Home

Nación

Artículo

'GIN-TONIC'

Los militares decidieron beberse de un sorbo el trago amargo del Protocolo II de Ginebra. Pero a la guerrilla se le puede atragantar.

25 de abril de 1994

NO FUE MUCHO EL ESCANdalo que armó la semana pasada una noticia que, en otro contexto, hubiera sido interpretada como un gran triunfo de la guerrilla. El ministro de Defensa, Rafael Pardo Rueda y el comandante de las Fuerzas Militares general Ramón Emilio Gil, en carta al presidente César Gaviria, se pronunciaron en favor de presentar al Congreso un proyecto de Ley que ratifique el Protocolo II adicional a los Convenios de Ginebra, sobre humanización de la guerra. Y hubiera podido ser considerado como conquista de la subversión, pues el asunto de la adhesión al Protocoló II -que establece normas de respeto a los derechos humanos de las víctimas y los participantes en un conflicto interior- fue, durante muchos años, una reivindicación de la guerrilla.
Por ello, la ratificación del Protocolo anexado a los convenios de Ginebra en 1977 era un tema espinoso que, durante muchos años, nadie quiso tocar. El Congreso, temeroso de que al adoptarlo se reconociera el estatus de beligerancia a la guerrilla, se había mostrado reacio a esa ratificación. La beligerancia, se creía, iba a otorgar a la guerrilla una condición privilegiada que le podría permitir comerciar libremente con armas, nombrar representantes diplomáticos, sostener relaciones con otros Estados y considerar a los guerrilleros detenidos como prisioneros de guerra.
Sin embargo, el estudio jurídico realizado por el Ministerio de Defensa es tajante en la cuestión: al adoptar el Protocolo sólo se aceptan las condiciones que establece el articulado. El estatus de la subversión es asunto aparte. Tradicionalmente ese estatus lo conceden terceros países y no aquel donde operan las fuerzas rebeldes, como sucedió en el caso de los sandinistas, reconocidos como fuerza beligerante por naciones andinas días antes de que cayera Somoza, o el de la guerrilla salvadoreña, que recibió idéntico reconocimiento a priricipios de los 80 por parte de Francia y México.
Adicionalmente, el Protocolo es aplicable a los conflictos entre la fuerza pública del país firmante y grupos armados que ejerzan control sobre una parte del territorio, y que bajo la dirección de un mando responsable realicen acciones sostenidas. Según la tradición del derecho internacional, no es fácil aplicar esta definición a la guerrilla colombiana, que no está organizada bajo un mando único, ni controla de modo permanente parte importante del territorio.
Sin embargo, no era este el único obstáculo a la ratificación del Protocolo. Si la guerrilla había exigido insistentemente que se adoptara, era porque creía que ello iría en desmedro de la capacidad operativa de las Fuerzas Armadas. Y aunque en teoría podría pensarse que cuando una de las dos partes adquiere compromisos y la otra no, la primera se pone en desventaja, esto no se aplica al caso colombiano. Independientemente de las muchas denuncias que se hacen, es difícil demostrar que las prácticas prohibidas por el Protocolo -castigos colectivos, torturas, toma de rehenes- sean una política deliberada y generalizada del Estado colombiano. Además, el grueso de lo estipulado en el Protocolo está consagrado en la Constitución de 1991. La nueva Carta contempla que tanto en circunstancias normales como en estados de excepción deben ser respetados los derechos fundamentales, así como las normas del Derecho Internacional Humanitario, como las contenidas en el Protocolo II.
Por todo esto, eran pocas las razones que quedaban para no ratificarlo. Si la adhesión no implica el reconocimiento de estatus de beligerancia, no le concede por sí sola a la guerrilla facultades de relacionarse con otros países ni de comprar libremente armas, no convierte a los guerrilleros capturados en prisioneros de guerra ni afecta la capacidad operativa de las Fuerzas Armadas, ¿qué puede perder el Estado? Si acaso una carta para negociar con la guerrilla en el caso de una reanudación del diálogo. La adhesión al Protocolo puede ser, en cambio, una demostración cierta de buena voluntad del país ante la comunidad internacional, en momentos en que han surgido importantes denuncias por violación a los derechos humanos en Colombia.
Y puede significar también que, por fin, alguien le empiece a pasar cuentas de cobro a la guerrilla en el campo de los derechos humanos, pues buena parte de sus acciones -secuestrar, minar áreas civiles, y atacar indiscriminadamente a pueblos- están condenados por el documento de Ginebra. -