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El luto que no termina,
voces de pérdida por el coronavirus

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SEMANA, El País y El Universal cuentan las historias de algunas familias que han visto morir a sus seres queridos. Testimonios que revelan una pequeña parte del dolor que ha traído la pandemia de la covid-19.

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Arnold de Jesús Ricardo Iregui

Testimonio: Liliana Ricardo Iregui, hermana

Los fines de semana, o cada vez que podíamos, nos sentábamos a ver partidos de tenis. Nuestro jugador favorito era Rafael Nadal, hasta eso lo compartíamos. Ha sido muy difícil tener que darme cuenta de que ya no está ni para esas pequeñas cosas que nos unían como hermanos. Siempre fue un hombre amable y trabajador, era una ‘monedita de oro’.

Mira qué curiosidad, cuando éramos adolescentes, durante una comida familiar, todos empezamos a decir qué nos gustaría ser cuando grandes y él muy seguro dijo que quería manejar un taxi, a papá no le gustó y le regañó. Estudió Economía pero se graduó en Ciencias Sociales en la Universidad de Cartagena, pero más allá de un tiempo en el Concejo y otro par de trabajos, casi toda su vida laboral, más de 25 años, fue como taxista. Nunca entendimos por qué tomó esa decisión, pero él era feliz, lo disfrutaba mucho, para cada jornada se vestía muy elegante y arreglaba el carro como si fuera una fecha especial, hasta tenía pañitos húmedos para los clientes. Eso sí, siempre dijo que era mejor trabajar de noche, así no sufría tanto por el calor.

En la clínica contó que el 4 de marzo recogió a unos turistas italianos cerca del aeropuerto y que uno parecía resfriado, que estornudó un par de veces durante el recorrido. Cuatro días después empezó a sentirse mal, tuvo mucha fiebre. En la EPS lo incapacitaron el fin de semana. Volvió a trabajar el lunes, ninguno de los dos sospechó que podía ser el virus, pero los síntomas se volvieron insoportables, el 12 lo internaron. Murió el 16 a las nueve de la mañana, el día que me comenzó la fiebre.

Estuvimos en la misma clínica y nuestras últimas palabras fueron por teléfono. Yo estaba en urgencias y él una habitación. Me dijo que se sentía muy mal, que no lo estaban atendiendo. El personal médico parecía aterrorizado ante el caso; las medicinas se las daban a cualquier hora, lo dejaron bajo el cuidado de una fisioterapeuta. No era cierto que tenía diabetes, aunque sí tomaba medicina para la hipertensión. Fue un viacrucis: primero las pruebas negativas y luego la cremación, fue muy duro. Al final el Ministerio de Salud nos confirmó como positivos a los dos. Fue la primera persona que murió por el virus.

Algunos vecinos me discriminaron, llamaron a la dueña para decirle que si no me sacaba quemaban todo. Fue dolor doble. Con la ayuda de un siquiatra de la EPS pude superar la depresión de los primeros días. Antes de que se enfermara Arnold, yo veía esto del coronavirus como algo insólito, no entendía por qué si decían que no era tan fuerte había matado a tanta gente. Pero cuando te toca, ya es otra cosa. Tenía 58 años. Aunque tengo más hermanos en Barranquilla, quedé sola aquí. Era mi compinche. Reíamos de todo.

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Blanca Rosa Sánchez

Testimonio: Mayerly Cristancho Sánchez, hija

Mi madre Blanca Rosa Sánchez vivía en su finca, en La Mesa, Cundinamarca. Vino a Bogotá a principios de marzo a visitarnos y se quedó acá en mi casa, en Kennedy. Se hizo unos chequeos médicos porque le dolía mucho la espalda. El 19 de marzo se devolvió por el simulacro que declaró la Alcaldía. Cuando llegó a La Mesa se sintió muy mal, le dolían tanto el pecho y la espalda que regresó el 21 de marzo para ir al médico, porque allá la atención de salud no es buena. La llevamos al Policlínico del Olaya Herrera. Nos dieron la noticia de que tenía cáncer de pulmón. La internaron y empezó tratamiento, los medicamentos la debilitaban.

Somos diez hermanos y cinco vivimos en Bogotá. Gladys, Eulalia, Ciro y yo nos turnábamos para acompañar a mi mamá al hospital. Una noche mi mamá perdió el conocimiento, no podía hablar. Murmuraba algunas cosas que no se le entendían. Dijeron que tenía bajo el potasio, después me di cuenta de que desde las mediodía no le daban comida y ya eran las ocho de la noche. Me quejé, le dieron comida y le inyectaron suero. Pedimos que le hicieran la prueba del covid–19 y no pasó hasta el 24 de marzo. Nunca nos dieron los resultados. A ella no la aislaron, aunque tenía una habitación solo para ella. Mis hermanos y yo íbamos al hospital con tapabocas.

El primero de abril nos dijeron que le iban a hacer el examen del coronavirus. Nunca entendimos por qué tuvieron que hacerle la prueba otra vez ni qué pasó con los resultados del primer examen. Ese mismo día nos dijeron que mi mamá era positivo. Yo pregunté por qué esa vez fue tan fácil saber el resultado y me dijeron que era una prueba rápida. Entonces la aislaron. Yo fui a ver dónde iba a quedar y me dieron doble bata, una cobertura para los zapatos y tapabocas. Cuando entré a ese cuarto sentí la muerte. Algo horrible. Estaba sucio, lleno de polvo. La silla para bañarla en la ducha estaba desvencijada. Me quejé y como pude la bañé. Esa noche me quedé con ella y no pude pegar el ojo. A la mañana siguiente, cuando llegó mi hermano Ciro a reemplazarme, nos avisaron que no podíamos visitarla más. “No me quiero quedar sola. Me dejan tirada sola como un perro”, me decía. Una enfermera le explicó que era lo mejor y ella dijo que entonces se quedaba con Dios. No la volvimos a ver.

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Mayerly Cristancho narró cómo en tan solo 16 días el coronavirus se llevó a su madre de este mundo. Casi un mes después de su muerte, no les han entregado las cenizas.

El 2 de abril nos dijeron que mi mamá colapsó, que la habían entubado y que estaba en cuidados intensivos. Mi hermana fue a averiguar qué pasaba al hospital pero no le dijeron nada nuevo. El 9 de abril, cuando mi mamá murió, nos aseguraron que nos darían las cenizas. Aún no nos las entregan.

Todos los que acompañamos a mi mamá nos contagiamos. Yo me tuve que encerrar durante catorce días y mis hermanos también. Mi hijo de 18 años está prestando el servicio en la Policía, pero los de 15 y 14 se encargaron del pequeño, el de cuatro años. No salí para nada en esos días. Casi me tullo, pero no quería que mis hijos se contagiaran. Fue muy doloroso no velar a mi mamá, no abrazar a mis hijos para consolarme.

Desde que empezó la cuarentena hemos vivido de la misericordia de Dios. Mis hermanos y yo somos vendedores informales. Yo vendo tintos y trabajo con Yanbal; otra vende empanadas; otra vende ropa y otro trabaja en una empresa de jardinería. Los demás viven en La Mesa. Una iglesia nos donó mercado y yo hago parte de Familias en Acción, pero han sido meses muy duros. La comida en una familia de cinco se acaba rápido. Mis hijos también se estresan mucho porque acá no hay computador ni internet, así que no pueden estudiar.

Mamá era mayor. Tenía 74 años, pero era una mujer muy activa. Tenía una finca en la que cultivaba café y criaba pollos y gallinas. Además, atendía su tiendita en el corregimiento de Jerusalén, en el Alto del Trigo, que le daba su sustento. En 16 días nos enteramos de que tenía cáncer de pulmón y que además tenía coronavirus.

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Ramiro Egas Villota

Testimonio: Ramiro Egas Córdoba, hijo

Mi papá quería una sede de la Universidad de Nariño en los barrios populares del suroriente de Pasto. Era su sueño. Tenía 69 años, energía y relativa salud, tuvo algunos quebrantos leves. Trabajaba mucho. Todos pensamos que lo suyo era una gripa muy fuerte. Su salud se quebró en un mes.

Lo que más disfrutaba era leer las columnas que escribía en su periódico, Zona Franca. A él le gustaba hacer un periodismo de oposición al establecimiento. Siempre fue así, toda su vida y en todos los medios en los que trabajó en Nariño. Dirigió el Diario del Sur, hizo radio en emisoras como Ecos de Pasto, Todelar Radio y tuvo la revista Impulso. Al periodismo llegó por mi abuelo, Hermógenes Egas Mora, que fue periodista radial. Era defensor de los derechos humanos, se ganó el reconocimiento de la sociedad y durante un tiempo se tuvo que exiliar por amenazas. Mi padre era un hombre de libros, de poesía, era un intelectual comprometido. Le gustaba la política, lo ubico como un liberal de izquierda. Quiso ser concejal y en su momento dirigió algunas cosas del Carnaval de Blancos y Negros. En nuestra última conversación hablamos de la economía mundial por el tema del virus.

Él estuvo unos doce días en una unidad de cuidados intensivos, fueron días largos, duros. No aguantó. Mi tío, un hermano de él, se contagió también y hace poco falleció. Estábamos en reunión con la familia por Zoom y desde el hospital nos llegó la noticia del fallecimiento de mi tío. Eran contemporáneos.

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Su hijo dice que lo más triste es que no saben cómo su padre se contagió del coronavirus, ya que cumplía la cuarentena.

Lo más triste de mi padre es que no sabemos cómo se contagió, porque él guardó una estricta cuarentena, estaba dedicado al cuidado de mi abuela de 95 años. Él no salía, era muy responsable, no sabemos cómo le llegó el virus. Cuando falleció mi padre, no nos pudimos abrazar con mi madre porque ya estábamos todos en aislamiento. Ella en una habitación y yo en otra. Cuando supimos la noticia nos quedamos solamente viendo… no nos pudimos reunir con nuestra familia, no se pudo hacer el entierro, ni una misa, es absolutamente trágico.

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Camilo y Yamil Suárez

Testimonio: Patricia Suárez, hermana

Éramos ocho hermanos, ahora quedamos seis. Somos de Leticia y nuestros padres viven lejos, en la comunidad de San Rafael. Para contactarlos tuvimos que mandarles razón con un señor que tiene teléfono por allá. Mi papá tiene 78 años y mi mamá 62. Ellos fueron donde el señor a esperar la llamada. Nos comunicamos y les contamos lo de Camilo...

Era el mayor. Camilo Suárez tenía 44 años y era diputado de la Alianza Verde. Antes de enfermar, denunció la falta de atención médica y el abandono institucional en el Amazonas. Hizo videos y llamó la atención del Gobierno Nacional. Pero luego se puso mal y estuvo esperando como una semana a que fueran a atenderlo en su casa, en Leticia. Nunca llegaron. Él era enfermero, conocía muy bien los síntomas del covid-19. Además, su hija también estudia enfermería. Se agravó y un amigo lo llevó al hospital, pero ya sin signos vitales, muerto. Ahora dicen que en el hospital le hicieron la prueba y sí, pero ya cuando estaba muerto. La ambulancia apareció cuando su amigo ya lo había llevado al hospital.

Luego le hicieron las pruebas a toda la familia y resultaron negativas, solo su hijo menor salió positivo, y le están haciendo seguimiento. Camilo murió el ocho de mayo. Hemos tenido que vivir el duelo así, a la distancia. Yo estoy en Bogotá. Y luego lo de mi hermano Yamil. Él tenía mucha dificultad para respirar y venía enfermo desde antes de que Camilo muriera, pero con la noticia empeoró. Vivía del lado peruano, en un pueblo llamado Caballococha. Tenía mucha dificultad para respirar y malestar general, en fin, todos los síntomas del covid-19.

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“Ahora dicen que en el hospital le hicieron la prueba y sí, pero ya cuando estaba muerto. La ambulancia apareció cuando su amigo ya lo había llevado al hospital”.

Las medicinas de Yamil fueron las plantas de la selva. Se agravó y lo llevaron al hospital, le hicieron la prueba y salió positivo. Desde Bogotá, con apoyo de amigos, acudimos a la Cancillería solicitando que fuera trasladado a Leticia, pero fue imposible. La situación del lado peruano es peor porque son poblaciones muy alejadas. La salud allá incluso es más deficiente que la de Colombia. Yamil fue hospitalizado el viernes y el domingo la esposa nos dijo que los médicos necesitaban un suero urgente, porque él no podía comer y tenía los pulmones bastante dañados. Se necesitaban cosas muy básicas, tanto que mi hermana las consiguió en la droguería en Leticia. Pero no estaba bajando embarcaciones por el río. Supimos de un bote que iba a Tabatinga y mandamos los medicamentos, pero el bote salió el martes y fue demasiado tarde. Yamil no aguantó, cuando el bote llegó ya había muerto. Fue el 26 de mayo a los dos de la mañana. Era pescador. Dejó a su esposa y dos hijos de siete y dos años.

Y otra vez: dos semanas después de la muerte de Camilo tuvimos que volver a mandar buscar a nuestros padres, pedirles que fueran a esperar la llamada para tener que contarles que su otro hijo también había muerto.

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Antonio Paco Lasso

Testimonio: Kelly Lasso, hija

Mi papá era conservacionista, estudió Derecho y se hizo periodista para contar la belleza y fragilidad del Amazonas. Asumió una misión: defender ese territorio con la palabra escrita.

Nació en la Unión, Nariño, pero ejerció su oficio varios años en Cali. El Diario Occidente fue su casa por un largo periodo. Lo cautivó conocer a Leticia, ese paraíso de naturaleza exótica, y allí decidió construir un nuevo hogar. Vivió sus últimos días en un tranquilo lugar en la zona de Castañal los Lagos, a las afueras de esa ciudad, en una casa que tenía por jardín una vista envidiable: la famosa quebrada Yahuarcaca, desde donde escribió varias de sus crónicas y denuncias, siempre a mano, usando hojas de color amarillo y un lapicero.

No sabemos cómo se contagió, pero su estado de salud empeoró el dos de mayo. Ese día lo trasladaron al hospital San Rafael, único centro asistencial de Leticia, que no tenía las condiciones mínimas para tratar un virus de estas características. Cada día, mientras mi padre estuvo en ese hospital, hablé con él y no paraba de motivarlo. Le decía que saldría pronto —así lo pensaba porque era un hombre sano, de 70 años, pero parecía de 60, sin enfermedad de base y estado físico admirable.

El miércoles seis de mayo hablé dos veces con él; planeamos que saldría de ese hospital el sábado para apagar en su casa las velas del pastel que le envié desde Bogotá. Le recordé que apenas levantaran la restricción de vuelos viajaríamos juntos a Alemania para visitar a sus nietos y a mi hermana que viven en Baviera. Pero todo cambió el siete de mayo, a dos días de su cumpleaños 71.

Un médico de ese hospital me llamó para informarme que en la madrugada mi papá había empeorado y sus niveles de saturación habían caído. Lo entubaron y conectaron a un respirador para trasladarlo a Bogotá. Les suplique que me dejara hablar con mi papá, me dijo que no.

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“Vivió sus últimos días en un tranquilo lugar, en una casa que tenía por jardín una vista envidiable: la famosa quebrada Yahuarcaca, desde donde escribió varias de sus crónicas y denuncias”.

¿Por qué esperaron a que mi papá llegara a un estado grave para ordenar el traslado que pedimos desde el primer día? ¿Quién le intubó? ¿Era experto en esos procedimientos? Horas más tarde recibí una llamada con la noticia que uno nunca quiere escuchar. Lloré toda la noche. El primer abrazo lo recibí en la tarde del día siguiente, de una gran amiga que me visitó en el parque y decidió abrazarme a pesar de las recomendaciones de distanciamiento social. Nunca olvidaré ese gesto.

Un funcionario del hospital nos dijo que el cuerpo no lo iban a cremar, porque en Leticia no hay hornos, sino que sería embalado tras un proceso de desinfección. Pedí en la funeraria que en la placa provisional colocaran junto a su nombre la palabra periodista, porque él siempre estuvo orgulloso de serlo, y que junto a su cuerpo en el ataúd pusieran un rosario de color rojo.

De mi papá aprendimos que la felicidad se teje con hilos de colores que uno mismo escoge, que siempre existe un motivo para celebrar, que el pirarucú y la gamitana son pescados gigantes que saben más rico si se asan sobre hoja de plátano y se condimentan con trisalsina, que copoazú y asaí son frutas deliciosas, que existe un árbol llamado palo sangre con un tronco de color rojo intenso que se usa para hacer figuras como la del caimán que decora mi balcón, que caminar es el mejor ejercicio y que “no hay vuelta de hoja”.

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Jorge Torres

Testimonio: Elizabeth Merchán, esposa, y Angélica, Adriana y Camilo, sus hijos

Las cifras muestran números, pero detrás de cada uno siempre hay una persona que importa. Uno de estos mil es mi papá, Jorge Torres. Murió el cinco de abril a las diez de la mañana, cuando iban 170 muertos. No sabemos dónde cogió el virus, pero creemos que fue en Miami, durante un viaje que hizo con mi mamá del 3 al 12 de marzo. Al regreso, en el aeropuerto, les tomaron la temperatura y pensaron que se habían salvado, pero a los tres días empezaron los síntomas.

Al principio parecía una gripa, pero con el tiempo lo hospitalizaron por neumonía. Aun así, nos mandó una foto afeitado y bien peinado diciendo ‘miren chicos, estoy bien’. Días después, en la clínica, supo que tenía covid-19 y que era probable que mi mamá también. Así fue. Él le dijo que iban a salir de esto juntos, esas fueron las últimas palabras que le dijo a ella. Horas más tarde ya estaba en la UCI intubado y recibiendo respiración mecánica. Cuando nos llamaron a decirnos que había muerto, la impotencia fue horrible, porque queríamos viajar a Bogotá, pero las fronteras estaban cerradas.

Era de Armenia, de una familia humilde. Tuvo metas grandes. Estudió economía y creó dos empresas muy exitosas en el sector de seguros. Su mayor éxito siempre fue nuestra familia. Era esposo ejemplar y como padre nos motivó a seguir nuestras metas: Angélica, la mayor, tiene un alto puesto en una reconocida empresa de seguros de Nueva York; Camilo, el menor, trabaja en Londres como arquitecto y yo, Adriana, la del medio, vivo en Carolina del Norte y trabajo en seguros con mi mamá, Elizabeth Merchán, con quien mi papá llevaba 45 años casado.

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Sus hijos recuerdan que en uno de sus últimos días Jorge mandó desde el hospital una foto afeitado y bien peinado diciendo: ‘miren chicos, estoy bien’. Tras tres meses, aún no pueden creer que su padre se una de las más de 1.000 víctimas fatales del covid en el país.

Mi padre empezó como mensajero de una compañía de seguros y fue creciendo hasta ser un gran empresario. Ese trabajo le dejó una pasión por las motos y con frecuencia salía con otros ‘harlistas’. Yo siempre pensé que él nos iba a durar mucho, porque era muy saludable. Tenía esa actitud de quererse comer el mundo. Siempre tenía soluciones para los problemas.

Nadie vio su cuerpo, solo sus cenizas. No hubo funeral ni despedidas. Parece que lo hubieran secuestrado o que estuviera en un viaje largo. Yo aún no creo que esté muerto. Esa forma de morir suma más dolor a la tristeza de perderlo. Han pasado tres meses y aún no podemos hacer nada porque seguimos en nuestras cárceles.

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Horacio Poveda

Testimonio: Nicolás Poveda, sobrino

Mi tío cruzó las fronteras en busca de un sueño. Y creo que lo cumplió. Trabajó por la comunidad latina en Nueva York, ciudad a la que dedicó buena parte de su vida a la labor social y ciudad a la que llegó la pandemia que se lo llevó.

Se comprometió con la comunidad de inmigrantes. Dio más de lo que tuvo, comprendió la vida como la entrega absoluta al prójimo. Reunía recursos para cirugías de niños enfermos del corazón en Honduras, El Salvador, Colombia. Mi tío Horacio pertenecía al Club de Rotarios de Jackson Heights y América Viva, organizaciones sin ánimo de lucro. Por su visión del mundo, basada en la construcción del ser, decía constantemente que el covid-19 era una guerra biológica. En esa guerra, mi tío tenía una debilidad. Había sufrido de una dura deficiencia renal, pero habían pasado siete años desde esa crisis. Estaba en su mejor momento. Las cosas fluían y los malestares habían disminuido a pesar de someterse a diálisis a diario.

En la mañana del 16 de marzo, mi tío presentó síntomas de coronavirus. Tenía tos y fiebre. Tres días después lo remitieron a un hospital. Fue aislado como paciente de alto riesgo. Permaneció catorce días en el lugar, 8 de ellos en la unidad de cuidados intensivos.

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“Mi tío cruzó las fronteras en busca de un sueño. Y creo que verdaderamente lo cumplió”. Así lo recuerda su sobrino Nicolás.

Cuando Horacio se encontraba con síntomas, mi hermano y su sobrino que lo habían acompañado un par de meses en Estados Unidos, regresaron a Colombia. Viajaron con la incertidumbre de su diagnóstico, que resultó positivo para Horacio y su familia en Bogotá. Su esposa Consuelo —contagiada— y otros parientes tuvieron que asumir la cuarentena y apoyarlo en la distancia, siempre esperando buenas noticias.

Horacio murió el 2 de abril. Nadie pudo verlo. El único aliento fueron las llamadas y los mensajes mientras, su familia asimilaba la muerte. Al final, lo que queda para todos es que tuvo una vida fructífera, plena. Recuerdo una conversación telefónica que tuvimos. Yo estaba enfermo y él me marcó al celular. Me explicó la importancia de la vida, la importancia de luchar, de no dejarse vencer por los problemas. Me mostró que había que seguir, sin importar las circunstancias. Todas las mañanas me levanto y lo recuerdo.

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Eduardo Montes Rosero

Testimonio: Julián Montes Rosero, hermano

Eduardo tenía un mellizo, mi otro hermano Ernesto. Siempre desde pequeño andábamos los tres, como unos mosqueteros. Eso finalizó cuando yo me casé. Ellos siguieron con su complicidad de nacimiento: salían a bailar, a caminar, a jugar fútbol y a ver al Deportivo Cali, la gran pasión de los Montes Rosero.

En un cuaderno tenía apiñadas todas las boletas de los partidos en el estadio Palmaseca. No faltaba a ninguno, incluso iba cuando el equipo estaba eliminado. Mi mamá lo acompañaba a algunos juegos. Recuerdo que los diálogos entre los tres siempre terminaban con sueños despiertos de una casa grande propia, donde nuestros padres pudieran descansar.

Así fue hasta el último día que lo vi. El dos de mayo, un día antes de que yo cumpliera 36 años —soy tres años mayor que los mellizos—, vine a la casa de mis papás aquí en el norte de Cali. Eduardo y Ernesto vivían con ellos. Mi papá estaba enfermo, pensamos que era el azúcar y lo llevamos a la clínica. No nos dejaron entrar, esperamos afuera ocho horas, luego salió un doctor y nos dijo que lo iban a hospitalizar porque tenía el azúcar alta.

Pasaron tres días y nos llamaron porque mi papá tenía una complicación respiratoria. Los médicos sospecharon de covid-19 y nos hicieron la prueba a todos, a las siete personas que viven en la casa y a mí, que iba todos los días. Los resultados de los mellizos, mi papá y el mío salieron positivos. De la casa solo les dio a los hombres, todas las mujeres dieron negativo, incluida mi mamá.

Los mellizos se agravaron el diez de abril. Ese día, en distintos momentos, se fueron para la clínica. Con ellos siempre fue todo así: cuando se enfermaba uno, también lo hacía el otro. Compartían hasta las tristezas. Yo no los vi cuando se fueron, porque ya estaba aislado en mi casa, con mi esposa. Con el paso de los días se agravaron y los remitieron a cuidados intensivos. Estaban en diferentes hospitales pero nos comunicábamos frecuentemente. La enfermedad me golpeó muy duro. Sentía el corazón a mil y me agitaba al pararme de la cama. Pensé ir al hospital, pero no quería causarle más dolor a mi mamá, aunque no tenía fuerzas para nada.

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“Los mellizos se agravaron el diez de abril. Ese día, en distintos momentos, se fueron para la clínica. Con ellos siempre fue todo así: cuando se enfermaba uno, también lo hacía el otro. Compartían hasta las tristezas”.

El veinte de abril escuché a mi mujer llorando en la habitación de al lado, le pregunté qué pasaba, pero no le entendí muy bien. Imaginé que mi papá había muerto, porque de los cuatro era el más delicado de salud. No fue así. El fallecido fue Eduardo. Murió a los 33 años sin enfermedades de base. Ese mismo día, a Ernesto, el otro mellizo, le dio un paro respiratorio, estuvo muerto por diez segundos, pero lograron reanimarlo.

A Eduardo no pudimos llorarlo como se debía. Lo sacaron de la UCI y lo cremaron. Una prima nos colaboró con esos trámites, porque nosotros no podíamos salir. Cuando Ernesto salió de hospitalización no le dijimos que su hermano había muerto, aunque él ya lo sospechaba. Se lo confirmamos apenas hace dos semanas, cuando abandonó la clínica y regresó a casa. Aún está en un estado muy débil.

Mi papá todavía sigue en la UCI. Han pasado dos meses y está inconsciente. No se entera de nada. Seguramente soñará con Eduardo y su sonrisa de todos los días antes de irse al almacén donde trabajaba. Lo verá salir vestido de verde con mamá hacia el estadio a ver al Deportivo Cali.

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Jhon David Estrada Martínez

Testimonio: William Ortega, padrastro

Jhon fue a cita médica el 20 de abril, miércoles. Le hicieron exámenes porque llegó con dolor en el pecho; al otro día le hicieron la prueba de covid-19, pues tenía fiebre y dolor de cabeza. Los resultados se demoraban tres días hábiles, pero el pelao comenzó a enfermarse y agravarse... Y uno sin saber que podía ser covid-19. La verdad es que aquí creíamos que era una gripa.

El pelado desde el viernes comenzó a ponerse más mal. Le dije a la mamá, “llama a la EPS para que lo venga a recoger porque yo veo que no respira bien”. Salud Total nos respondió que no tenía afiliación con la ambulancia. A las diez de la noche dijeron que iban a mandar una ambulancia particular, pero que costaba 500.000 pesos. Dije que de momento no los tenía, pero que los conseguía. Como a los quince minutos me respondieron que no podían enviarla porque todas estaban ocupadas. Esa fue la noche más negra que yo haya podido tener.

Al día siguiente me dice la señora: “Te podemos mandar una ambulancia a las dos de la mañana, pero eso sí, no está apta para transportar gente con covid-19”. Lo importante era que lo trasladaran, porque creía que no amanecería vivo. Como a las dos y veinte de la mañana del domingo llegó la ambulancia. Traía una sola enfermera y la muchacha se subió adelante porque sabía que Jhon tenía covid-19. La mamá tuvo que acomodarlo y se lo llevaron. El pelado no hablaba, no decía nada.

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William Ortega rogó por una ambulancia para su hijastro durante tres días. El servicio llegó un domingo en la madrugada, pero el corazón del joven de 29 años no soportó. Su familia no sabe ni dónde está enterrado su cuerpo.

Cuando llegaron al Hospital Universitario, el médico le dijo a la mamá que se bajara para atenderlo dentro de la ambulancia. Según él, Jhon le dijo que se sentía bien. Pero cómo va a decir un médico que él se sentía bien si el pelao no hablaba. La mamá me llamó y me dijo “William, lo van a devolver”.

Recuento. El viernes como a las 6 de la tarde comenzamos a llamar a la ambulancia para que se lo llevaran. Pasó el sábado. En la madrugada del domingo lo fueron a recoger. Más o menos como 24 horas esperando.

Me lo trajeron aquí a las tres y veinte de la mañana. El lunes, como a las once de la mañana, comencé a llamar desde temprano al Dadis, que fue el que más nos colaboró. Cuando se dieron cuenta que el pelado era positivo, mandaron la ambulancia. Imagínese, todo ese tiempo perdido. Mientras lo embarcaron se fueron como a las dos y treinta de la tarde de aquí. Antes de llegar al Hospital Universitario, al pelao le dio un paro. La mamá esperó un rato y la enfermera le dijo que no podía quedarse porque era una zona de riesgo. Pasó un rato y salió una doctora a confirmar lo que estaba pasando, el pelao se había muerto. Fue uno de los momentos más terribles. Llegué, la consolé y le dije “mamá, Dios lo quiso así. Nos lleva la delantera. A nosotros nos va hacer falta porque es nuestro hijo, pero qué podemos hacer. Fue negligencia médica”.

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Antonio Bolívar

Testimonio: Cristian Bolívar, hijo

Apapá le gustaba mucho hablar de su comunidad y de plantas medicinales. A veces lo llamaban sus amigos, venían a visitarlo, y le proponían que les diera alguna charla a los turistas, entonces iba y les contaba anécdotas de la película, El abrazo de la serpiente, y de su vida. No le pagaban, pero la gente le reconocía cinco y diez mil pesitos por una fotico.

Yo soy el menor de los hijos, siempre he estado en la casa con él, y cuando se enfermó ayudé a cuidarlo. Todo sucedió en menos de una semana, desde el viernes venía con fiebre y dolor en el cuerpo; el sábado le hicieron baños para bajarle la temperatura, pero no funcionó. El domingo me llamó mi compañera al trabajo y me dijo que mi papá estaba muy mal. Cuando llegué, mi señor padre estaba temblando, tenía 40 grados. Un amigo llamó una ambulancia que llegó tres horas después.

Ese día mi papá salió salió caminando de la casa, estaba respirando bien, se subió a la ambulancia y nos fuimos al Hospital San Rafael, de Leticia, en urgencias nos dijeron que necesitaba oxígeno pero que no tenían manómetro para conectarlo en una bala de oxígeno, que lo tenía que llevar a la Clínica Leticia, donde tampoco lo recibieron porque venía del hospital. Salió el doctor que estaba de urgencias y con palabras feas dijo que por qué hijuemadres tenían que mandarle a la gente. Llevaron a mi papá de nuevo al hospital.

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“Yo vi cómo lo enterraban en el cementerio desde lejos, fue la cristiana sepultura, pero la ceremonia indígena no se ha podido hacer por la cuarentena. Mi señor padre era uno de los últimos mayores del pueblo ocaina”.

Cuando por fin lo llevaron a una habitación le pusieron una bala de oxígeno grande, esa fue la última vez que lo vi. Todos los días fui tres veces a preguntar cómo seguía. El jueves, la compañera de mi papá me dijo que le habían pedido la cédula de él, que le iban a hacer unos exámenes, pero no nos explicaron más.

Todo pasó muy rápido, a las ocho de la noche una vecina me llamó asustada: “¿No sabe lo que pasó? Su papá se murió, lo están pasando por las redes sociales”. Me fui corriendo al hospital y todos me miraban diferente pero no me decían nada, solo que fuera a la parte trasera del hospital, a la morgue. El doctor me dio la noticia, había sufrido un paro cardiorespiratorio, lo tuvieron que entubar y aparentemente no resistió.

Yo vi cómo lo enterraban en el cementerio desde lejos, fue la cristiana sepultura, pero la ceremonia indígena no se ha podido hacer por la cuarentena. Mi señor padre era uno de los últimos mayores del pueblo ocaina.

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Luz Helena Piza de Ángel

Testimonio: Sol Ángel, hija

Mi mamá Luz Helena murió el 12 de abril a los 77 años. Antes de que todo pasara, yo me sentía afortunada porque nunca habíamos vivido una tragedia así, pero todo cambió el 25 de marzo cuando mi papá, Aurelio, empezó con fiebre y escalofríos. De Colsanitas le hicieron un chequeo y lo vieron bien, pero tuve que llevarlo al hospital dos veces más porque estaba por las nubes, inconsciente, no podía ni caminar. A la segunda visita le tomaron la prueba del covid-19 y dio positivo. En esa época era todo tan reciente que solo hacían exámenes a quienes tenían síntomas muy evidentes. Mi papá entró a cuidados intensivos y yo regresé a la casa. Días después mi mamá empezó a hablar incoherencias, tenía los mismos síntomas.

La llevé al mismo lugar de aislamiento donde ingresaron a mi papá, pero la devolvieron a casa porque aún estaba bien. Allá le practicaron exámenes de covid-19 y por varios días mi cuñado, que es médico y está en Medellín, me ayudó a monitorear su salud a distancia. Pero mamá se puso tan mal que la llevamos al hospital. No pudimos entrar por urgencias porque nadie la quería atender, da pena decirlo, pero tocó buscar una palanca para poder entrar. El miedo del personal médico era terrible, al punto de que estando adentro mi mamá me llama y me dice “mira Sol, me caí, estaba tratando de ir al baño, pero nadie me quiere ayudar”. Mi mamá era gordita, no era muy hábil para caminar, entonces me tocó mover viento y marea para que me dejaran entrar, me dijeron que bajo mi responsabilidad.

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A principios de abril toda la familia Ángel enfermó por coronavirus. Aurelio, el padre, luchó por semanas en la UCI sin saber que en la misma sala estaba su esposa, quien no sobreviviría. Así vive el duelo esta familia que aún no ha podido despedir unida a su querida "Nena".

Esa noche dormí con ella. Sin embargo, fue la última vez que la vi. La pasaron a cuidados intensivos, donde también estaba mi papá, pero él no sabía que su mujer estaba ahí y nunca le pudimos decir para que no se dañara su recuperación. Con el paso de los días él mejoró y lo pasaron a otra habitación, pero el estado de salud de mi mamá empeoraba. En el hospital decidieron aislarme con mi papá, creían que estaba contagiada. Me hicieron el examen y salí positiva. La angustia era impresionante porque no podía ver a mi mamá aunque estábamos en el mismo piso, al mismo tiempo debía seguir bañando y cuidando a mi papá porque estaba muy débil después de cuidados intensivos. Los médicos fueron muy amables, pero entraban poco a la habitación.

Empecé a llevar una doble vida. Me tocaba mandarle notas a las enfermeras para que no dijeran que mi mamá estaba enferma a lado. Así fue hasta 12 de abril a las 7:30 de la noche cuando mi hermana, que vive en Medellín, me escribió: “Mira Sol, mi mamá descansó”. Me derrumbé, pero me tocó pasar toda la noche en vela sin poder decirle nada a mi papá. Al día siguiente le dimos tranquilizantes y le dijimos.

Como nadie pudo recibirla, se la llevaron a cremación. Mi papá y yo estuvimos una semana más hospitalizados y cuando llegamos a la casa fue todo muy raro. Yo había dejado tres puestos en el comedor porque pensé que íbamos a regresar todos. También estaba su cartera donde la había dejado, y una botella de Pepsi que estaba por la mitad en su mesita de noche.

El tema del rechazo por parte de vecinos también fue muy fuerte. Mi papá tiene un chat del edificio, y la respuesta de un tipo del edificio que administra algunos apartamentos, y que ni siquiera vive acá, fue: “Muy lamentable la muerte de la señora Luz Helena, pero hay que incrementar el protocolo de limpieza”. Tuvimos que respirar profundo y dejarlo pasar. Pero siguió molestando con el tema, hasta que mi papá tuvo que pararlo, porque nos la seguía montando. No sabemos cómo nos contagiamos. Fuimos de los primeros en Cartagena.

Recibir las cenizas fue muy duro. Un pelao me llamó a decirme “Señora Sol, estoy aquí abajo, le voy a dar las cenizas de su mamá”. Yo no pude bajar porque estaba aislada, el portero las subió. Fue como si Rappi me dejara un domicilio. Muy impactante abrir la puerta y ver las cenizas de mi mamá en el piso.

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Jorge Eliecer Vargas Bahamón

Testimonio: Leila Vargas, hija

Mi papá tenía 72 años. Nació en Chaparral, Tolima, el 17 de septiembre de 1947. A los trece años le amputaron la pierna derecha por un problema de nacimiento, pero eso nunca fue un impedimento. Duró más de 40 años vendiendo lotería en el San Andresito de la calle 38 y siempre salía impecable: con vestido de paño, corbata, camisa y zapatos bien embolados. Todas las noches, además, tenía que ir al centro, para entregar lo que había vendido. Le tocó vivir lavadas por culpa de la lluvia y alguna vez le robaron las loterías, pero nunca desistió.

Tuvo cinco hijos. Primero estuvo casado con mi mamá y nacimos dos —Jorge y yo—, pero luego se separaron y conoció a Miriam, quien ya tenía un hijo —Jonathan— al que acogió como si fuera de él, y tuvieron otros dos —Leidy y Brayan—. Además alcanzó a tener cuatro nietos y con ellos era igual de alcahuete como lo fue con nosotros. Yo creo que todos vamos a recordar nuestra infancia, cuando sacaba la guitarra para tocar música colombiana.

No sabemos cómo se contagió. El domingo antes de comenzar el simulacro de aislamiento en Bogotá, el presidente Iván Duque dijo que las personas mayores de 70 años debían quedarse en la casa. Yo hable ese día con él y le dije que no fuera a trabajar más, pero él me dijo: “¿Y luego es que el presidente me va a venir a traer comida?”. Yo le insistí y le dije que ya todos sus hijos estábamos grandes, pero él siguió yendo a trabajar hasta ese jueves.

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Tenía 72 años, le faltaba una pierna y sacó adelante a cinco hijos vendiendo loterías en un San Andresito. Una de sus hijas lo recuerda y cuénta cómo fue vivir su muerte en medio de la cuarentena.

Ese viernes, cuando comenzó el aislamiento, ya tenía gripa y maluquera. Como en el noticiero dijeron que uno de los síntomas era tos, pero seca, pensamos que había cogido una gripa durísima. Además llamamos a los números de la alcaldía, pero ellos nos preguntaron si él había tenido contacto con alguien venido del extranjero y nosotros dijimos que no, porque en realidad uno no sabe quién le compra la lotería. El domingo empeoró y mi hermana tuvo que llevarlo al hospital.

Mi hermana estuvo dos días con él, hasta que el miércoles le dijeron que tenían que pasarlo a cuidados intensivos. Yo alcancé a hablarle por teléfono y lo noté preocupado. Aún no nos habían entregado el resultado de la prueba y no sabíamos si era positivo. Esa fue la última vez que hablé con él y por fortuna alcancé a decirle que lo amaba. El viernes salió el resultado positivo y él duró quince días más en cuidados intensivos. El doctor Beltrán nos llamaba todos los días a darnos el reporte sobre su salud. Supimos que tuvieron que hacerle diálisis y finalmente no aguantó más: le dio un paro cardiorrespiratorio el dos de abril a las 4:08 de la tarde.

Nos llamaron de la clínica a preguntarnos cuál era la funeraria porque tenían que recogerlo rápido. Como él fue de los primeros muertos por el virus, nadie tenía muy claro el protocolo. Se lo llevaron, lo cremaron y nos dijeron que a los 20 días podíamos ir a recogerlo. El duelo ha sido muy difícil, uno queda impactado, sin saber qué pasó, además, no hemos podido reunirnos como familia. Es algo que tenemos aplazado para después de la cuarentena. La preocupación no acabó ahí, porque mi hermana resultó contagiada y estuvo 15 días hospitalizada, aunque salió bien. Y mi sobrinito de 4 años también salió positivo, aunque nunca presentó síntomas.

El lunes, después de su muerte, empecé a sentir como una cosa en el pecho, algo que no puedo explicar, una cosa como espiritual. Así que al otro día llamé a la funeraria y, aunque nos habían dicho que teníamos que esperar veinte días, me dijeron que ya podía ir a recogerlo. Cuando tuve las cenizas en mis manos sentí un gran alivio.

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Émerson García Rodríguez

Testimonio: Tatiana Cuero Rodríguez, prima

Émerson siempre soñó con tener una niña. Él quedó huérfano cuando estaba muy pequeño y quería una hija mujer para ponerle Licenia, como se llamaba mi tía. Y cuando se enfermó, nosotros le decíamos: “Gordito, acuérdate de que tienes unos sueños por cumplir. Mantente fuerte, mantente positivo”. Él era un hombre muy creyente, alegre, tranquilo y apasionado por la naturaleza. Sus hijos Josué y Ramón eran su adoración. Émerson estaba pendiente siempre de toda la familia y era nuestro defensor. Pero también tenía una cultura muy del Pacífico entonces, cuando empezó todo el tema de la pandemia, él y muchos en Mosquera (Nariño) no creían que podía llegar el coronavirus. Decían: “Es una virosis, es la quebranta huesos” y tomaban matarratón.

Mi primo estuvo 17 días hospitalizado en una unidad de cuidados intensivos en Pasto. Los 17 días más tristes, largos y duros para toda la familia. Siempre tuvimos la fe intacta, porque él era un paciente joven sin morbilidades. Desafortunadamente la evolución fue rápida y el 27 de mayo no resistió más.

Hace 20 años mi familia no tenía un muerto. Para mi abuelita, cremar a una persona es como un sacrilegio. Fue muy duro tener que darle la noticia y decirle que no lo podíamos enterrar si queríamos que volviera a su tierra natal. Sentimos que hemos tenido un duelo incompleto. Ni siquiera nos hemos podido abrazar. En mi cabeza resuenan las palabras que le dijo a mi mamá un día en la droguería donde trabajaba: “¿Será, Dios mío, que a mí me va a dar esto y me voy a morir solo?”.

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Adriana Giraldo

Testimonio: Álex Gil, hijo

Cada recuerdo, cada objeto de la casa guarda una historia de hace tantos años. Mi papá, Nelson González, se acuerda y se derrumba. Para él ha sido muy duro la muerte de mi mamá. Y mi hermana Ana María ha hecho un despertar muy lindo. Ella fue la niña de mi mamá todo este tiempo y ahora es la niña de mi papá.

Mi mamá sobrevivió a un cáncer de seno hace dieciséis años. Le hicieron una mastectomía total de uno de sus senos, pero ella lo asumió con mucha entereza y con un gran propósito: ayudó a las personas que también debieron afrontar esa situación. Y ella se supo sobreponer. Mi mamá: Virgo, analítica, dulce, con un sentido del humor espectacular, que creó grandes amistades y a quien veían como una consejera, como una persona en quien confiar.

El 4 de junio cumplió dos meses de haberse ido. El resultado de su prueba de coronavirus, que llegó después de su muerte, dio positivo. Ni siquiera me dejaron despedirme. Sin embargo, el no haber visto a mi mamá muerta fue importante, es esa imagen la que uno no quiere ver. Prefiero recordarla como una mujer que desde su trabajo y con sus acciones le sumaba a la sociedad. Prefiero recordar esos veinte días conmigo en Argentina; estuvimos en paseos espectaculares, me acompañó a mis grabaciones y fuimos a bailar tango. Prefiero recordar el viaje en crucero para celebrar los quince años de Ana María y la excursión a la que no fui por verla nacer. Prefiero recordarla haciendo lo que le gustaba y no pensar en eso que quedó pendiente: todo. Vivir.


En video

Testimonio de su hijo, Álex Gil

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Leonor y Eusebio Mesa

Testimonio: Marcela Mesa, hija

Lo de mis papás, Eusebio y Leonor, fue algo inesperado. Tuvieron complicaciones de salud de un momento a otro, pero no pensamos que era covid. De eso apenas se estaba empezando a hablar en el país. Además, mi papá iba directo del trabajo a la casa, y mi mamá apenas pisaba la calle. Duraron una semana enfermos en casa y cuando mi mamá no podía respirar la llevé al hospital de Chocontá, el más cercano. Allá los médicos dijeron que no podían tratarla y la remitieron a Bogotá al hospital San José Centro. Allá le tomaron los exámenes, pero mientras salían, su situación se complicó.

A los ocho días de mi mamá estar hospitalizada, mi papá tuvo que entrar a urgencias. Nuevamente lo llevamos a Chocontá y esta vez el trato fue más denigrante. Lo dejaron en una esquina, solo con una bata y su problema de los pulmones empeoró por el frío. Nadie lo quería atender, así que lo enviaron al hospital de Zipaquirá. Allá le tomaron el examen, lo entubaron y a los ocho días y murió. Aunque estaban a 50 kilómetros de distancia, murieron con cinco horas de diferencia. Eusebio el 3 de abril a las 7:45 de la noche y Leonor el 4 de abril a la 1:15 de la madrugada. Fueron un ejemplo de amor en pareja, se amaron hasta la muerte.

Paradójicamente, se conocieron en un funeral cuando ambos tenían 25 años. De joven mi papá era reconocido en Villapinzón por la curtiembre, el proceso que convierte las pieles de los animales en cueros. Fue uno de los mejores curtidores por muchos años, pero luego llegaron las grandes fábricas y acabaron con su negocio. Desde entonces jamás se separaron y se apoyaron en todas sus locuras. Montaron un restaurante juntos, no les fue bien. Luego intentaron con una fábrica de cuero, y tampoco. En un momento muy difícil para todos, mi mamá se fue a vender tintos y aromáticas en la plaza del mercado del pueblo y así nos levantó. Duró allá 20 años hasta que se sintió cansada y le dijimos que no trabajara más. Mi papá, por su parte, se empeñó en aprender la panadería y ese oficio lo cumplió con disciplina hasta que murió.

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Se conocieron a los 25 años en un funeral y hasta los 67 fueron inseparables. Siempre vivieron de quehaceres rurales y fueron los primeros en morir en Cundinamarca por el covid. Así recuerdan los cinco hijos de esta pareja a sus padres.

Los últimos dos meses hemos vivido momentos duros. No solo por su muerte, sino porque un médico de Chocontá difundió un audio que se volvió viral en ambos pueblos asegurando que mi hermano mayor trabajaba en un hospital en Bogotá y había contaminado a mis padres cuando vino a visitarlos. Eso es totalmente falso. Mi hermano no trabaja en hospitales y tampoco los infectó. Pero por ese audio la gente empezó a estigmanizarnos. Me decían que si yo volvía me iban a coger a piedra. A mis sobrinos los echaron de sus trabajos y empezaron a subir fotos a las redes sociales de mi familia con el mensaje de: “Esta es la familia contagiada”. Mi trabajo es ser mariachi, me conocen allá por eso, e incluso mis clientes llamaban a exigirme que les enviara mi examen para verificar que no estaba contagiada. Todo el mundo nos dio la espalda. Como dicen, fue la “otra pata que le nace el cojo”.

Por dos meses no pudimos regresar a Villapinzón, pero finalmente, el 30 de mayo pasado la Gobernación nos ayudó a gestionar los permisos para poder llevar las cenizas de mis padres. Los despedimos vestidos de blanco, porque hubo tanto amor para decirles adiós con tristeza. Yo era la única de los seis hijos que aún vivía con ellos y todas las mañanas mi papá me levantaba con un tinto y un pan. Esta es la hora en la que me despierto y siento el vacío de que ya no están ni el tinto, ni el pan, ni mi papá.

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Miguel Barragán Nocua

Testimonio: Edith Yolanda Bonilla Silva, esposa

Mi esposo Miguel y yo nos conocimos hace 29 años en un hospital. Él era médico cirujano y yo auxiliar de enfermería. Desde entonces trabajamos juntos. El pasado 20 de abril yo empecé a sentir sintomas raros y algunos compañeros del centro médico también. Así empezamos a sospechar que estábamos contagiados. Inmediatamente me comuniqué con mi EPS para solicitar los exámenes y mi esposo también.

Para esos días estuvo decaído. Con diarrea y dolor en el cuerpo. Decía que sentía como si su cuerpo estuviera haciendo corto circuito, porque le daban dolores en distintas partes. Luego vino la fiebre, la tos, la falta de apetito, se le fue el olfato y el gusto, hasta que no se podía ni mover de la cama por el cansancio. Aunque solicitamos la prueba un 24 de mayo, se demoraron cuatro días en venir. La médica que lo examinó dijo que era una faringitis, pero le hizo las pruebas porque era médico. La confirmación llegó hasta hasta el 9 de mayo, cuando Miguelito ya estaba en la UCI.

Salió en ambulancia el 30 de mayo a las 10 de la noche y cuando se llevaron toda la comunidad le hizo una despedida desde las ventanas. Después de eso no lo volvimos a ver porque quedamos en aislamiento sus cuatro hijos, mis nietos y yo. Lo llevaron a la clínica San Ignacio y allá estuvo muy bien atendido. Sin embargo, su cuerpo no aguantó. Aunque pulmones alcanzaron a recuperarse, le fallaron otros órganos.

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En Colombia, los últimos reportes indican que 11 trabajadores médicos han muerto ejerciendo su oficio y la cifra de contagiados supera los 1.000. Esta es la historia de uno de ellos, quien murió tratando de hacer frente a la enfermedad.

Desde que empezó la pandemia sabíamos que estábamos en riesgo por trabajar en el campo médico y siempre tratábamos de protegernos. Miguelito, en especial, pensaba que esta enfermedad era terrible, que a todos nos iba a dar, duro o leve, y por eso debíamos preparar al cuerpo para adquirir defensas. Un mes antes sentó a toda la familia y nos explicó la importancia de las vitaminas, la alimentación. Pero aún así, nadie puede estar preparado para esto. A mi no me dio neumonía, pero duré dos semanas sin poderme parar de la cama. El desenlace de él, ya lo sabemos.

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Jesús María Yepes De los Ríos

Testimonio: Liliana Yepes, hija

Mi papá cumplió los 66 años en la UCI, el 13 de mayo. Falleció el 17 de ese mismo mes. Dicen que fue por covid, pero no sabemos por qué. Desde que comenzó la cuarentena estuvo en casa con mi mamá, porque le dieron vacaciones anticipadas, luego suspendieron su contrato como conductor de volquetas. A veces jugaba ludo con sus amigos pero ninguno de ellos, a fecha de hoy, ha dado muestras de contagio, mi mamá tampoco.

A él lo del contrato le afectó mucho. Ya le faltaba poco para pensionarse y quedarse sin ingresos le estresó. Tuvo depresión, no comía, no tenía ganas y a cada rato decía que estaba preocupado por lo del trabajo y por las deudas. Luego le dio una gripa y una fiebre de 37, por eso lo llevamos a la EPS. Le tomaron la temperatura y sin mostrarme lo que había marcado el termómetro le dijeron que era sospechoso de coronavirus.

Eso fue al mediodía del 9 de mayo. En la tarde me llamaron a decirme que mi papá estaba grave con una neumonía. No entendía por qué. Mi papá nunca ha sufrido de eso. Lo único que se ha controlado es la presión, pero según los mismos médicos él siempre la mantuvo normal. Ell médico me dijo que tenía los pulmones deteriorados y que estaba en estado crítico.

Por la noche me pidieron que me quedara con él y entré. Lo encontré mal, se había orinado y se sentía cansado. “¿Para qué me trajiste aquí?”, fue lo que me dijo. Pedí que me mostraran las placas de los exámenes que le habían hecho y no lo hicieron, luego me sacaron. Al día siguiente lo remitieron a UCI. Me llamaron para que subiera con él a la clínica. Las últimas palabras que le escuché decir fueron las mismas que me había dicho la noche anterior, “¿Para qué me trajiste aquí?”, luego me dijo que él se sentía bien y que lo llevara a la casa, que él nunca ha tenido neumonía.

Mientras surtía los trámites para ingresarlo un médico se me acercó y dijo que a mi papá ya lo habían entubado, que tenía covid-19 y que sus pulmones estaban mal. Los resultados de la prueba que le habían hecho en la EPS aún no habían salido pero según el médico su cuadro clínico indicaba la enfermedad. Un cuadro clínico que le dio de la noche en la mañana, porque nosotros no habíamos ido al médico por eso.

Desde ese día todo me temblaba antes de las 12 del mediodía, que era cuando llamaban a darme el reporte de cómo estaba mi papá. El 13 de mayo, cuál regalo de cumpleaños de mi papá me llamaron a decirme que la primera prueba de coronavirus había salido negativa, pero me dijeron que le harían una segunda prueba porque según ellos sus síntomas indicaban que había contraído el virus.

Después ningún día fue bueno, en el reporte diario mi papá no mostraba mejoría, a pesar de que la segunda prueba también salió negativa. El 18 de mayo le practicaron otra, y al día siguiente me llamaron a decirme que a mi papá le había dado un paro respiratorio y que lo estaban reanimando.

Era domingo y había toque de queda total. Salí de mi casa lo más rápido que pude y llegué en 10 minutos a la clínica. Mi papá ya había fallecido. Después me llamaron a decirme que la tercera prueba sí dio positiva y en el acta de defunción salió muerte por COVID-19.

Todo ha sido muy confuso. Mi papá era un señor muy activo. Se levantaba a las 3 de la mañana, cogía su carro, llegaba a Bayunca y se iba hasta Barranquilla en su volqueta. Cuando estaba internado, su celular nunca dejaba de sonar. Sus compañeros pasaban preguntando por él, incluso los llanteros y vendedores de agua que lo conocían. Llevaba más de 40 años trabajando ahí.

También hizo el rol de papá con sus nietos, ellos le decían “Papi Chucho” y también lo extrañaban. Mi mamá, mis hermanos y yo, estamos indignados y todo esto nos duele mucho, sobre todo porque no tenemos respuestas claras.

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María Salomé Marquinez

Testimonio: Sandra Patricia Marquinez

Mi nombre es Sandra Patricia Marquinez, soy del municipio de Magüí Payán, Nariño. Hace días mi hija se hinchó y le salieron unos granos, empezó con un agitamiento. La subí al puesto de salud en donde le hicieron unos exámenes y le diagnosticaron infección en los pulmones, estaban inflamados. La remitieron a Tumaco, amaneció allá y al día siguiente la llevaron a la unidad de cuidados intensivos de la Fundación Hospital Infantil Los Ángeles de Pasto. Allí estuvo María Salomé hasta el 2 de mayo, cuando a las once de la noche su corazón se detuvo.

Allá donde vivo tengo mi familia. En estos momentos necesito irla a mirar. Tengo como 12 días de estar aislada por sospecha del covid-19, pero yo me siento bien, no siento nada y no puedo llegar a mi casa. Estoy pasando por una situación muy dura aquí. Como era sospechosa para covid-19 y mi resultado todavía no había llegado, no pude despedirme de mi hija. Usted se imaginará lo que uno siente como madre. No me dejaron verla ni nada, la cremaron, me dijeron que no podíamos enterrarla.

La niña de tres años falleció en Pasto a comienzos de mayo. Su madre, Sandra Patricia Maquinez contó la trevesía que vivió para que su pequeña fuera atendida. Cinco menores entre cero y nueve años han muerto a causa del covid-19 en Colombia.

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Johana Rivera Ramos

Testimonio: hermana María José Alamar

Todos los días atendíamos un comedor de ancianos y niños en Arjona, un pueblecito que está a media hora de Cartagena. Éramos una comunidad de tres hermanas, la comunidad de las Hermanas Franciscanas de la Inmaculada. Ahora solo quedamos dos. Además de los almuerzos, la madre Johana se dedicaba a la catequesis de primera comunión de los niños. Ella tenía el sueño de organizar una sala de refuerzo estudiantil para los niños, ahí mismo en el comedor social; se iba a encargar de la educación, mientras tanto estaba al frente de adecuarlo todo, buscó ayudas para tener computadores y mesas. La última vez que estuvimos ahí, fue el once o doce de marzo, estaban instalando el aire acondicionado, nunca más volvió.

Llegó el fin de semana y en Cartagena empezaron las medidas preventivas por el coronavirus. Ese sábado 14 de marzo estuvimos en misa y ella visitó otra iglesia porque colaboraba con los cursillos matrimoniales de las Arquidiócesis, cuando regresó dijo que tenía mucho dolor de cabeza y tomó pastillas. Pasó mala noche. Al domingo dijo que tenía malestar en la garganta, pero esa siempre fue una molestia habitual en la hermana, siempre que estaba excesivamente cansada se le manifestaba de esa manera, pero tuvimos que llamar a urgencias y nos dijeron que era una amigdalitis.

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“Éramos una comunidad de tres y quedamos dos. Ella siempre dijo que moriría joven, pero una cosa es decirlo y otra tener la muerte al frente”.

La hermana era una mujer muy feliz, pero esos días estuvo muy enferma. Pasamos con la amigdalitis y le mandaron antibióticos, pero no mejoraba. Al final le recetaron hasta penicilina, hasta que vino un médico y sospechó que podía ser coronavirus, pero siempre estuvo presente que ella no había tenido contacto con ningún viajero internacional, así que lo descartaron.

Ella aquí no tenía fuerzas para ir a misa, solo rezaba el rosario y se aferraba a su camándula. Al amanecer del domingo tuvimos que estar con ella todos los minutos, le costaba respirar. No tenía fuerzas. Rezamos mucho esa noche, también con los ojos puestos en nuestra esperanza de la resurrección. El lunes llamamos al médico y vinieron, dijeron que tenía neumonía. La hermana nunca más volvió. Éramos una comunidad de tres y quedamos dos. Ella siempre dijo que moriría joven, pero una cosa es decirlo y otra tener la muerte al frente.

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Óscar Emilio García

Testimonio: Cristina García

Tengo un recuerdo imborrable con mi papá, cuando tuvimos que salir de la finca el 3 de enero de 2003, huyéndole a la guerrilla. Él nos sacó a mi mamá Clara Elena, a mi hermano Yeison y a mí con una maleta y el televisor, caminamos seis horas para llegar al pueblo. Vivíamos en Granada, Antioquia. Allá cogimos un bus y ese mismo día llegamos a Cali, donde vivía mi abuela. Yo tenía quince años, él cincuenta.

Aquí le tocó empezar de ceros, y como éramos campesinos, fue más dificultoso. Mi papá primero le apostó a una carnicería, luego a un puesto de fritanga y por último a una revueltería, donde las cosas mejoraron.

Vivimos en la casa de la abuela hasta 2013, cuando recibimos una noticia que nos cambió la vida: el Gobierno nos dio una casa por ser víctimas del desplazamiento. Todos nos pasamos para el barrio Llano Verde, donde estaba la casa, pero mi papá de lunes a viernes se quedaba donde la abuela porque le quedaba más cerca del negocio y eso le evitaba madrugones. Los fines de semana si los pasaba con nosotros, incluso ahora en la cuarentena.

Hace como un mes, decidí bautizar a mi hijo. Con todo lo de la cuarentena, a la ceremonia solo pudieron asistir seis personas. Mi papá se quedó en la casa con mi hermano Yeison, esperándonos para celebrar. Pasamos un buen rato, pero todos notamos a mi papá muy decaído. Dijo que se había sentido muy indispuesto, con tos y fiebre. Le insistimos en que fuéramos ese día al médico, pero no quiso. Me le aparecí el martes en el negocio, tenía mucha tos y fiebre. Llegamos sobre las siete de la noche a la clínica Alfonso López. Como él podía caminar, no me dejaron entrar. Después de esperar tres horas en la calle, los médicos me dijeron que le habían puesto oxígeno, le habían hecho la prueba del coronavirus y lo iban a dejar hospitalizado.

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“Cuando lo sacaron para llevarlo a la ambulancia, alcancé a verlo desde lejos. Quise gritarle que lo amaba, pero se me quedaron las palabras atoradas. Tres días después salió el resultado positivo”.

En la Alfonso López duró 4 días, pero se puso peor, así que los médicos decidieron trasladarlo a la Clínica Colombia, donde podía recibir mejor tratamiento. Esa noche todos hablamos con él por teléfono. Él habló muy poco, siempre fue muy callado. Cuando lo sacaron para llevarlo a la ambulancia, alcancé a verlo desde lejos. Quise gritarle que lo amaba, pero se me quedaron las palabras atoradas. Tres días después salió el resultado positivo.

A papá se lo llevaron directo para la Unidad de Cuidados Intensivos y le pusieron un respirador mecánico, pero siguió mal. El 20 de mayo, me llamaron, el doctor me dijo: "Cristina, finalmente, se apagó la lucecita". Como nos habían dicho que estaba en UCI, yo ya estaba esperando lo peor.

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