros de largo y dotada con tres motores fuera de borda cada uno con 200 caballos de fuerza.

Tiempo de decisiones

Por eso, si nadaba hacia el bidón tendría que hacer un esfuerzo mayor. Así lo hizo. Fue una decisión aventurada pero lógica porque si lo cogían con la coca iría directo a la cárcel en donde seguramente se pudriría en vida. En cambio, si lo rescataban flotando con el bidón juraría una y otra vez -como se lo dijo a su joven esposa- que estaba pescando cuando lo sorprendió la tormenta y la embarcación naufragó. Al borde de la muerte, sin embargo, hasta ahora había corrido con mejor suerte que la de sus tres compañeros de aventura, también isleños, quienes nunca volvieron a salir a flote.

Eso fue también seguramente lo que le ocurrió muchos meses atrás a William Cabeza Vizcaíno, una verdadera leyenda del béisbol pues es considerado el mejor tercera base en la historia del archipiélago. "El mar se lo comió. A mí no me cabe duda", dice Ricardo David Poweel, amigo y mánager de la Selección de San Andrés. Su familia, en cambio, tiene la esperanza de que solamente está extraviado en algún punto de la inmensidad del océano. En lo que sí hay acuerdo es en que se fue a alta mar a llevar un cargamento de cocaína.

La historia de William Cabeza Vizcaíno es similar a la de James Nelson y a la de otros isleños que, acosados por la situación económica, decidieron jugarse la poca suerte que les quedaba en el mar.

"A mí me emociona el solo hecho de recordarlo. Era un jugador extraordinario", dice Powell. Cabeza nació en el barrio La Loma el 30 de enero de 1965. En su infancia jugaba a tirar la pelota o a contemplar el horizonte: el mar azul y verde y los cielos limpios que se ven desde La Loma. En poco tiempo se había ganado la titularidad en el equipo del sector, de donde saltó a la Selección de Béisbol de San Andrés y de allí a la Selección Colombia. Con su departamento quedó campeón nacional en 1994 y 1995.

"Era buen pelotero". "Tenía muy buen brazo". "Es nuestro orgullo", recuerdan varios hombres sentados frente al ahora destartalado diamante de San Andrés, sin interrumpir su partida de dominó. Después de haberles dado gloria al departamento y al país decidió ir a probar suerte en otras tierras. Jugó en Nicaragua. Viajó a Panamá. Y regresó a principios de 2000.

Óxido en el corazón

Iba todos los días al diamante con la esperanza de conseguir algo con algunos de sus compañeros de triunfos. "Quería ser entrenador", añade Powell. Pero mientras esperaba cualquier nombramiento, el óxido se devoraba la estructura del diamante en una clara señal de que a ninguna entidad le interesaba patrocinar el deporte. La crisis económica arrasaba con todo. Algunos optaron por la pesca. Otros se dedican a bajar cocos para venderles a los turistas, y Cabeza decidió aceptar la propuesta de la mafia. Como Nelson.

Para transportar la cocaína, primero tienen que viajar hasta territorio continental de Colombia. Allí inician el viaje con la ilusión de que los hará inmensamente ricos, pero del que pueden no volver jamás. "Los sitios más usados para zarpar están en el golfo de Urabá, o en el de Morrosquillo y en Santa Marta", dice el almirante Gabriel Arango Bacci, del Comando Específico de San Andrés y Providencia. "A lo largo de puertos clandestinos se embarcan a esos viajes inciertos", agrega.

En promedio zarpan cuatro personas por embarcación. Llevan dos toneladas de cocaína y 1.000 galones de combustible 'mixturado', una combinación de aceite y gasolina, que va de 10 a 12 bidones y cuyo peso pueden alcanzar otras tres toneladas. La droga va prensada en pacas cada una de 25 kilos. Y zarpan con un teléfono satelital para llamar al contacto que recibe la droga, van guiados por una brújula, un GPS (Sistema de Posicionamiento Global) y su enorme habilidad para navegar.

Llevan además cantidades de bloqueador solar y varias botellas de Pedialite. El suero les calma la sed y además evita que se deshidraten.

"¡Pedialite, pedialite!". Exhausto, con la garganta más seca que nunca, James Nelson pensaba en el suero bajo el sol inclemente de las 2 de la tarde del pasado miércoles 31 de marzo. Estaba solo en la inmensidad del océano, casi sin fuerzas pero vivo. Iba a completar un día de naufragio. Le ardían los labios cuarteados por la sal y estaba aterrado de que nadie fuera en su rescate.

Su primera noche en el mar se le hizo muy larga. No durmió ni un segundo. Estuvo expectante y temeroso de ser atacado por lo desconocido. Sintió mucho frío. Con el agua al cuello recibió en el rostro una brisa helada que lo hizo tiritar durante horas. Vio un montón de estrellas y pensó que si se moría le gustaría irse para el cielo a pesar de sus últimos pecados.

Tres días atrás, el domingo 28 de marzo, cuando estaba en un muelle clandestino de la costa de Urabá, no le remordió la conciencia cuando terminaron de cargar la cocaína. Él lo veía como un trabajo. "La mayoría de personas que se meten en esto tienen muy pocas oportunidades laborales en la isla. Además si queremos formar hombres de bien deben recibir más educación que aquí también es mínima", explica el almirante Arango Bacci, un oficial que conoce a los traficantes como la palma de su mano porque los combate a diario.

El oficial les sigue las huellas en 205.000 kilómetros cuadrados, que es el área marítima en la jurisdicción de San Andrés. Las aguas en el Caribe de Colombia alcanzan los 339.000 kilómetros cuadrados. Los traficantes salen de las costas del continente y navegan 400 millas náuticas hasta alcanzar el archipiélago donde se reaprovisionan. De allí a las costas de México tienen que navegar casi otras 400 millas náuticas. Una milla náutica son casi dos kilómetros. Se enfrentan a olas de cuatro o cinco metros de altura y también a la persecución de las autoridades, que en los últimos meses ha mejorado notablemente gracias al aporte tecnológico de Estados Unidos y que tienen una moderna flota y cuentan con decenas de helicópteros para ubicar las embarcaciones.

"¿Usted cree que si estuviera muerto toda esa gente que patrulla de día y de noche no lo hubiera encontrado?", responde Angie Tatiana Cabeza Walters, de 16 años, cuando se le preguntó cuál creía que había sido la suerte de su padre, el beisbolista. Ella tiene fe en que esté vivo. Cree que de pronto ha tenido problemas por lo que no se ha podido comunicar en estos tres años y cuatro meses de ausencia. "Lo que ocurre es que viajan a velocidades tremendas. A 42 nudos (80 kilómetros por hora aproximadamente). Si, por ejemplo, pasan encima de bancos coralinos las lanchas vuelan en mil pedazos. Es como pasar un jabón deslizándose encima de una cuchilla de acero", dice el capitán de corbeta Héctor Castañeda, comandante del cuerpo de la estación de guardacostas de San Andrés.

La otra posibilidad es que los narcotraficantes los asesinen después de cumplida la aventura. Varias versiones en el archipiélago coinciden en que Cabezas logró llevar el embarque y volvió a Santa Marta para cobrar su pago y allí lo descuartizaron. Los narcos los matan porque saben que son pescadores y no gente del bajo mundo, por lo que temen que en conversaciones informales los lleguen a delatar. Un poblador dice que a Cabezas lo mataron junto con sus tres compañeros de aventura. Es la tripulación necesaria para hacer los turnos de relevos en las 24 horas de travesía. Todos deben ir pendientes del combustible pues si se les agota es el fin. Por eso se surten de abastecedores ilegales que venden la gasolina a 250.000 pesos el galón en alta mar. Para prevenir esto la Armada realiza operativos frecuentes y verifica que cada pescador salga en su embarcación con su equipo de pesca y no lleve combustible para vendérselo a los traficantes.

A James Nelson finalmente lo salvaron los pescadores. Fue el jueves primero de abril a las 4 de la tarde y cuando ya había completado dos días de naufragio. Una embarcación de marineros divisó el bidón de gasolina y se acercó. Allí estaba él, moribundo pero con la posibilidad de contar la historia. Una suerte peor tuvieron al menos 50 isleños que según cifras de la Defensoría del Pueblo se extraviaron persiguiendo la fortuna que nunca llegó.

James Nelson volvió a la isla con la promesa de no aceptar jamás un trabajo similar. Vive encerrado y temeroso en su casa por miedo a que los propietarios de la droga vayan a buscarlo para cobrársela. El martes 30 de marzo a las 3 de la tarde sufrió el último naufragio de su vida porque ya nunca más quiere volver al mar.

* Los nombres han sido cambiados por solicitud de la autoridades que investigan estos casos.