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Grietas en el pedestal

Un mes después de su reelección, el gobierno no arranca, el Congreso está bloqueado y los uribistas agarrados. ¿Cuánto tiempo podrá Uribe mantener su gran popularidad?

23 de septiembre de 2006

No se han cumplido dos meses del segundo período de Álvaro Uribe y ya aparecieron señales prematuras de desgaste y descomposición que normalmente llegan en el ocaso de los gobiernos. La euforia del histórico triunfo electoral se esfumó y le abrió paso a una sensación de perplejidad y desconcierto. Que frente al Presidente más popular de la historia reciente se utilicen expresiones como las que hicieron boga entre sus antecesores -"le llegó el sol a la espalda", "dónde está el piloto", "se acabó la luna de miel"- da la medida exacta de que las cosas no andan bien. En teoría, tiene tres ases en la mano: 70 por ciento de imagen positiva, la economía creciendo al 6 por ciento y siete millones de votos en el bolsillo. Pero en la práctica hay señales inequívocas de que la gobernabilidad se está agrietando.

Uribe debe estar tan atónito como los ciudadanos que se preguntan qué está pasando. No está haciendo nada diferente a lo que hizo durante cuatro años con cifras cercanas al 70 por ciento de aprobación. No se ha salido del libreto que le redactaron los electores con una victoria histórica en las urnas. Y sin embargo, se ha visto acorralado en una situación en la que recibe palo porque boga y porque no boga. Si la reforma tributaria avanza, saltan todos los que se verían afectados por mayores tributos y menos exenciones. Pero si se bloquea, se le cuestiona que no invierta su capital político en la solución de los grandes problemas estructurales.

Lo mismo pasa con la discusión pública de ese complejo proyecto tributario: le han cuestionado a Uribe que en los foros cambia, luego de debatir, aspectos del texto. Pero también le darían fuete si se empeñara en mantener como dogma una iniciativa sobre algo tan controvertido como el aumento de impuestos. O en la política exterior: si pelea con Chávez, es que le está haciendo el juego a Estados Unidos a costa de la relación con el vecino, y si mantiene la alianza con Washington es "qué pitos tocamos en Irak", como escribió en su columna Daniel Samper Pizano. Al mandatario de teflón lo están atacando por todos los flancos.

Las críticas ya no sólo vienen de sus enemigos políticos, sino de sus propios seguidores. ¿Se fueron los días en los que para quedar bien con la opinión pública había que estar con Uribe? Se ha vuelto común que senadores gobiernistas critiquen al gobierno en temas que van desde las reformas económicas, el proceso de paz con los paramilitares y el acuerdo humanitario con la guerrilla, hasta fustigaciones al jefe máximo porque ya no ejerce el liderazgo omnipresente de otras épocas. El lenguaje de senadores como Germán Vargas Lleras, jefe de Cambio Radical, o Armando Benedetti de La U a veces parece más propio de la oposición que de aliados políticos.

¿Qué está pasando? ¿Se precipitó el desgaste que nunca salió a flote en el primer gobierno? ¿Resucitó el fantasma mítico que tiende a golpear a los presidentes reelegidos? Son las preguntas que se hace todo el mundo. Y que surgen de una cadena de noticias malas para el gobierno que han puesto al Presidente contra las cuerdas.

La mayoría tienen que ver con la situación política. La supuesta aplanadora uribista del Congreso no funciona. A estas alturas, todo apunta a que la legislatura será un fiasco. Y normalmente las primeras sesiones del Congreso en cada cuatrienio son las más fructíferas. Pero en esta ocasión los partidos gobiernistas no están alineados. Cada uno tiene un proyecto distinto sobre reforma tributaria, todos son reticentes a aprobar el crucial cambio de las transferencias del presupuesto nacional a las reformas, y el apoyo para la modificación de la ley 100, de seguridad social, es muy débil. Sin un giro de 180 grados, estas sesiones se van a ir en blanco. Al menos, en lo que se refiere a las decisivas leyes económicas que están en la lupa de la comunidad financiera internacional.

El desorden de las tropas uribistas no se limita al Congreso. La rivalidad entre Cambio Radical y La U cada día se agudiza y produce más peleas y discursos altisonantes, que desbordan el ámbito de las discusiones parlamentarias. La sucesión de Uribe, las aspiraciones presidenciales de Germán Vargas Lleras y Juan Manuel Santos y la rapiña por los puestos los hacen actuar como enemigos y no como aliados. Vargas Lleras llegó al extremo de cuestionar la credibilidad en la seguridad que le provee el Estado por el hecho de que Santos ocupa el Ministerio de Defensa.

El nuevo ministro del Interior, Carlos Holguín, no ha arrancado. En el mejor de los casos, porque no ha tenido tiempo. Pero hay quienes consideran que está cansado y que por provenir de uno de los partidos de la coalición gobiernista -el Partido Conservador- nunca será realmente aceptado como líder de todas las fuerzas. Más que una gran alianza comprometida con proyectos cruciales, el uribismo se ha comportado como una colcha de retazos, descolorida por peleas internas y voraces apetitos clientelistas. Que de paso les han quitado piso a las intenciones de Uribe de reemplazar las impopulares e inconvenientes cuotas burocráticas por una selección de funcionarios mediante meritocracia. Lo cual es muy grave para un Presidente que ha sido popular gracias a su imagen de antídoto contra la politiquería.

En el Palacio Presidencial tampoco andan bien las cosas. La descoordinación entre los ministros es tal, que los de Agricultura y Hacienda se enfrentaron en público, en una sesión del Congreso, por una partida presupuestal. Los jefes políticos del uribismo sienten que no tienen interlocutores útiles en la Presidencia. Nadie ha sido capaz de reemplazar a José Roberto Arango, un hombre que en el primer cuatrienio hablaba con moderación y equilibrio, y con la autoridad que da una cercanía absoluta con el jefe. Los consejeros recién llegados -Jorge Mario Eastman, Óscar Iván Zuluaga, y en alguna medida Fabio Valencia Cossio- no han agarrado todos los hilos que dejaron sus antecesores ni tienen la familiaridad que estos alcanzaron a tener con el pensamiento, costumbres y desordenado estilo del presidente Uribe.

Lo anterior se ha notado en el campo de las comunicaciones. El nombre de Jaime Bermúdez, el consejero que acaba de viajar como embajador en Argentina, se menciona mucho por estos días cuando se trata de averiguar qué está pasando. El experto en opinión pública y manejo de medios ha hecho falta para hacerles frente a situaciones tan críticas como el despelote de la Fiscalía y las denuncias sobre montajes de atentados falsos por miembros del Ejército. En el propio Palacio presidencial hay un grupo que considera que la alocución de Uribe sobre este escandaloso episodio fue contradictoria, débil y confusa. El discurso, en el que el Presidente dijo que no había pruebas sobre la participación de oficiales, fue además totalmente contradictorio con la rueda de prensa que dio el comandante del Ejército, general Mario Montoya, en la que afirmó exactamente lo contrario. También resultó desconcertante la declaración del Presidente en el sentido de que el gobierno pagaría por el rescate de Diego Rojas Coronel, un colombiano secuestrado en Afganistán, rectificado después. Un editorial de El Nuevo Siglo calificó estas declaraciones de "contradicciones inverosímiles". ¿Y cómo calificar la manifestación del director del DAS, Andrés Peñate, al echarle en cara a Germán Vargas Lleras el costo de su sistema de seguridad personal? Imprudente e innecesaria, sería lo mínimo. Igual que la poca diplomática aseveración del embajador ante la OEA, Camilo Ospina, sobre la existencia de fábricas de uranio en Venezuela.

El pedestal del presidente Uribe también se está resquebrajando en uno de sus cimientos fundamentales: la imagen positiva de la política de seguridad democrática. La sensación de que las Farc estaban acorraladas y todos los indicadores de homicidios y secuestros estaban mejorando tiende a quedar eclipsada por el escándalo de los montajes y los tropiezos en el proceso con las AUC. En especial, por las interminables revelaciones sobre delitos cometidos por algunos de los jefes paras después de su desmovilización, y por la infiltración de narcos que buscan los beneficios contemplados en la Ley de Justicia y Paz. Eso, sin hablar de otras papas calientes que por ahora están en la lista de 'tareas pendientes', como las extradiciones solicitadas por Estados Unidos contra algunos de ellos, o el embrollo de la reinserción de 40.000 ex combatientes.

Esta sorprendente cadena de hechos preocupantes pone en tela de juicio el optimismo que han tenido los colombianos desde la llegada de Álvaro Uribe al poder, cuatro añas atrás. La sensación de un Presidente a quien se le dañó la brújula, la parálisis del Congreso y las graves críticas en entidades de la trascendencia de la Fiscalía y el Ejército son un desafío enorme para la credibilidad institucional. La inquietud es tal, que las positivas imágenes de los últimos días, como el crecimiento del segundo trimestre de casi 6 por ciento, y los encuentros de Uribe en Nueva York con importantes líderes mundiales, tuvieron menos impacto que los nuevos eslabones de la cadena del caos político: una delegación de congresistas, encabezada por Dilian Francisco Toro, tuvo problemas para estructurar una agenda coherente en el Congreso estadounidense en Washington; la reelección de alcaldes y gobernadores, prometida por Uribe en la campaña, se hundió.

¿Qué hay detrás de todo? ¿Se cayó la estantería? ¿Un simple manejo equivocado de casos aislados? Muchas de las escenas que han visto los colombianos en el agitado panorama del gobierno en su arranque eran previsibles. Tienen que ver con el estreno de la reelección: estos 45 días vienen después de cuatro años con el mismo Presidente y el mismo gabinete. Esta vez no hubo nuevo oxígeno, por iniciativas esperanzadoras o renovación del equipo. Uribe considera que su agenda es la continuidad de la del primer período. Y en lugar de posesionar a los nuevos ministros el 7 de agosto, lo hizo a cuentagotas, según las circunstancias de cada persona. Además dejó a la mayoría en sus cargos. Se creó un clima de normalidad y no de renovación. De tedio en vez de emoción por algo nuevo. Como un 31 de diciembre sin cambio de año.

En el campo político, el desorden tiene que ver con la debilidad de los partidos uribistas, en especial el de La U. Cada día es más claro que su conformación fue más adecuada para responder a las necesidades puramente electorales de los políticos que se querían reelegir en el Congreso (acercarse a la figura de Uribe y alcanzar el umbral exigido) que para gobernar. Más que un partido, La U está demostrando que fue una empresa electoral. Por otro lado, la oposición ha encontrado una oportunidad dorada para buscar aire después de la apabullante derrota electoral. En particular, el Partido Liberal está trabajando con una disciplina y una coherencia que hace mucho tiempo no había tenido. La férrea jefatura de César Gaviria y las fisuras del hasta hace poco Presidente de teflón le han permitido hacer debates de control político que en forma incipiente se están saliendo del acostumbrado tono aburrido e intrascendente. Ahora generan noticia. Y no sólo los de los liberales: también los del Polo, que no son el fruto de ajustados métodos de trabajo colectivo. En todo caso, las sesiones de interrogaciones a los ministros en las últimas dos semanas, sobre al ajuste de cuentas al primer cuatrienio de Uribe y sobre los supuestos montajes del Ejército, quedaron en la retina del público.

Más que un descalabro estructural, en síntesis, al gobierno Uribe lo sorprendió su propia reelección. Minimizó la necesidad de mantener la iniciativa y perdió el control de la agenda al mantener un programa demasiado conocido y sin capacidad de conmover. No es una coincidencia que el discurso de posesión haya causado desconcierto, por soso y falto de iniciativas. Esta situación va en contravía de las necesidades de los aliados políticos del gobierno.

La gran pregunta es qué hará ahora el Presidente. Su carácter y su personalidad obligan a descartar la hipótesis de que se quedará con los brazos cruzados o se resignará al desgaste constante. Al cierre de esta edición, Uribe preparaba la reunión de ministros pública y televisada que se llevó a cabo el sábado. Sus asesores esperan que de allí salga claridad sobre las prioridades del gobierno: el norte perdido sobre qué seguirá igual y qué iniciativas nuevas se incorporarán. Todo indica que la estrategia a seguir tendrá dos pilares: una rectificación de la relación con el Congreso y una innovación de la agenda.

En cuanto a lo primero, Uribe ha dejado ver su inconformidad con el papel de los congresistas. Considera que son ellos los que no han entendido la nueva realidad política, que surge de la reelección, la reforma política y la ley de bancadas. Y tratará de recuperar la imagen de antipolítico. La pregunta es cómo. No tiene la fortaleza de 2002, cuando habló de cerrar el Congreso. Esa sería una receta exagerada y riesgosa. La situación no es tan crítica como para justificar una acción de ese tipo, u otras aún más audaces como la convocatoria de una Constituyente. Según el ex ministro Rudy Hommes, en su columna de Portafolio, "el Presidente puede estar dejando que se desgasten los miembros de su coalición para entrar a ejercer el liderazgo que se ha abstenido de ejercer". Las cartas que quedan se limitan a ajustarles las tuercas a las fuerzas uribistas o eludir al Congreso mediante políticas del Ejecutivo. Como por ejemplo, volver a retirar la reforma tributaria -como lo hizo hace un año- y buscar otros antídotos contra el déficit fiscal.

Y para diversificar el discurso y ampliar el debate, es probable que el Presidente se juegue por un diálogo con las Farc y el ELN. En el discurso ante la ONU, la semana pasada dijo una frase que pasó casi inadvertida: "Si hay un gesto de paz (de la guerrilla), el gobierno no será obstáculo". En realidad es un nuevo indicio de que Uribe quiere mover este frente y convertirlo en una prioridad de su segunda presidencia. Los distintos ministros tienen también instrucciones muy claras de promover los temas sociales para hacer más visibles los avances y los proyectos.

Estos giros no son fáciles, tienen riesgos, y falta ver si son suficientes para curar la incertidumbre. Pero es un hecho que el gobierno necesita un timonazo. Las grietas que le han aparecido a la sólida estatua del Presidente más popular ya pusieron en tela de juicio la gobernabilidad. Es decir, la capacidad de llevar a la práctica sus planes y proyectos. Y si nada cambia, en el mediano plazo esa situación puede llegar a debilitar también la alta popularidad que ha conservado durante cuatro años. Sin un cambio, las escaramuzas de estas semanas dejarían de ser los "pequeños errores de manejo" que aceptan los gobiernistas y eventualmente podrían conducir al "colapso de Uribe" que de manera acomodada presagia la oposición.