ESTRELLAS SOBRE LOS ESCOMBROS
El periodista, enviado especial de SEMANA relata sus impresiones sobre el terremoto de Popayán.
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Eran las 8:13 minutos de la mañana del jueves santo. Jaime Puscús, el gobernador indígena del Resguardo de Poblazón salió al patio a echarle maíz a las gallinas. Los animales parecían inquietos y asustados. Un gallo encrespó la cresta, batió ruidosamente las alas y salió corriendo.
A la misma hora, allá abajo, en las calles antiguas y tranquilas de Popayán, la señora Ruth Marín estaba recogiendo su devocionario para dirigirse a la misa de la catedral. La señora Ruth pensó que tenía demasiado polvo de talco en la cara y, en vez de caminar hacia la puerta de la calle, dio la vuelta y regresó al baño. Quería mirarse por última vez en el espejo.
Julio Roberto Cadavid, un joven seminarista antioqueño que había llegado de Medellín para asistir por primera vez en su vida a la Semana Santa de Popayán, estaba sentado en ese preciso instante en una mesa del restaurante "Carantanta". La palabra es indigena: con ella se designa una macilla de carne revuelta con harina. El seminarista se preparaba para tomar un desayuno frugal: taza de chocolate con rebanada de queso blanco.
Entonces ocurrió la hecatombe.
La tierra, como empujada y estremecida por una mano sobrenatural, empezó a corcovear. El gobernador Puscús-descendiente de paeces, con la boca tachonada por una emplomadura de plata en cada diente-sintió que alguien lo estaba empellando por la espalda. La totuma del maíz se le cayó de las manos.
"Las gallinas comenzaron a cacarear como si fueran perros -me dice el gobernador, bajo la lluvia, en la plaza de Poblazón-. Nunca en mi vida olvidaré que las campanas de la iglesia estaban sonando. Sentí mucho miedo, porque yo sabía que el cura de San Agustín sólo llegaría a Poblazón el domingo, y apenas era jueves.
La iglesia de Poblazón se reventó en pedazos. Era un edificio humilde, sin mayores pretensiones, con una sola torre en el centro.
"Levanté la vista por encima del techo del cabildo -recuerda Puscús- y en ese momento comprendí qué era lo que estaba pasando: como la torre se venía para abajo, las tres campanas, que son muy pequeñas, empezaron a tocar solas, agitadas por el estropicio".
La señora Ruth alcanzó a pararse frente al espejo de su baño. Se miró fijamente a la nariz. Y se estremeció de pavor: su imagen se estaba moviendo en el vidrio. Intentó escapar como alma que lleva el diablo, pero el techo del baño se le vino encima.
El seminarista Cadavid, a quince cuadras de distancia, vio que la taza se caía sin que nadie la tocara. A sus espaldas un muro del restaurante se rajó como si fuera de papel. El chocolate se regó en la mesa y manchó la sotana blanca del seminarista.
A su lado, los pocos parroquianos que a esa hora se encontraban en el lugar, y los meseros y empleados de cocina, corrían hacia la calle. Todo el mundo gritaba. El seminarista caminó unos pasos y se detuvo debajo de un árbol. De las casas vecinas salían mujeres chillando.
La señora Ruth, en cambio, tuvo mala suerte: quedó atrapada bajo los escombros del baño, con su misal en las manos. No se podía mover: tenia fracturas en la cadera y la columna vertebral.
Sólo habían transcurrido dieciocho segundos. Pero fueron suficientes para que Popayán y quince pueblos más del Cauca se desplomaran como un fichero de dominó. Las calles blancas de la ciudad, por donde caminó en el siglo pasado la historia de Colombia, donde el Sabio Caldas coleccionó sus primeras ramas, donde el general Mosquera conversaba con su hermano el arzobispo, donde Camilo Torres aprendió a hacer memoriales, donde el general Obando se sublevó contra los enemigos de la Constitución, esas calles donde el tiempo parecía haberse detenido quedaban ahora cubiertas de un polvo amarillento-desperdicios de los ladrillos coloniales molidos por el terremoto-y de colchones rotos que la gente sacaba para dormir en la calle, bajo las estrellas radiantes de marzo.
La primera noche después del temblor fue muy bella: el cielo estaba cubierto de luceros, y una luna blanca se asomaba por encima de la cordillera Central. La naturaleza volvía a poner calma en el mundo luego del desastre.
Pero en el suelo, sin embargo, no había poesía sino dolor: en la avenida José Hilario López, en el barrio Cadillal, encontré a las tres de la mañana, bajo un frío de puñal que calaba hasta las entrañas, una escena sobrecogedora. Ví, en medio de las sombras chinescas que proyectaba una fogata hecha con llantas viejas, dos cuerpos envueltos en un montón de trapos.
Me acerqué a ellos. El primer cuerpo era el de una mujer joven que se quejaba entre las sábanas.
"Es mi mujer, señor", me dijo una voz que se perdía en la penumbra. El hombre se aproximó, quitándose el sombrero y tendiéndome la mano. Era muy joven. En la cara se le pintaba todo el pesar de este mundo.
"Ayer tuvieron que operarla de cesárea", "No tengo a dónde llevarla y me tocó traerla aquí, a la calle, porque la casa de nosotros se cayó" .
De repente se escuchó el berrido de un niño.
"Es mi hijo, señor", agregó el hombre. "Nació ayer y hoy tiene que dormir en la calle" .
En seguida llegaron los muchachos socorristas de la Cruz Roja. Trajeron una ambulancia y camillas. Aquel niño anónimo cargará toda su vida con ese pesar: le recordarán siempre, donde quiera que vaya, que nació un día antes de que Popayán se derrumbara.
IGLESIAS Y SERES HUMANOS
La gran herencia cultural de Popayán se desplomó: iglesias coloniales, custodias antiguas, cuadros invaluables, estatuas y museos, caserones que nunca podrán remplazarse. Pero, por fortuna, la gente comprendió que todas las basílicas de este país no valen más que un ser humano. Por eso, mientras algunos insensatos andaban por ahí pidiendo bolsas especiales para guardar los cuadros, la inmensa mayoría buscaba leche para los niños, cobija para los desprotegidos, medicamentos para los enfermos.
Popayán es una ciudad singular en Colombia: tal vez es el único sitio de este país donde todavía sobreviven valores y principios como la honradez, la buena educación, el amor por el pasado, por la historia de los abuelos. Los payaneses son académicos, solemnes, un poco candorosos. Si por ellos fuera, andarían por la calle con una capa castellana colgándoles a la espalda y un bastón labrado con empuñadura de plata.
Pero al lado de esa Popayán suavemente anacrónica, ha ido creciendo, con el paso de los años, una clase pobre e indigente que se amontona en los barrios populares. De ambos mundos -el del pasado y el de los proletarios- queda en Popayán un ejemplo perfecto: Alvaro Pío Valencia, hijo del Maestro, hermano del ex presidente. Es un hombre admirable: sobre sus hombros caen todos los blasones y todo el respeto de esa Popayán histórica, pero defiende a muerte sus ideas izquierdistas y su independencia política. Echa discursos incendiarios, pero al mismo tiempo es el celoso guardián del museo de su familia. No hay nadie que simbolice como él esa Popayán al mismo tiempo antigua y moderna.
Por eso, cuando algún periodista fue a los escombros de su casa a preguntarle qué se podía hacer para restaurar los monumentos históricos, el señor Valencia le respondió:
"Primero los niños, después las iglesias..."
"UN CASTIGO DE DIOS"
Sigo recorriendo las calles de Popayán, los pueblos lejanos, las aldeas perdidas en las laderas de la montaña, las pequeñas veredas indígenas. Los caminos de herradura que conducen a caseríos anónimos están cuarteados. La furia de la naturaleza desplomó los barrancos y terraplenes. Veo varios grupos de campesinos harapientos, que han perdido sus ranchos y sus pocos enseres, removiendo derrumbes con aperos de labranza y con sus propias uñas.
En Cajete, un pequeño vecindario que fue prácticamente arrasado por el temblor, se me acerca llorando una mujer humilde. Dos de sus cuatro hijos -criaturas de dos años y ocho meses de edad- quedaron sepultados bajo las guaduas y las palmas de la choza donde vivían. Los otros dos están sentados a la orilla de la carretera esperando que alguien les lleve comida.
-Señor- me dice la mujer, tocándome al hombro para llamarme la atención-. Usted puede conseguirnos dos bolsas de leche?.
-¿Para sus hijos?-le pregunto.
-No- responde ella, con los ojos bañados en lágrimas-. Son para los niños de una vecina mía.
-Pero usted también necesita comida para los suyos-le comento.
-Sí, señor- añade ella-. Pero es que los hijos de mi vecina son más pequeñitos que los míos, y necesitan comer primero.
Allí, parado sobre aquellos escombros, entre hombres tristes y mujeres llorosas, comprendi en toda su magnitud lo que parece una lección elemental: entendí lo que es, verdaderamente, el amor por el projimo.
Subimos más tarde, por un angosto sendero de piedras y barro, hasta El Zarzal, uno de los lugares más hermosos que he visto en mi vida. Es un corregimiento de ochenta casas, rodeado de flores rojas y de árboles. En cada ventana hay una mata florecida.
"Esto ha sido un castigo de Dios", me dice una anciana que tiene 105 años, el vecino más viejo de El Zarzal. "Un castigo de Dios, señor, porque imagínese usted que los maestros de Popayán hicieron una manifestación dentro de la procesión del martes santo".
-Pero, señora -le replico- es que los profesores están reclamando sus sueldos.
-De acuerdo, señor- la anciana asiente con la cabeza-. Pero a quién se le ocurre hacer una manifestación dentro de la procesión.
La anciana se persigna lentamente.
-¡Que la Virgen Santisima nos proteja!, dice.
Empieza a oscurecer. A lo lejos relampaguea, sobre la cresta de la cordillera, y los truenos retumban en el cielo. El invierno, ese miedo que se les metió a los caucanos en el corazón después del terremoto, está a punto de comenzar.
Caen las primeras gotas mientras regresamos por el camino andando, entre el monte y el llano. Lo último que veo, al pasar de nuevo por Cajete, es una cara borrosa que no alcanzo a distinguir en el vidrio empañado de nuestra camioneta. Limpio el cristal con la mano. Y descubro, entonces, que es la cara llorosa de aquella mujer que pedía leche para los hijos de su vecina.
Me dice adiós con la mano.