Su madre le pide que lo acompañe a vender la casa. Así empiezan sus memorias, el libro acerca de su vida. Entonces, como se trata de un escritor curtido que nos ha enseñado que desde la primera frase se definen todas las reglas del juego, no hay lugar a engaños, ya sabemos lo que nos espera: la historia de un escritor contada con la técnica de un escritor.
La casa es, por supuesto, la vieja casa de los abuelos en Aracataca en la que García Márquez había nacido y vivido hasta los 8 años. La casa en la que todo había ocurrido. "Nada importante me ha pasado después", le confesó alguna vez a su amigo Alvaro Mutis en un momento de lucidez. Es que García Márquez pertenece a la estirpe de los proustianos: lo definitivo, lo que marcó el destino, sucedió en los primeros años de la infancia donde estaba "la vida, la verdadera vida, la vida realmente vivida". Por eso, estos autores son como los sobrevivientes de un desastre y la escritura no es más que el ejercicio de recuperar y descifrar aquel pasado glorioso, aquel tiempo sepultado por los años.
De la Aracataca extinguida por la realidad y de la idealizada en los recuerdos infantiles, conservada por los sueños, surge Macondo, visión feliz y apocalíptica que va a reconciliar artísticamente esta contradicción insuperable. García Márquez tardará muchos años y le costará mucho sufrimiento encontrar la ruta de Macondo. Pero era una cuestión de tiempo y paciencia, de ajuste. Con ese viaje mítico ya se había ganado las llaves de su paraíso perdido.
Sin embargo, todo esto lo sabíamos. García Márquez se lo había contado a Mario Vargas Llosa, quien lo interpretó hasta desmenuzarlo en su brillante tesis de grado Historia de un deicidio, la cual dio pie para muchos trabajos académicos. También lo había vuelto a contar en las innumerables entrevistas que le han hecho hasta el cansancio. Es casi un lugar común para quienes lo han seguido con atención; no se trata de ninguna revelación. (No hay grandes revelaciones en este libro). Y, quizás, esto es lo increíble de sus memorias: vuelve a asombrarnos contándonos los mismos cuentos que ya sabíamos de su vida gracias al poder hipnótico de su prosa. Sabíamos lo que nos iba a decir pero no sabíamos cómo nos lo iba a decir. Y esto último, precisamente, es la literatura.
García Márquez vuelve a Aracataca. Ya no como el muchacho frágil y despistado de 22 años, ni como delirante fabulador de Macondo. Vuelve como García Márquez, un escritor famoso, viejo, casi en los umbrales de la muerte. Y vuelve a maravillarse con la casa lineal de ocho habitaciones sucesivas, con el corredor de las begonias donde se sentaban las mujeres de su familia, con la cruz de ceniza en la frente de sus tíos, con los amores contrariados de sus padres; con su abuelo que ha matado a un hombre y no lo abandona la culpa. El milagro no cesa, está intacto. A los 75 años o a los 80, no importa, cada vez que la memoria involuntaria lo quiera se despertará de nuevo el mundo adormecido.
Hace algunos años en una entrevista para People & Arts, al referirse a sus memorias García Márquez dijo que iba a contar la historia de su vida y de cómo había hecho sus libros para "desembrujarse". Creo que no lo consiguió. Sigue embrujado. Al recorrer su vida con su inconfundible y poderoso estilo 'garciamarquiano', él mismo se convierte en un personaje de ficción. Como leer un Cien años de soledad en el que el personaje es él mismo, atrapado en su laberinto. "La verdad también se inventa", decía Machado. Pero no hay que ir tan lejos porque en el epígrafe nos lo ha advertido: la vida no es la que uno vive, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla.
punto de vista
García Márquez, embrujado
Por: Luis Fernando Afanador