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R E P O R T A J E

Halcones de la noche

Los pilotos de combate están cambiado el rumbo de la guerra en Colombia. ¿Quiénes son estos valientes hombres?

24 de septiembre de 2001

A lo lejos, en el aire, parecía una olla pitadora a punto de reventar. Echaba humo por todas partes. Las aspas giraban a la velocidad de un abanico de hotel de pueblo. Parecía que el último aliento no le iba a alcanzar para llegar a la improvisada pista que se habían montado en una pequeña cancha de fútbol. Dentro de la cabina las agujas que marcaban la temperatura del aceite y los hidráulicos estaban a tope mientras que las de velocidad y potencia descendían inexorablemente. En medio del caos ‘Calígula’, un joven piloto de mil batallas, mantenía la calma. No era la primera vez que se enfrentaba un tablero en el que todos los relojes señalaban que las posibilidades de seguir volando eran apenas una vana ilusión.

Pero en ese momento quizá lo más importante era que había sobrevivido a un fulminante ataque de la guerrilla. Eso mismo no había ocurrido con los siete soldados que ‘Calígula’ estaba tratando de desembarcar en la zona de guerra cuando se toparon a boca de jarro con un frente de las Farc. Las balas de fusil llovieron por todas partes. Los soldados cayeron uno tras otro. Igual ocurrió con los dos artilleros que recibieron ráfagas de metralleta. El copiloto quedó mal herido. Los proyectiles atravesaron el Black Hawk como cuchillo en mantequilla. El humo invadió la cabina y ‘Calígula’, casi metido entre los pedales de la aeronave, comenzó a pilotearla por instinto para tratar de alejarse lo más pronto de la emboscada. Pero el motor parecía desfallecer. Un último esfuerzo del joven piloto permitió que por fin el helicóptero lograra levantar vuelo. Cuando estuvo fuera del alcance de las ráfagas de las metralletas comprendió la dimensión de la tragedia y de la emergencia que tenía por delante. En medio de esa escena dantesca —cadáveres de soldados y compañeros malheridos— escuchó la voz de uno de los artilleros que pedía ayuda. Su camuflado, a la altura del pecho, estaba agujereado por siete balas de fusil. Milagrosamente el chaleco antibalas le había salvado la vida.

Arma mortal

Sentado en una pequeña cafetería de la base aérea de Rionegro, Antioquia, ‘Calígula’ devuelve la película de la guerra que ha enfrentado desde el aire en los 15 años que lleva como piloto de helicópteros de ataque. El hace parte de un selecto grupo de hombres de la Fuerza Aérea Colombiana que comandan los ‘Arpía’. Una aeronave mortífera que tiene una enorme capacidad de fuego: dos metralletas punto 50 que en menos de un minuto descargan 2.000 balas cada una de ellas. Una sola bala tiene tal poder destructor que parte en dos un árbol de ocho metros de altura. Dos enormes cilindros, ubicados a lado y lado, almacenan 36 pequeños cohetes que al tocar tierra producen el efecto de explosión en cadena de 60 granadas de mano. El piloto de un Arpía nunca falla el blanco cuando oprime un pequeño botón rojo que está ubicado en la palanca de aeronavegación. Esa precisión de ataque está respaldada por una mira satelital que ubica el objetivo unos segundos antes de que el dedo pulgar hunda el botón rojo. Pero el gran secreto del Arpía, y que tanto daño le ha hecho a los frentes de la guerrilla, es que sus pilotos lo pueden volar de noche. Son aeronaves nocturnas, muy silenciosas, que están apoyadas satelitalmente por el avión fantasma.

El día en que ‘Calígula’ fue recibido a plomo por la guerrilla estaba al comando de un helicóptero de desembarco. Un Black Hawk todoterreno que tiene capacidad para transportar hasta 18 soldados con sus equipos de campaña. El riesgo que se corre en un desembarco de tropa en una zona de guerra es demasiado alto. Pero su enemigo no sólo es la guerrilla. También la topografía está en su contra. Las copas de los árboles y las cuerdas de alta tensión se convierten en trampas mortales. Ese día la mala suerte corrió por cuenta de la guerrilla. En sus 15 años como piloto de guerra ‘Calígula’ no había estado tan cerca de la muerte como aquella mañana de hace dos años cuando hacía parte de una operación de transporte de 1.000 soldados en el cañón de La Llorona, una especie de Triángulo de las Bermudas para las Fuerzas Militares. Allí han perdido la vida más de 200 soldados en operaciones contraguerrilla.

Botin de oro

Los pilotos de la guerra, como se conoce a este selecto grupo de oficiales de la FAC, están regados por todas las bases militares del país. Son oro en polvo. En los últimos tres años estos hombres han inclinado la balanza de la confrontación. Son fundamentales en el apoyo a las tropas en combate y en el transporte de los soldados. Por eso la guerrilla les ha puesto precio a sus cabezas. Y eso lo vivió en carne propia ‘Pegaso’, considerado por sus compañeros de aventura como uno de los pilotos más valientes y arriesgados que tiene la FAC. El es un hombre de pocas palabras, que no conoce los límites ni lo que ellos llaman la “línea de confort”, que en otras palabras significa llevar el helicóptero al límite con la seguridad de que todo va a salir bien. Pero la mayoría de las veces esa frontera se pasa más allá de lo permitido. Y mucho más cuando se trata de rescatar soldados heridos en pleno combate. O cuando tienen que hacer vuelos tácticos en la noche. Estos consisten en volar a ras de las copas de los árboles y sortear los peñascos como si se tratara de una montaña rusa desbocada a más de 350 kilómetros por hora.

‘Pegaso‘ había regresado de la Operación 7 de Agosto, que se adelantó entre el 15 de agosto y el primero de octubre. Junto con otros 12 pilotos volaron un total de 1.020 horas, transportaron 7.700 soldados y bombardearon sin descanso las selvas del Guaviare, donde estaban apostados 3.000 hombres de las Farc que hacían parte de la columna móvil Juan José Rendón, considerada el grupo élite de ese movimiento subversivo. El trabajo conjunto de las Fuerzas Militares permitió dar de baja a alias ‘Urías Cuéllar’, uno de los hombres más importantes en el frente de guerra de las Farc.

Finalizada la operación 7 de Agosto ‘Pegaso’ fue autorizado por sus superiores a tomar unos días de descanso. Pero a cinco cuadras de la base lo esperaba un comando de siete hombres que atentaron contra su vida. Todavía no sabe cómo se salvó. Y las cicatrices de la guerra quedaron marcadas en su brazo derecho.

Esos mismos rastros de guerra los lleva en su cuerpo ‘Coyote’, un piloto que infunde mucho respeto entre los oficiales de la base aérea donde están acantonados los helicópteros Arpía con los que cuenta la FAC. ‘Coyote’ utiliza un tacón especial en su zapato izquierdo para compensar los cinco milímetros que perdió de su pierna. Eso ocurrió hace dos años cuando una bala de fusil atravesó el fuselaje del Arpía que comandaba, y que en su mortal carrera alcanzó el muslo de la pierna derecha de ‘Coyote’. La bala siguió su recorrido y le destruyó la tibia y el peroné de la pierna izquierda en pleno vuelo. Otros tiros de metralleta abrieron un boquete en la parte superior del motor del helicóptero, que estuvo a punto de caer en picada. ‘Coyote’, malherido, siguió al mando de la aeronave y con la ayuda de su copiloto y un soldado que le sostenía la pierna destruida entre sus manos lograron aterrizar 15 minutos después en una de las bases del Ejército con el motor en llamas.

Ocho meses duró su recuperación. Y dos meses más para volver a recuperar su forma y su pericia para volar de nuevo en un Arpía.

No es para menos. En estos últimos tres años estos hombres han participado en 151 operaciones conjuntas contra la guerrilla. El año pasado volaron 54.597 horas. Y hasta mediados de octubre de este año ya llevaban 42.508. Han participado en operaciones de la magnitud de Gato Negro, en la cual volaron más de 5.000 horas en menos de un mes. Su labor, en coordinación con el Ejército, permitió la captura de Fernandinho, el capo brasileño que mantenía negocios de droga con las Farc en la zona de Barrancominas. También hicieron parte de la Operación Guayabetal. Allí los pilotos en una acción suicida dieron de baja a 44 subversivos. En la Operación Relámpago, Meta, donde volaron 355 horas, lograron dar de baja a 70 guerrilleros.

Estos hombres han sido pieza fundamental de las tropas para enfrentar los ataques a poblaciones y bases militares. Están en capacidad de movilizar de día o de noche a 3.000 soldados en menos de 24 horas.

Pero, irónicamente, no les gusta la guerra. ‘Aguilucho’ ha sido condecorado en cinco oportunidades con la cruz de Orden Público, una medalla codiciada por cualquier militar y que muy pocos logran. Pero este joven piloto de Arpía tiene cinco. Sin embargo su mayor orgullo es cuando rescata soldados heridos. Y lo ha hecho a sangre y fuego. Así sacó el jueves pasado a un policía que cayó en una emboscada en Cocorná. Lo hizo en medio de una guerra sin cuartel contra la guerrilla. Apoyado por otros tres compañeros, la operación de aterrizaje duró más de media hora y el decolaje apenas dos minutos. La recompensa llega después. En las bases. Cuando los soldados los buscan y les echan la mano al hombro y casi al oído les dicen: “Capitán, que Dios lo guarde porque usted me salvó la vida”. Después dan media vuelta y se marchan sin decir una palabra más. Y eso para ‘Aguilucho’ vale más que una medalla de metal.

La noche llega. Y los pilotos, como aves nocturnas, comienzan el abordaje de los Arpía. Las aspas de los helicópteros rompen el silencio. En fila india van despegando. Uno tras otro. Han salido de prisa para apoyar las fuerzas de despliegue rápido que mantienen combates con las Farc. Sólo en la madrugada, con los primeros rayos del sol, posiblemente regresarán. En la base sus familias han quedado, como lo hacen todas las noches, con el Credo en la boca.