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En 1990, César Gaviria aseguró que la voz ciudadana era la que más legitimidad tenía para convocar una constituyente. Esa versión del estado de opinión se tradujo en la Constitución de 1991, el cambio institucional más importante de la historia reciente.

POLÍTICA

¿Estado de opinión u opinión sobre el Estado?

En la historia reciente, los líderes políticos colombianos han invocado la idea de un caos generalizado para impulsar cambios institucionales. No obstante, las implicaciones de esos discursos han sido diferentes y son riesgosas.

23 de junio de 2019

Afinales de los años noventa, la sensación de caos en el país era absoluta. El asesinato de cuatro candidatos presidenciales, el terrorismo y una explosión de dinero de los carteles entre los políticos generalizaron la impresión de que las instituciones estaban desbordadas y que, en consecuencia, había que hacer un cambio estructural al sistema político. En términos de percepción, toda esa tragedia dio lugar a un ‘estado de opinión’ que clamaba por cambiar las cosas. El escepticismo era grande, pues en medio de ese contexto el presidente Virgilio Barco había fracasado en 1988 en la convocatoria de una constituyente por vía extraordinaria, al recibir la negativa del Consejo de Estado a lo que se llamó Acuerdo de la Casa de Nariño. La justicia era reacia al cambio y este parecía casi imposible.

Sin embargo, tras la muerte de Luis Carlos Galán y por decisión de un grupo de estudiantes, comenzó a gestarse la idea de convocar una constituyente. En 1990 tomó cuerpo la idea de votar una séptima papeleta que superó los dos millones de votos. Aunque esa papeleta simplemente se asumió como un llamado popular, la Corte Suprema de Justicia aceptó, dos meses después, la posibilidad de que los electores refrendaran la propuesta.

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Fue ese ‘estado de opinión’ el que permitió darle vida a la Constitución de 1991, el cambio institucional más importante de los últimos tiempos. Hoy, tres décadas después, varios uribistas han insistido en que actualmente hay otro ‘estado de opinión’ que, según ellos, lleva a la necesidad de modificar la carta política. Se amparan en que la reforma a la justicia, por ejemplo, ha sido un proyecto imposible de sacar adelante en los últimos años. Y van más allá. Cuestionan instituciones hoy protegidas constitucionalmente, como la JEP, insistiendo en que en el plebiscito ganó el ‘No’. Quieren cambiar la estructura de la rama judicial –crear una Sala Corte– y echar para atrás decisiones recién tomadas, como las que eliminan la prohibición de fumar marihuana o tomar licor en espacios públicos.

El senador José Obdulio Gaviria, considerado el ideólogo del uribismo, es uno de los que más ha insistido en la constituyente. Y sin hablar de ella, el expresidente Álvaro Uribe, quien ha utilizado el término desde los años noventa, ha recalcado la idea de estado de opinión como motor. “La consulta, el plebiscito, el referendo, las firmas, son instrumentos constitucionales para que la ciudadanía se manifieste; hacen parte del estado de opinión, que es la expresión superior del estado de derecho”, dijo en reciente carta a SEMANA. La salida jurídica a la constituyente no fue fácil. César Gaviria, recién elegido, se comprometió con la búsqueda de caminos para convocarla. Al enterarse de la falta de ambiente inicial que la iniciativa tenía en la Corte Suprema dijo: “Veintitrés magistrados, por importantes que sean, no pueden estar por encima de la voluntad de millones de colombianos que quieren la constituyente”.

El expresidente Uribe ha reiterado en los últimos días el concepto de estado de opinión con el que justifica lo que considera un cambio institucional necesario. Aquí, en un plantón el pasado lunes contra una decisión de la Corte Constitucional. Foto: Diana Rey Melo/ SEMANA.

En 2005, el concepto de estado de opinión también tomó fuerza para ambientar la reelección presidencial. En ciertos sectores se decía que si el presidente no era reelegido, los avances en seguridad se irían al traste.

Sin embargo, el momento de la Constituyente del 91 y el actual tienen diferencias profundas. En ese entonces la iniciativa de cambio constitucional provino de la sociedad civil, mientras que ahora viene de un partido político –el Centro Democrático– que durante los últimos años ha insistido en que todo en el país está mal. De hecho, el Centro Democrático convocó el lunes pasado a una movilización contra las Cortes por sus decisiones recientes, en la que se ambientó la idea del referendo para revocar el Congreso y las Cortes.

Las dos caras de la opinión, la izquierda y la derecha, guiarán en debate político. Ojalá de una manera más constructiva y menos indignada.

Otra diferencia consiste en la naturaleza de las crisis. La violencia contra los políticos de entonces, sumada a la existencia de una institucionalidad anquilosada y asociada al Frente Nacional, fue lo que llevó al consenso social alrededor de un cambio. Ahora, ese consenso no es tan claro. La polarización ha hecho que las caras del estado de opinión sean dos: una, que sigue siendo crítica del acuerdo de paz y que desde una perspectiva conservadora cree que las libertades individuales deben tener controles y contrapesos, y otra, defensora de la integridad del Acuerdo de La Habana y radicalmente opuesta a la posibilidad de cambiar la Constitución de 1991. La semana pasada, mientras se convocaba al plantón contra las Cortes, se lanzaba ‘Defendamos la Paz’, una plataforma multipartidista que tiene como propósito defender los acuerdos con las Farc y la vida de los líderes sociales. ‘Defendamos la Paz’ no promoverá un referendo, pero anunció que buscará firmas ciudadanas para defender las curules para las víctimas, hoy en vilo en el Consejo de Estado.

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Otros factores también suponen diferencias ante las amenazas que motivaban la idea de un estado de opinión en 1991. Mientras entonces el terrorismo se tomaba las calles y las Farc estaban fortalecidas, desde 2016 esa guerrilla ya no existe. En política, el régimen era excluyente: nadie podía derrotar a los partidos tradicionales. Hoy, las fuerzas alternativas están empoderadas. Como similitudes, el narcotráfico estaba en el centro de la agenda y corría el exterminio contra la UP, el cual ha sido asimilado por muchos analistas a la masacre de los líderes sociales.

La situación actual, muy distinta al Estado amenazado de los noventa, se debe a la existencia de dos visiones antagónicas sobre lo que debe ser el papel de las instituciones. Y el estado de opinión alrededor de la crisis tiene tintes ideológicos que han calado. Lo riesgos de la versión catastrofista tienen varias implicaciones. La primera de ellas, que esta genera un estado de ánimo pesimista. Según la encuesta de Yanhaas del pasado jueves, el 76 por ciento de los colombianos sienten que las cosas van por mal camino, siendo los jóvenes los más pesimistas.

Como este es un país presidencialista, las percepciones sobre el presente y el futuro están ligadas a la imagen presidencial. Eso implica que la estrategia de promover el estado de opinión es riesgosa. El Presidente participa indirectamente de ella cuando advierte que hay que fumigar porque el país está inundado de coca, o cuando generaliza que el narcotráfico llegó al Congreso. Sin embargo, en otras dimensiones también es optimista: asegura que logrará reducir el desempleo, que la reincorporación de los guerrilleros será exitosa y que la polarización cederá. Pero las visiones negativas son las que suelen imponerse y los discursos más radicales, algunos que provienen de su propio partido y otros desde la oposición, pueden terminar siendo la peor amenaza para su propia imagen.

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Las visiones catastrofistas del estado de opinión también pueden tener un impacto institucional. En 1991 el pesimismo logró convertirse, con la nueva carta política, en la ilusión de un país viable. Pero la polarización hace que ahora las circunstancias sean otras y que la incertidumbre sea aún mayor. Pensar en una transformación institucional con un ambiente tan radicalizado puede ser riesgoso e ir en contravía de una tradición que ha permitido estabilidad al funcionamiento democrático colombiano: la búsqueda de consensos.

Finalmente, la línea divisoria entre el ‘estado de opinión’ y la ruptura institucional es débil. Las instituciones deben cambiarse cuando han demostrado ser injustas o ineficientes, pero los expertos coinciden en que –bien o mal– desde 1991 las instituciones han venido funcionando y que, sobre todo, ha habido avances democráticos muy importantes.

Frente a las elecciones locales y regionales de 1991, las dos caras de la opinión, la de la izquierda y la de la derecha, guiarán el debate político. Ojalá lo hagan de una manera más constructiva y menos indignada.