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Si la muerte de los 10 policías en Jamundí hubiese sido un error, lo habrían juzgado los militares. Pero los primeros indicios demuestran que se trató de una masacre, por eso la asumió la justicia ordinaria. Hasta ahora no hay conflicto de competencia

En su peor momento

El caso Jamundí es otro golpe a la justicia penal militar. Una nueva reforma se avecina.

11 de junio de 2006

La justicia penal militar está en graves problemas. Su falta de credibilidad tocó fondo hace dos semanas, cuando el presidente Álvaro Uribe le pidió a la Fiscalía que investigara la muerte de 10 agentes del cuerpo elite de la Policía, y de un civil, a manos de una patrulla del Ejército, en Jamundí, Valle. El Presidente dijo que con su decisión buscaba darle transparencia a la investigación, ya que el episodio involucraba a dos cuerpos de seguridad. El manto de duda sobre la efectividad de la justicia castrense se había sentido desde meses atrás, cuando el vicepresidente Francisco Santos la criticó duramente.

Esta justicia ha vivido en los últimos tiempos varias reformas. La primera, hace seis años, separó a los jueces de la cadena de mando. La segunda es un proyecto que está en el Congreso y que busca convertir ésta al sistema oral. Así se podrán resolver los más de 18.000 casos que hay represados, que van desde abandonos de guardia hasta maltratos y muertes en combate. Además, su presupuesto se ha triplicado. El año pasado pasó de 300 a 900 millones de pesos.

Pero un revolcón aun más radical podría ocurrir en los próximos meses, que apunta a resolver los grandes problemas que la tienen al borde del colapso. El ministro de Defensa saliente, Camilo Ospina, y el comando de las Fuerzas Militares están estudiando una nueva reforma que contempla la posibilidad de que la justicia militar pase a hacer parte de la rama judicial. Actualmente, ésta depende del Ministerio de Defensa y está en cabeza de un general activo, que en cualquier momento puede ser trasladado a una unidad operativa. Aunque sus funciones son administrativas, termina incidiendo en los procesos porque tiene la facultad de trasladar a los jueces. Como se lo relató a SEMANA un oficial que es asesor jurídico de una guarnición militar, “cuando el comandante de una brigada siente que el juez es muy duro, le pide a la dirección de la justicia penal militar que lo cambie y, generalmente, lo logra”.

Adicionalmente, los jueces son oficiales de rango medio, como capitanes o mayores, que se sienten inhibidos para investigar y juzgar, por ejemplo, a un general. Con la reforma, los militares-abogados que se dediquen a esta rama harían carrera dentro de ella y podrían llegar a lo más alto de su jerarquía desde allí, como ocurre en Estados Unidos. El general que la dirija no estaría en la cadena de mando, lo que garantizaría mayor independencia.

Otro gran cambio es que el CTI de la Fiscalía realizaría la instrucción de los casos. O sea que sería el encargado de recoger las pruebas en la escena de los hechos. Esto ocurre hoy en muchos casos, pero no en todos. Con esta medida se les daría mayor transparencia de los procesos.

Estas medidas, sin embargo, no serán la panacea. Cambiar la estructura y las normas sirve, pero aún falta cambiar la tradición y, sobre todo, la percepción que hay en la opinión pública sobre la justicia castrense.

¿Quién le teme a la justicia militar?

La idea de que la justicia penal militar es generosa para absolver y blanda para castigar, particularmente a militares de alto rango, no es infundada. Varios casos dan testimonio de ello. Quizás el más emblemático es el caso de la masacre de Mapiripán. La justicia penal militar condenó al general Jaime Humberto Uscátegui, por omisión, a 40 meses de cárcel. Cuando apenas había cumplido cuatro meses de su condena, le concedió la libertad provisional. Posteriormente, la justicia ordinaria reabrió el caso. Este fue uno de los argumentos que usó la Corte Interamericana de Derechos Humanos para condenar al Estado colombiano por esta masacre. La indemnización de las víctimas de este crimen le costará al país siete millones de dólares. Algo similar ocurrió con la desaparición de 19 comerciantes a finales de los años 80, en el Magdalena Medio y que, según los propios ejecutores, contó con el apoyo de oficiales del Batallón Bárbula. Los casos que están haciendo fila en los tribunales internacionales, y que seguramente terminarán en condena, le costarán al país cerca de 700 millones de dólares en los próximos años.

“Esos son casos de hace 10 ó 12 años” dice el general Luis Fernando Puentes, director ejecutivo de la justicia penal militar. Pero tampoco hay evidencias de que en los años recientes los tribunales militares mostraran los dientes a quienes delinquen dentro de la institución. Detrás de esta tendencia a exonerar está agazapado el espíritu de cuerpo. “Ellos tienen que entender que delinquen los hombres, no las instituciones”, dice el ex fiscal general Alfonso Gómez Méndez, quien considera que el problema de esta justicia no está en las normas, sino en la cultura institucional de los militares.

Mala competencia

Otro aspecto que se le critica a la justicia penal militar es que se mete en asuntos que no son de su competencia. Los jueces militares investigan de oficio todo lo que ocurre en los batallones, pero su competencia son los delitos vinculados al servicio. Los delitos de lesa humanidad, narcotráfico y sexuales van a la justicia ordinaria. Pero hay muchas zonas grises. En los primeros momentos de confusión, en hechos como los de Jamundí y Guaitarilla, no se sabe muy bien a quién le corresponde el asunto y se suele iniciar investigaciones paralelas. Si hay un conflicto de competencia, el Consejo Superior de la Judicatura define a quién le corresponde el caso. La tendencia actual es enviarlos a la ordinaria. Así lo demuestran las cifras de este año: 24 casos han sido enviados a la Fiscalía, mientras apenas uno ha sido remitido a la Justicia Penal Militar.

Para el abogado Alirio Uribe, del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, el problema es que los militares investigan los casos sobre los que no tienen competencia. “Los militares sólo deben conocer los delitos propiamente militares”, dice. Para Uribe, muchos militares usan la figura del error militar para convertir delitos ordinarios en incidentes propios del campo de batalla. Es lo que ocurrió el jueves pasado, cuando el general Puentes, en una entrevista radial, dijo que en el caso de Jamundí, los policías iban vestidos de civil y que había neblina en el sitio. Ambos argumentos buscaban reforzar la idea de un error involuntario y con ello lograr que sean los militares quienes lleven el caso.

Que la justicia militar se vuelva paralela a la ordinaria es malo para ambas. Un buen ejemplo de esto es la masacre de dos familias en San José de Apartadó, en febrero de 2004. La Fiscalía asumió la investigación desde el primer momento pero, paralelamente, la justicia penal militar hizo otra que ya arrojó resultados, y exoneró al batallón que se encontraba en el área. Al ser interrogado sobre el porqué y el para qué esta investigación paralela, el general Puentes respondió: “Independientemente de lo que diga la otra investigación, la nuestra ya demostró que el Ejército no tuvo nada que ver con eso”. Es decir, no tiene efectos jurídicos, pero sí políticos. De entrada, pone en tela de juicio a la justicia ordinaria y les da argumentos a quienes creen que las investigaciones por violaciones a derechos humanos hacen parte de una “guerra jurídica” alentada por “el enemigo”.

La crisis de credibilidad de la justicia militar todavía es reversible. Un país en guerra necesita confiar en la transparencia de esta institución. Por eso, la nueva reforma que se está preparando no se debe quedar en cambios normativos, sino plantearse la tarea de cambiar la mentalidad, no sólo de los jueces, sino de los propios militares que van a los estrados como a un confesionario: cuentan sus pecados y con dos padrenuestros reciben la absolución. Ese es uno de los mayores retos del nuevo ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, y, por supuesto, del alto mando militar.